El binomio religión-ideologías y la metafísica del centro

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Benedicto XVI presenta el juicio a Jesús como una escena que hace patente la relación entre política y Verdad[1]. El diálogo entre el acusado y su juez no solo pertenece a un episodio historiográficamente datado, sino que exhibe las imbricaciones entre lo natural y lo sobrenatural, allí donde se entrecruzan las ideas, la acción humana y la realidad como tensiones estructurales de la existencia humana. Descendiendo al estrato propiamente subjetivo, el coloquio entre Jesús y Pilato reviste la forma de un parlamento entre fe y política: gracias al testimonio de Juan, somos partícipes de una dialéctica que marcaría el devenir de un grupo humano que acabaría por fundar, contra todo pronóstico, una civilización que rigió el orbe. Sin embargo, sus consecuencias más inmediatas, tan humildes como profundas, no se manifestaron en primera instancia en el dominio del poder, sino en la intimidad de cada individuo, donde creencias e ideas se funden y se exteriorizan, a menudo confundiéndose, en la acción humana.

Este texto pretende arrojar luz sobre la lógica humana que subyace en la relación entre religión e ideologías, en particular, la cristiana y el liberalismo. Mi propósito es defender que, lejos de representar una relación disyuntiva o adversativa, ambos elementos son corolarios inmediatos de los movimientos que ocurren en el fundamento último de toda civilización y, por ende, de cada individuo. Dicho núcleo fundamental ha de estar presente en cada grupo humano y en cada época para mantener vivo el dinamismo social; actúa como un principio civilizacional irrenunciable, pero no insustituible, compuesto por la tríada estética, moral y religión.

Aquello que hoy funda y mantiene el orden de una sociedad dada puede mutar, mas no desaparecer, pues, sin fundamento, aparece el desorden y la disolución de la comunidad. Las variaciones en las consideraciones estéticas (lo Bello), morales (el Bien) y religiosas (el culto a la Verdad) afecta de manera decisiva en la acción humana en tanto provoca cambios en las creencias e ideas de los hombres.

En puridad, resulta incorrecto tanto contraponer fe a ideología como emplear el término fe, y el planteamiento sobre cualquier antagonismo entre ambas obvia que la fe es una cuestión meramente personal que no está ligada, por necesidad, a un elemento trascendente. Yo puedo tener fe en Dios, pero también puedo tener fe en que el Estado me brindará unos servicios de calidad con los impuestos que pago. Por ello, sería adecuado usar el vocablo religión que refiere a la expresión en comunidad de ritos y cultos debidos a aquello en lo que se tiene fe. Ésta es la raíz que revela por qué, en la Modernidad, se antojan incompatibles la profesión de fe al Dios cristiano y las ideologías: tanto la una como la otra reclaman ser expresadas en la vida en comunidad, arrogándose la función de fundamento de la sociedad. 

Así pues, si presento al cristianismo y liberalismo como polos de un principio que vertebra la civilización europea, debo exponer lo que he denominado la metafísica del centro, siguiendo a Dalmacio Negro[2]. Ello remite a cuestiones históricas, teológicas y políticas que exceden con mucho los límites de una entrada de blog, por lo que, tomaré la escena del juicio a Jesús en clave hermenéutica; segmentándola en cinco actos, expondré el significado de los símbolos que aparecen en el relato de san Juan y sus equivalencias en términos teológicos y políticos para sostener que el debate que se ha generado en los últimos días es una reflexión sobre los fundamentos de nuestra civilización.

I

Pilato volvió a entrar en palacio, llamó a Jesús y le preguntó:

― ¿Eres tú el rey de los judíos?

Jesús respondió:

― Mi reino no es de este mundo.

Pilato insistió:

― ¿Luego tú eres rey?

Jesús respondió:

― Tú lo dices: yo soy rey. Yo para eso nací y para eso he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad (…).

Pilato le dijo:

― Y, ¿qué es la verdad?

(Juan, 18, 33-38).

