Asociar el capitalismo con ostentación, lujo, marca y consumo desmedido es uno de los mantras más repetidos por las élites culturales y políticas en los últimos años. De hecho, no es solo una idea extendida entre los círculos de izquierda, sino que es una afirmación que se realiza desde coordenadas que muchos definen como derecha.
Es llamativo, pues ésta confusión es transversal a todo tipo de ideologías y doctrinas intervencionistas. Por ejemplo, José Antonio Primo de Rivera, figura asociada a la derecha española durante el siglo XX, tenía un discurso en el que señalaba que el capitalismo, junto con el comunismo, eran caras de una misma moneda que obviaba una parte fundamental de los atributos que definen la dignidad humana. En su famoso ‘Discurso sobre la naturaleza del capitalismo’(1933), Primo de Rivera definía el capitalismo como «lo contrario a la propiedad privada del hombre». Y ante esto, no me es extraño que tales asociaciones hayan proliferado hasta lo que son en la actualidad: un conjunto de ideas que entiende el capitalismo como sistema y no como una herramienta tecnológica de la mente, la cual centra el sacrificio y la alta preferencia temporal como baluartes de prosperidad.
En la actualidad, el sistema estatal denosta todo lo referente al capitalismo, pues supuestamente incita al consumo compulsivo. Pero, por otro lado, son las propias socialdemocracias, con sus políticas impositivas y monetarias, las que incitan a ese consumo que luego dicen condenar. En Madrid, por ejemplo, está el famoso Madrid Central: una iniciativa medioambiental aprobada en 2018 bajo la alcaldía de Manuela Carmena, de izquierdas, que luego sería ampliada hasta lo criminal por José Luis Martínez-Almeida, un supuesto político de derechas; uno de esos peligrosos capitalistas de los que tanto hablan.
La iniciativa se presentó como un avance en la sostenibilidad de la ciudad; una oda al ecologismo en la lucha contra la crisis climática que vendría a mejorar la vida de todos los habitantes de la ciudad. Pero tras siete años de Madrid Central, la realidad es la siguiente: el Ayuntamiento de Madrid, alineado con el discurso ecosostenible de la Unión Europea, ha prohibido la entrada a miles de ciudadanos y sus coches al centro de la ciudad, lo que ha dado como resultado un aumento adulterado del consumo en otros sectores y un nuevo yugo a la vida de muchos ciudadanos. No solo ocurre que el Estado haya obligado a desechar vehículos antiguos, pero perfectamente operativos, sino que además, muchos ciudadanos, para poder moverse por el centro de la ciudad, han caído en las garras del crédito para financiar la compra de un nuevo coche híbrido o eléctrico.
Unos endeudados, y otros –los que no corren con la suerte de poder financiar o comprar un coche que cumpla la normativa– topándose de lleno con tiendas nuevas de todos los colores; porque por donde antes pasaban coches de quien en su mayoría iba a trabajar, ahora hay un Starbucks que hace las delicias de los que ahora, forzados a usar el metro, compran un café y un donut para acompañar el viaje subterráneo. Una trampa sin precedentes. Demonizar el consumo y la contaminación, pero llenar la ciudad de conglomerados empresariales que acaban por resultar en calles abarrotadas de consumidores empedernidos de productos que están gravados con impuestos, claro. Una argucia brutal…
La maquinaria estatal, el crédito y el gasto
Mientras se veta la entrada al más pobre porque su coche ya no aprueba la asignatura de eco-ideología, se justifican más impuestos para el deficitario transporte público. Además, las empresas más grandes y ricas proliferan en el centro de las grandes ciudades, pues al prohibir el tráfico y orientarse al peatón, el interés por vivir y tener opciones de ocio en el centro se incrementan, lo que hace que los precios de los alquileres de los locales suban, eliminando así a las pequeñas empresas que ya no pueden hacer frente a tales precios. Algo que, por otra parte, cambia por completo la imagen que se dibuja de la ciudad.
Todas las grandes ciudades se llenan de las mismas grandes empresas de ocio y restauración; la población se homogeniza en un nuevo marco de ciudadano contemporáneo que viste igual, come igual y disfruta igual que cualquier otro de cualquier gran ciudad. Y las redes sociales, por su lado, se llenan de hipocresía que denostan el capitalismo que les incita a consumir, pero todos ellos lo hacen desde el mismo terminal móvil, comprado en la misma tienda del centro de la ciudad que, por cierto, ocupa ahora espacios emblemáticos como la Plaza del Sol. Una alabanza sin igual a la autenticidad e identidad de un territorio…
Con esto quiero decir que aquí está una de las claves más perversas de la retórica estatal: a los defensores del capitalismo nos acusan de fomentar el consumo compulsivo y la ostentación, pero quienes fomentan en realidad que la población se endeude, compre lo nuevo en base a políticas arbitrarias y viva en el ciclo inacabable de usar y tirar, es el Estado. Se prohíbe usar lo que ya tenemos porque el envoltorio ya no es válido. El coche antiguo pasa a ser ahora un enemigo del Estado y, a menos que se paguen las tasas correspondientes para hacerlo histórico –porque si se paga, la contaminación importa menos– debemos cambiarlo. Y si no se puede hacer frente al pago de la nueva y flamante lavadora con ruedas ‘ecológica’ que exige el Ayuntamiento para entrar en Madrid Central, siempre puede echarse mano del crédito.