La figura del rey, en términos ontológicos, es el centro de referencia del orden de los grupos humanos que, además, representa lo sagrado, lo sobrenatural. El rey es, pues, centro de unión que actúa de puente entre lo sagrado y la acción política, y hete aquí el núcleo irrigador del rico debate emitido por el canal ViOne+ el pasado sábado 29 de noviembre. El planteamiento, sugestivo y provocador a partes iguales, de un coloquio concebido en clave de un antagonismo entre fe ― concretamente, la católica[3]― e ideologías da testimonio del élan de la Modernidad. Y es que el propio William Cavanaugh[4] presenta la época moderna como una mitología construida sobre una constelación de binomios contrapuestos entre sí; de manera tal que era inevitable que se acabase polemizando no ya solo sobre qué ideología es más/menos compatible con el cristianismo, sino también sobre la presupuesta compatibilidad/incompatibilidad del liberalismo y el cristianismo. En definitiva, el espectador moderno asistía a una recreación, si se me permite la expresión, secularizada del juicio a Jesús, y, por ende, presentada según un modo de pensar que baraja las mismas categorías que alumbró la Modernidad.

Ahora bien, la Modernidad no se instituyó contra el cristianismo, ni tampoco surgió de una creatio ex nihilo, sino a partir de la propia tradición cristiana y de los planteamientos irresolutos de la Escolástica medieval. Dado que en la Historia no hay discontinuidades, la Modernidad puede presentarse como la mutación paulatina y gradual de la tradición cristiana.

Como trataré de sostener, el bagaje filosófico e histórico de la civilización cristiana posibilitó una sistematización en torno a la idea-creencia de la libertad; de ahí que las ideologías, en tanto que compendio de ideas que refieren en última instancia a una creencia, solo puedan surgir al calor de la fe cristiana. Una fe que germinó en el humus político de Roma, de un Imperio cuya tolerancia a los dioses extranjeros permitió a Pilato confesar yo no encuentro en él culpa alguna (Juan, 18,39)[5], manifestándonos, pues, que el orden romano no se oponía, en principio, a la manifestación pública de los diversos ritos que aglutinaba en su seno con la única condición de que no buscaran subvertir el poder político del César. Esta actitud del gobernador romano contrasta considerablemente con aquélla que adoptan el legislador y político contemporáneos, y el ejemplo más palmario de esta afirmación se halla en los debates sobre el derecho al aborto, donde la manifestación pública de la postura cristiana sobre aquél se tacha como una amenaza para el orden estatal, que la califica como contraria a los derechos humanos.

A la postre, asistimos a la necesidad natural con que toda moral busca y aspira a expresarse en prácticas religiosas, en ritos y costumbres que cohesionan orgánicamente en tanto emergen de creencias personales. El Estado, al contrario que el Imperio, aparece investido de una moral ―la que le proporciona su base de legitimidad: la neutralidad y seguridad públicas en favor del interés general― queirriga las instituciones políticas y económicas que lo vertebran. Su religión es el civismo, y busca la paz entre sus acólitos a través de la fe en los derechos y libertades constitucionales que, sin fundamento metafísico, no son más que cáscaras vacías que pueden colmarse de cualquier contenido. Y es que la principal diferencia entre Imperio y Estado es metafísica, pues, mientras el primero no precisa monopolizar la verdad, el segundo, sí.

En la Modernidad, cuando aquel Imperio yace bajo un mosaico de Estados, la acción política contemporánea nos revela, ante todo, una profunda transmutación en la cosmovisión de la civilización europea: la conciencia de Europa, progresivamente, invalidad la posibilidad de la tolerancia pública hacia la manifestación de doctrinas que reclamaban una validez absoluta. Para comprender esta mutación, analicemos el núcleo del interrogatorio de Pilato.

II

Pilato le dijo:

― Y, ¿qué es la verdad?

(Juan 18, 38).

La cuestión por la verdad, como fundamento último de la realidad, se tornó problemática por una miríada de factores imposible de abarcar aquí, mas ha de tenerse presente que toda acción política, en cuanto fenómeno, obedece a una razón metafísica, es decir, concierne a las creencias e ideas de los individuos sobre la realidad. La metafísica está siempre presente en la política, lo que implica la acción política nunca es neutral; si se muestra deliberadamente como tal, demuestra que está enmascarando los supuestos metafísicos sobre los que descansa.

Así, resulta revelador para comprender el proceso que desembocó en el predomino del Estado moderno sobre la forma política imperial, cuando su núcleo era el orden cristiano, atender a ciertos desarrollos de la Escolástica tardía, con Escoto y Ockham como figuras más sobresalientes. Sus doctrinas no son la causa de la aparición del Estado, pero sí ofrecen su condición gnoseológica, pues, aun sin pretenderlo, sus planteamientos contribuyeron a una desconfianza en la capacidad de la razón del ser humano para conocer a Dios y sus leyes, y, por ende, la Verdad. El nominalismo y el voluntarismo presentaron a un dios investido de una potencia tal que podía hacer y deshacer a su antojo las leyes de la Naturaleza, sometiendo al hombre a su inescrutable arbitrio; de ahí, la necesidad del hombre por conocer la realidad al margen de la Palabra de Dios.

Ante tal planteamiento, la Naturaleza dejó de comprenderse por remisión a Dios; se asumió como perentorio hallar nuevos instrumentos con los que satisfacer la urgencia de conocer un mundo que, súbitamente, careció de fundamento. La Naturaleza pasó a concebirse como un ámbito regido por sus propias leyes, leyes asequibles a un intelecto humano que ya no se apoyaba en una metafísica compartida. La ausencia de Dios en lo epistemológico provocó que se lo abandonase como Centro, como fundamento común de orden, sentido y medida.

Las implicaciones en las ciencias, la técnica y en el Derecho fueron profusas; todas ellas eran, en definitiva, corolarios de una concepción de la razón humana incapaz de conocer más allá de lo aprehensible. Esto se oponía a la máxima de santo Tomás de Aquino que tejía un vínculo insoluble y necesario entre razón y fe, es decir, entre lo natural y lo sobrenatural: el hombre es capaz de conocer la Naturaleza con su intelecto, pero la Naturaleza es solo la manifestación visible de todo cuanto existe ―la realidad―, y, para completar su conocimiento, debe apoyarse en Dios, en la fe. En la doctrina aquiniana, razón y fe aparecen como elementos correlativos. El nominalismo y el voluntario, por el contrario, desembocan en el trazado de una frontera entre ambas: la razón pasó a considerarse incapaz de habilitar el acceso a la verdad divina, en tanto que la fe se relegó al fuero íntimo de cada hombre al concebirse como un elemento que no participaba ya en la intelección del mundo. Así, la teología queda desplazada del ámbito público en detrimento de una nueva acción política que buscaba ordenar sin referencia alguna a lo sobrenatural.

En este contexto doctrinal, la tolerancia ―pragmática― de Roma en tiempos de Pilatos se basaba en que ninguno de los ritos que cohabitaban en sus fronteras reclamaba que la esfera pública expresara una verdad absoluta. Fue la asunción del cristianismo por el Imperio la que consagró la concepción del orden político como una representación de una verdad espiritual, trascendente; así, la fusión entre Roma y el cristianismo supone el establecimiento de la Verdad de Jesucristo, Rey del universo, como principio ordenador de la acción. Sin este gesto decisivo en la política (fenomenología), y sin la consideración de las profusas repercusiones metafísicas de la última Escolástica, es imposible comprender:

  • En el orden metafísico, el auge de las ideologías como sistemas de pensamiento; y
  • En el ámbito fenomenológico de la política, expresión de lo metafísico, la irrupción del Estado como forma política investida de poder para pacificar conflictos religiosos que ya no pueden dirimirse apelando a una verdad compartida.

Lo primero apunta a que la Verdad del Dios cristiano deja de ser accesible a los individuos ―en particular, los europeos―; lo segundo, a que, si el ser humano puede errar en su acceso a la verdad, sea ésta cuál sea, la política debe garantizar un orden al margen de las cuestiones trascendentes inherentes a la Verdad, imponiendo, como elemento neutralizador, su verdad, una puramente inmanente. Éste es el germen del Estado moderno.

Se observa que el liberalismo, como producto de la Modernidad, no surge ex novo, sino a partir de una reconfiguración de las ideas cristianas sobre la persona, la conciencia y la libertad. De ahí la tesis que pretendo defender: el liberalismo es una inmanentización de las creencias cristianas en los ámbitos político y económico, configurados a partir de una concepción de persona. Para sostenerla, recurriré al hecho histórico del juicio a Jesús, tomando a Pilato como un paralelismo con el hombre moderno, pero, ante todo, como figura en la que convergen las dos facetas que definen la esencia del ser humano (el pensamiento y la acción), y cómo las dos se tensionan y se retroalimentan ante los dilemas que le presenta la realidad ante la que se halla. Al gobernador romano se le plantean cuestiones de índole política y jurídica, pero también otras trascendentes; en último término, todas convergen en la Verdad que le presenta ese tal Jesús de Nazaret. 