El Estado se encarga de confeccionar un ecosistema perfecto para incentivar el crédito a futuro. Se carga al ciudadano con una cantidad indecente de impuestos que hacen casi imposible el ahorro, lo que fomenta los préstamos y créditos bancarios sobre bienes banales, e incluso se anima a los autónomos a aceptar de mejor grado el saqueo fiscal regalándoles un portátil a través del nuevo kit digital. Por otro lado, la inflación, que no es más que un impuesto al ahorro, lo desincentiva, lo que hace que quien antes tenía tal virtud, ahora no sea más que otro saco roto que funcione por y para la tramoya impositiva estatal. Lo decía el profesor Miguel Anxo Bastos en una de sus conferencias: el capitalismo es una mentalidad. Una forma de construir y ver la vida. Hacer más con menos. Históricamente, el derroche era visto como algo a evitar por completo. Y no en vano, tenemos ejemplos como el de Don José Echegaray. El que fuera varias veces ministro de Hacienda entre 1872 y 1905 promulgaba consignas como el ‘Santo Terror al Déficit’, lema que hoy parece haberse convertido en la ‘Santa Adoración al Crédito’.
La confusión es más profunda de lo que parece. Se entiende el capitalismo y el libre mercado como la misma cosa. Pero el mercado, aunque intervenido de una u otra forma, no es más que un espejo moral de las decisiones del consumidor. Actualmente, se ha resultando en una situación en la que la sociedad consume de forma desmedida, aspirando a tener cada vez más dinero para poder adquirir más y más bienes, denostando por completo todas las virtudes del capitalismo. Se puede estar totalmente a favor del libre mercado –cosa que, por cierto, es deseable– y, a su vez, promulgar la antítesis de los valores capitalistas. Porque, de nuevo, el mercado no discrimina en base a cualesquiera sean los sistemas morales o herramientas que los consumidores usan en cada momento.
Podemos verlo en los ídolos actuales de la cultura pop. Artistas, deportistas, actores e influencers hacen gala de una nula mentalidad capitalista, lo que luego es reproducido por sus seguidores. Estos, a poco que obtienen su primera nómina, corren despavoridos a por las nuevas zapatillas que el cantante tal o el artista cual han puesto de moda. Eso sí, al día siguiente en las redes, se muestran contrarios al horrible capitalismo, y se autodenominan ‘antisistema’. Los adictos al último grito del ocio posmoderno, al último cóctel de moda del bar más famoso del centro de la ciudad, al viaje anual a Nueva York… son ellos los adictos al consumo compulsivo. La codicia, la acumulación, el escaparate en redes y la ostentación han sustituido la virtud, el esfuerzo y la disciplina. Porque lo que el capitalismo premia es la responsabilidad, y ésta, en la sociedad actual, ni está ni se la espera.
Una filosofía de vida aupada por las políticas de maquinaria estatal, pero abrazadas por aquellos que luego dicen rechazarla. Se imprime dinero, se subvencionan sectores a dedo estratégicos, se ofrecen bonos culturales para conseguir votos, se llena la ciudad con todo aquello que se dice odiar, y luego, cuando el desorden y la realidad aparecen, se señala al libre mercado y al capitalismo como las cabezas de turco de un discurso que hace aguas para todo aquel que no esté dentro de la vorágine de inmoralidad contemporánea. Una premisa que, además de falsaria, es totalmente perversa, pues invierte los valores.
El mismo ente que promueve el ecologismo como la clave para salvar el planeta del consumo desmedido es también el mismo que obliga a cambiar de coche o cualquier producto según sus nuevos mantras ideológicos. Y luego, por si todavía fuera poco, hace empaquetar todo en plástico para atestar cualquier calle de contenedores que rebosan la basura por todo el pavimento. Así, esta maquinaria burocrática obliga a los ciudadanos a adoptar medidas y obtener productos sin poder probar su función real. Nadie tuvo que ser obligado a comprar una lavadora, o que el sector responsable de la creación y venta de lavadoras recibiera una subvención. Lo que ocurrió es que supuso tal avance para la vida cotidiana que cualquier persona corría a comprar una o ahorrar para poder conseguirla. El Estado selecciona un sector al que poder extraer impuestos para luego regarlo con subvenciones que lo vuelven deficitario y, en última instancia, fomentan su consumo etiquetándolo como el mejor producto del momento.