III

Los judíos replicaron:

―Nosotros tenemos una Ley, y, según esa Ley debe morir, porque se proclama Hijo de Dios.

Pilato, al oír esto, tuvo más miedo. […].

(Juan 19, 7-8).

Consecuentemente, traer a colación la escena del juicio impone señalar un aspecto decisivo para comprender tanto el debate contemporáneo como la genealogía de las ideologías modernas: toda comunidad política presupone un Centro, un punto de referencia que mide, orienta y da sentido a la acción. En la cultura occidental, ese Centro fue durante siglos la figura de Cristo como Rey del universo, un principio ontológico de sentido que situaba la autoridad bajo un horizonte trascendente y permitía a la comunidad ordenar su vida en torno a una verdad no reducible al poder.

Con la aparición de la forma política del Estado ―y con ciertos desarrollos tardíos de la Escolástica que anuncian la Modernidad― ese Centro dejó de ser trascendente. No desapareció, pues la tradición cristiana había logrado regir sobre las esferas de la estética, la moral y la práctica religiosa de toda Europa, de manera que el pensamiento de los europeos seguía alimentándose de los frutos sembrados por el cristianismo. Ocurrió, sin embargo, que esas esferas perdieron su fundamento último, trascendente; la tradición cristiana se inmanentizó: se convirtió en una estructura funcional que seguía orientando, sin hacer puente efectivo con lo sobrenatural. Las ideologías decimonónicas ―en puridad, revolucionarias, por surgir al calor de la Revolución Francesa y perpetuar el impulso que la desencadenó― pudieron eclosionar precisamente porque ese Centro persistía como forma sin contenido, capaz, pues, de organizar la percepción política y de ofrecer un marco para la acción, aunque vacío ya de su contenido original y trascendente. El lugar del Centro seguía ocupado, pero su fundamento se había desplazado de la verdad trascendente a otras puramente mundanas que aparecen como utopías.

Por ello, el eje derecha/izquierda ―tan característico de la política moderna― no constituye un antagonismo sustancial, sino la expresión derivada de un Centro que había dejado de operar como fundamento real, pero que seguía funcionando como orientación. Lo que hoy experimentamos, en cambio, es que ese Centro, reducido a cáscara vacía, ha agotado su capacidad de ordenar la experiencia política: las categorías ideológicas sobreviven como nombres, pero cada vez menos logran explicar la realidad. Las concomitancias entre postulados tradicionalmente adscritos a la derecha y otros atribuidos a la izquierda, así como los consensos entre ambas invitan a plantearse si sendas categorías están agotadas en su concepción moderna, revolucionaria. Adentrados prácticamente ya en el 2026, dicha reflexión conduce inexorablemente a plantearse la cuestión por el Centro, abordándola al margen de sesgos ideológicos o dualistas.  

 Responder requiere de un análisis exhaustivo de la transición que medió entre lo que historiográficamente se denomina Medievo y Modernidad, un asunto que escapa de las características del presente formato. Empero, basta recurrir nuevamente al juicio a Jesús para explicar la necesidad de Centro y su relevancia capital en la acción política: Juan (Jn 19,8) testimonia que Pilato “tuvo más miedo” cuando oyó que los judíos acusaron a Jesús de proclamarse Hijo de Dios. He aquí el poder político frente a la autoritas divina.

Como gobernador romano debía imponer justicia a todo aquél que reivindicase para sí y opusiera al Imperio otro poder terrenal; también, como romano, era proclive a considerar la personificación de las deidades y a no olvidar que la grandeza del Imperio era debida a la tolerancia hacia los dioses extranjeros, por lo que ni le resultaría descabellado tener ante su presencia la encarnación de un dios ni necesario quebrantar la Pax romana inmiscuyéndose en disputas religiosas. Así, quien ahora se halla en medio de un juicio es la propia conciencia de Pilato, que se debate entre someterse al poder terrenal de Roma ajusticiando conforme al derecho al acusado; abstenerse de provocar la ira divina aplicando ese mismo corpus jurídico; o ceder ante la opinión pública.

IV

― ¿De dónde eres tú?

Pero Jesús no le contestó. Pilato le dijo:

― ¿Por qué no me contestas? ¿No sabes que puedo darte la libertad o crucificarte?

Jesús le respondió:

― No tendrás ningún poder sobre mí si no te lo hubiera dado Dios; por eso, el que me ha entregado a ti es más culpable que tú[6].

Desde entonces Pilato buscaba la manera de dejarlo en libertad. Pero los judíos gritaban:

― Si lo dejas en libertad, no eres amigo del César: todo el que se hace rey va contra el César.

(Juan 19, 9-12).

Así, de acuerdo con la lectura de Benedicto XVI de Juan 19, 7-8, Pilato prefería no airar a los dioses, mas el gentío le demandaba el indulto de Barrabás, una verdadera amenaza política que también se había proclamado rey. Ante el hombre-Pilato se alzan dos hijos del Padre[7], uno que, en su fuero interno, reconoce como culpable y otro como inocente; uno que representa lo inmanente y otro lo trascendente, frente al telón de fondo de una muchedumbre que apela a un Centro ― el César[8]―al alertar de que otro ― todo el que se hace rey― quiere reemplazarlo.

Esta cautela que proclama la masa no es inocente: por un lado, solo compromete a Pilato, dado que el pueblo judío no tenía la menor simpatía hacia el César, sintiendo el poder (terrenal) del Imperio como una opresión de la que esperaba ser liberado por medios puramente mundanos, aunque ejercidos por un mesías divino; y, por otro lado, reclamar el indulto a Barrabás no significa que lo reconozcan como rey, sino que es la expresión alzada del rechazo tajante a Jesús como Cristo Rey. En suma, el ambiente que se respira no es otro que el de la convergencia entre binomios (fe/razón; espiritual/material; teología/política) que convienen en tensión, pero no en contraposición; es solo la elección libre del hombre y la manera en que decida combinarlos la que los reviste de una apariencia de dualidad. Y es una decisión que se toma ante la pregunta por la Verdad.

Juan muestra cómo Pilato espera una respuesta, y, ante el silencio de Jesús, actúa sin más fundamento que su razón, una razón que se apoya en sus miedos (a perder el favor de sus superiores por encima de una eventual cólera divina), en el gentío que lo abruma (la opinión, voluble, incendiaria), y, en última instancia y por impotencia, en la certeza de que es preferible mandar a la cruz a un inocente para apaciguar los ánimos a ajusticiar a un culpable enervando a la masa[9]. Este dilema interior, recreado en la persona de Pilato, refleja la intercesión entre lo natural y lo sobrenatural, que parece problemática cuando el gobernador le pregunta a Jesús qué es la verdad (esto es, cuando el hombre ―como individuo― se pregunta por la realidad del entorno que lo envuelve).

Pero las voces de fondo, exaltadas, lo que corean es la inclinación natural del hombre a preferir lo aprehensible por su entendimiento; de ahí que Benedicto XVI sostenga que “la humanidad se encontrará siempre frente a esta alternativa: decir «sí» a ese Dios que actúa solo con el poder de la verdad y el amor o contar con algo que esté al alcance de su mano”[10]. Enfaticemos ese solo en la cita a Benedicto: el hombre prefiere el poder inmediato, visible y manipulable a su antojo, mientras que Dios actúa en y con la Verdad.

V

Jesús respondió:

― Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis súbditos lucharían para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí. […] Yo soy rey. Yo para eso nací y para eso he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.

(Juan, 18, 36-37).

Puede decirse que los europeos decimonónicos terminaron por convencerse de que el Estado como forma política representaba bien la verdad de que el sentido último de la realidad escapa al intelecto humano. Bien es empleado aquí en su connotación más utilitaria: el Estado se consideró la forma adecuada para una mentalidad que, como la de Pilato, asumió el silencio de Dios y se lanzó a mantener en marcha la dinámica del poder terrenal. Es llamativo que el juez que condenó a Jesús no dictase una sentencia, sino que se limitase a lavarse las manos, abandonando sus competencias a la opinión pública, siempre cambiante, voluble; así legitimó la neutralidad por la que acabó decantándose. Ésa es, en clave teológico-política, la neutralidad del Estado moderno que se legitima apoyándose en la opinión de las masas, conformadas por individuos que han visto desplazadas sus creencias hacia el ámbito privado y que han acabado convirtiendo sus creencias en ideas, y sus ideas en mitos con los que dar sentido a la realidad.