El consumismo no es una consecuencia del capitalismo o del libre mercado. Lo que sí que es el consumismo actual es el resultado directo de las políticas inflacionarias e intervencionistas estatales. Lendol Calder, en su libro ‘Financing the American Dream’ (1999), explicaba cómo el crédito no solo transforma la economía, sino que también lo hace con la cultura y los valores. La vida sencilla y tranquila ha sido sustituida por una carrera en la que importa más el modelo de las deportivas que el destino de la carrera.
El sueño de la estabilidad y la prosperidad se convierte en un deseo por aparentar una vida que solo puede permitirse mediante el crédito y el consumo de bienes innecesarios, antes de construir un proyecto de vida que sirva como red de seguridad. Porque nada nos separa de un viaje a Balí si podemos financiarlo y pagarlo durante los seis meses posteriores. El consumo se ha transformado en una obligación para todo aquel que requiera del placer de tener y del gozo de aparentar. Porque la competición no se mide en esfuerzo, sino en cuántos likes acumulan las fotos del último viaje.
Pertenencia, envidia e infantilización como motores del igualitarismo
Decía Benedicto XVI que «la adoración al consumo en Occidente ha convertido al hombre en un ser privado de dignidad […] que la dictadura de la apariencia es la idolatría de nuestra época» (Cooperadores de la verdad, 2021). Así pues, asistimos a una sociedad que, bajo la obligación del consumo, se encuentra atrapada en una agonía existencial que es incapaz de apartarse de la egolatría del ‘qué dirán’. No necesitan la última camiseta de su equipo de fútbol, no necesitan los últimos auriculares inalámbricos. Es la inercia de pertenecer a la colmena lo que lleva a ese consumo.
Una pertenencia que, sin embargo, entra en contradicción con su estropeada brújula moral. Y es que, paradójicamente, los más adictos al consumo y la ostentación son también los que menos viven, como los oprimidos que dicen defender, de las garras del capitalismo y el libre mercado. Y lo mejor: que absortos en un sistema que necesita e incentiva su consumo, cuando descubren el vacío que las políticas estatales han creado, culpan al capitalismo. Aquellos que ahorran, producen, prosperan y viven con lo que de verdad necesitan… son los señalados como egoístas y tiranos.
Pero el capitalismo no se trata de eso. Y nunca ha promovido lo que ocurre en nuestros días. Desde su aparición, el capitalismo ha sido una herramienta que ha premiado las virtudes del esfuerzo y el sacrificio; algo parecido a aquello que decía Freud de que «la sociedad es represión», pero aplicado a uno mismo. La represión del gasto para construir un futuro mejor, o al menos un futuro. Y más allá de matracas ideológicas históricamente difusas sobre la acumulación de riqueza, el capitalismo se ha consagrado como la única herramienta funcional para abandonar la pobreza de forma exponencial. En cualquier territorio en el que se han adoptado unas mínimas medidas a favor de la libertad individual, el capitalismo ha florecido, y en consecuencia, la pobreza se ha visto reducida.
No obstante, para que esto ocurra, el Estado no puede utilizar la inflación como impuesto en la sombra, penalizando el ahorro; porque cuando el dinero pierde valor a cada día que pasa, la lógica invita al gasto –que se lo digan a la República de Weimar–. De ahí que, cuando el Estado ha intervenido la moneda, adulterado las barreras de entrada del mercado, penalizado y perseguido a quien desea prosperar, la sociedad siempre se haya encontrado en sus momentos más deleznables.
Hoy, indudablemente, somos un ejemplo de ello. Las políticas igualitarias sobre la redistribución tienen tanto calado social porque la diferencia material es hoy más importante que la diferencia moral. Lo material y el estatus se han convertido en un fin en sí mismos; lo que ha dejado proliferar una sociedad que, bajo el halo del virtuosismo impostado y una falsa conciencia social, se mueve por la envidia al prójimo. Una sociedad que necesita de la promesa de la igualdad para justificar su mano larga en la sección de cosméticos del supermercado. Luego, clamar por la redistribución, para que aquellos que más consumen y menos prevén el futuro, sean sustentados por los que sí se han preocupado por hacerlo. Una maligna inversión de la responsabilidad que evoca la mayor de las infantilizaciones. Y eso, por mucho que así lo quieran vender, no es capitalismo.
Author: Adrián Ortiz
"Adrián Ortiz es licenciado en Comunicación Audiovisual y cofundador, junto a Mario F. Castaño, de El Punto Ancap, un proyecto de pensamiento libertario que confronta las narrativas estatales desde la crítica cultural y la ética de la libertad."