Así, las ideologías pueden interpretarse como mitologías de la libertad cristiana, una vez que Dios no es el Centro ontológico y, por ende, político. Beben de la creencia cristiana en la de libertad del Reino de Dios, y, ante las dudas por la veracidad de ese Reino, la transforman en la idea de la libertad en la Tierra. Los mitos del progreso indefinido; de la dictadura del proletariado; de la igualdad efectiva entre hombres y mujeres; de la perfección del libre mercado; de la autonomía plena del individuo; el disfrute de una naturaleza pura; entre otros tantos, son expresión del ansia por la libertad que prometió Jesucristo. Ante todo, late en ellos un reconocimiento mudo que pasa desapercibido porque pretende deliberadamente olvidarse: la libertad no se disfruta en este mundo más que en las conciencias de los hombres; su plenitud, pues, se alcanza, en una vida ultraterrena, el Reino de Dios.

Los seguidores de Jesús como el Cristo y Rey del Universo deben convertirse renovando y transformando su forma de pensar (Hechos 2, 37), lo que supone afirmar que la libertad individual es requisito previo para alcanzar la libertad en sociedad; empero, ésta será siempre será imperfecta, ya que su plenitud no es de este mundo. Limitar la realidad a este mundo crea una ansiedad que cercena la posibilidad de una libertad vivida en comunidad, por más imperfecta que ésta sea, y, en última estancia, coarta la libertad individual, al privársele de la faceta sobrenatural, trascendente, que es connatural al ser humano.

Así, la libertad nace primero en la conciencia de cada hombre ― del occidental, al abrigo de la cultura cristiana― por sus vínculos indisolubles con lo trascendente, y solo se exterioriza en una libertad en sociedad cuando una determinada comprensión de esa libertad, nacida como creencia, logra permear sobre el conjunto, convirtiéndose, así, en principio de orden político.

Conclusión

El conjunto de esta exposición permite sostener que el liberalismo constituye la matriz estructural de las ideologías modernas, tales como el comunismo, el feminismo, el conservadurismo, el ecologismo. Todas ellas remiten, en último término, a la idea-creencia de la libertad tal como la concibió la tradición cristiana. Solo en una civilización que concibió a la persona como un ser investido de dignidad y ligado a lo trascendente a través del dogma de la Encarnación, podía arraigar y brotar una noción de libertad capaz de erigirse en principio ordenador de la vida política (social, económica). Hoy, sin embargo, dada la dinámica de la Modernidad que he pretendido esbozar sucintamente, esa idea perdura en el imaginario europeo únicamente de manera operativa, por inercia cultural. Pervive gracias al sedimento cultural del cristianismo, pero privada ya de su fundamento último, trascendente. Por ello, cuando el Centro deja de ser Jesucristo, la libertad permanente, pero sin fundamento y, por ende, sin finalidad: libertad, sí, pero, ¿para qué?

Sin metafísica, la libertad deja de designar aquello que es inherente a la naturaleza humana como abierta a lo trascendente; deja de ser libertad como respuesta a la vocación humana de trascendencia para degradarse a mera libertad para actuar que, además, precisa de una instancia que le señale un propósito. Al hacerlo, dicha instancia se revela también fundamento. En la Modernidad, esa instancia ya no es Dios, sino el Estado; y si Dios hablaba a través de los teólogos, el Estado lo hace a través de legisladores, que pervierten el Derecho como intermediario entre el Cielo y la Tierra.

Hoy el derecho no es más que un catálogo de contenidos y límites a esa libertad funcional, por lo que todo derecho que puede hoy ejercer un citoyen no deriva de la naturaleza humana, sino de la voluntad del legislador de turno, que concede derechos según una ideología. Así, la libertad que nació como don, pero también como una responsabilidad con la que orientar las obras necesarias para acceder al Reino que no es de este mundo, sufre la vejación continua del Estado y de la legislación como su arma principal.

La Modernidad puede leerse como el eco de la pregunta de Pilato ― Y, ¿qué es la verdad? ― en un mundo que dejó de buscar una respuesta trascendente. La pregunta por la libertad está unida a la de la Verdad, y siempre está presente en toda época y en todo ser humano que se cuestiona por el fundamento último de la realidad. Lo importante, como en Pilato, es decidir qué ocupa el Centro.

Notas

[1] Ratzinger, J. (Benedicto XVI). (2024). Liberar la libertad: Fe y política en el Tercer Milenio. Textos selectos, vol. 2, Fe y política (Prefacio del Papa Francisco). Biblioteca de Autores Cristianos.

[2] Negro Pavón, D. (1999). Metafísica del centro. Veintiuno: Revista de Pensamiento y Cultura, (Otoño), pp. 101–111.

[3] Al respecto, debe mencionarse que, en puridad, solo cabe hablar de fe únicamente desde el cristianismo. Surgido al calor de la figura histórica de Jesús, el cristianismo representa una fe personalista al apelar a cada hombre concreto a convertirse mediante la Verdad de que Jesús es el Cristo, por lo que la ritualización o exteriorización de esa conversión no agota el acto de creer. Esto posee profundas implicaciones; por lo pronto, asienta el suelo sobre el que es posible edificar una esfera pública y otra privada, toda vez que allana el terreno para erigir una nueva subjetividad.

[4] Cavanaugh, W. T., e-libro, C., Casas Andrés, R., Velasco, D., & Bernabé Ubieta, C. (2010). La modernidad cuestionada:  la corriente «Ortodoxia Radical» y su propuesta de una nueva «teología política». Universidad de Deusto.

[5] Se refiere a que, desde el punto de vista del derecho romano, un alborotador de conciencias como Jesús no suponía ninguna amenaza al poder de Roma; tal vez, para el legalismo judío, pero ésa no era la competencia de Pilato.

[6]  Esta intervención condensa la relación a la que aludía más arriba entre la Verdad trascendente y la Verdad política, y la interdependencia indisoluble entre ambas: el poder terrenal procede de Dios a través de la intervención del pueblo. Pilato impone el derecho, que es la expresión de la voluntad del pueblo por hacer de un gobernador representante de Dios en la Tierra, ordenando a los hombres según el orden divino.

[7] El nombre Barrabás significa hijo del Padre. Simboliza lo no trascendente, refiriéndose al hombre. En tanto que procesado por sublevación, representa el pecado del hombre, su naturaleza caída y falible; y se contrapone a Jesús, también como Hijo del Padre, que está libre de pecado, y va a ser ajusticiado sin culpa para expiar los pecados de los culpables.

[8] Conviene recordar que, en Roma, al César no solo se debía obediencia política, sino la pleitesía propia de una divinidad. La idea de Imperio proviene, a su vez, de la de rey del mundo como Centro regulador de la acción colectiva en tanto que intermediario entre la divinidad y la humanidad en su conjunto.

[9] Con las cursivas, pretendo reseñar que se está en presencia de un pragmatismo que está detrás de toda doctrina utilitaria, un utilitarismo que, a la verdad, nutre a las ideologías de todo pelaje. Asimismo, contrapongo Verdad a certeza (o verdad funcional, empleando la nomenclatura de Benedicto XVI).

[10] Benedicto XVI, op. cit., p. 46.

[1] Al respecto, debe mencionarse que, en puridad, solo cabe hablar de fe únicamente desde el cristianismo. Surgido al calor de la figura histórica de Jesús, el cristianismo representa una fe personalista al apelar a cada hombre concreto a convertirse mediante la Verdad de que Jesús es el Cristo, por lo que la ritualización o exteriorización de esa conversión no agota el acto de creer. Esto posee profundas implicaciones; por lo pronto, asienta el suelo sobre el que es posible edificar una esfera pública y otra privada, toda vez que allana el terreno para erigir una nueva subjetividad.

[2] Se refiere a que, desde el punto de vista del derecho romano, un alborotador como Jesús no suponía ninguna amenaza al poder de Roma; tal vez, para el legalismo judío, pero ésa no era la competencia de Pilato.

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