Hace un par de años hice una visita turística a Cuba. A mi retorno, escribí un artículo sobre mi experiencia allí, en que, tras reconocer los grandes atractivos turísticos de la isla, declaraba que para un economista era apasionante poder “contemplar la vida a su alrededor y ver en funcionamiento todo lo que le dice la teoría económica que ocurre cuando se llevan a cabo el control de precios en bienes y servicios.” El observador, eso sí, necesitará un estómago de acero para abstraerse de todo el sufrimiento humano que llevan aparejados y poder centrarse solo en el análisis económico.
Hace un par de meses, ha sido el turno de Bolivia. El país es precioso, con algunos atractivos de nivel mundial. Lo que no me esperaba es que, como en Cuba, tendría la oportunidad de experimentar de primera mano, esto es, sufrir, los efectos del control de precios una vez más. Como mis visitas son turísticas, tengo muchas veces capacidad de disociar, y las preparo sin plantearme el cariz ni el color del Gobierno, salvo que tenga el temor de que pueda afectar al viaje.
El caso es que en Bolivia llevan sufriendo las políticas socialistas desde hace un porrón de años, cuando encomendaron el gobierno del país al inefable Evo Morales. Así, el turista podrá disfrutar desde el mismo aeropuerto de anuncios surrealistas en que el Gobierno presume de sus controles de precios y de haber subido la recaudación fiscal. O sea, presume de empobrecer a su país.
El control de precios en Bolivia no es ni de lejos tan generalizado como en Cuba, y la prueba es que las tiendas tienen mercancías y en los restaurantes hay la mayor parte de las cosas que propone la carta. Sin embargo, sí tienen controles de precio para el cambio de divisas (el dólar tiene un tipo de cambio fijo a unos 7 pesos bolivianos) y, cómo no, la gasolina. No me entretendré mucho, solo diré que el precio del litro sale por unos 20 céntimos de euro, por lo que es bastante posible que el precio regulado esté por debajo del del mercado, y, por tanto, esté operando la teoría de control de precios.
Esta última frase es una afirmación, pues desde que nos pusimos en ruta por la ciudad de Santa Cruz pudimos contemplar las colas kilométricas que anunciaban la proximidad de gasolineras. Colas que eran muy buenas noticias en Cuba, pues revelaban la disponibilidad de combustible, y pésima en Bolivia, pues anticipaban esperas de horas o días[1] para acceder al preciado líquido.
Viendo lo que sucedía en Bolivia, y conociendo la teoría de control de precios y la experiencia empírica de Cuba, es evidente el derrotero que le espera al primer país si no cambian sus políticas. De momento, habrán de subir los precios de todos los transportes, sea de bienes o personas, puesto que gran parte del tiempo de trabajo se ha de dedicar a reponer el combustible consumido y a no a la prestación del servicio. Muchos de los empresarios en estos sectores lo abandonarán para dedicarse a cosas más rentables, y poco a poco será más difícil trasladarse y transportar cosas. Si además hay controles de precio en estos servicios, la situación se agravará más deprisa, y desembocará en unos pocos años en lo que ya padecimos en Cuba, al menos en lo referente a transporte.
Pero no es a eso a lo que quiero dedicar estas líneas. Al interesado sobre los efectos del control de precios le remito al ensayo clásico de von Mises, y al que quiera saber mi experiencia en Cuba, al artículo y charla que di en su momento. En lo que me gustaría detenerme es en la capacidad de adaptación del ser humano, que es lo que al final hace que estas políticas destructivas sean aceptadas sin apenas resistencia violenta[2].
Para quién llega de fuera a estos países, la situación es increíble: ¿cómo pueden los cubanos y los bolivianos vivir en esas condiciones, los segundos aún bastante mejor que los primeros? El cambio es brutal y nos sacude con fuerza en la cara. Pero para ellos no ha ocurrido lo mismo, ellos lo han ido viviendo gradualmente, día a día, adaptándose poco a poco. Es la conocida metáfora de la rana y el agua hirviendo.
Cabe imaginar que los conductores y transportistas bolivianos recibieron con gran alegría hace 20 años la noticia de que los precios de la gasolina iban a fijarse a un precio muy competitivo. Sin duda, la vida les sonreía. Al cabo de unos meses, o años, no lo sé, llegaron a la gasolinera un buen día y se encontraron con tres vehículos delante, una espera inusual a la que se acostumbraron en las semanas sucesivas. Y poco a poco la cola que encontraban fue creciendo, y creciendo, en algún momento se superaría la hora de espera, pero la diferencia entre 55 minutos y una hora no es apreciable.
Pasaron los años, y pudieron constatar que a veces la espera era por qué aún no había llegado la cisterna y los depósitos estaban vacíos, pero lo verían llegar al poco tiempo. Luego también el camión cisterna fue empezando a acumular retrasos, y entonces aprendieron a estar pendientes del momento en que llegaba para disminuir la espera. Todo paulatinamente, todo normal, hasta llegar a la situación que viven ahora, que les parecerá mal, pero a la que están acostumbrados y en torno a la cual han construido su vida. Es solo al visitante puntual al que le parece insoportable.
Por desgracia para ellos, la caída aún tiene recorrido, que se hará también de forma paulatina hasta alcanzar el estadio de Cuba, donde ya no sabes si vas a poder llegar a tu puesto de trabajo aunque seas el médico de guardia esa noche en el hospital. Un día se encontrarán con que hay que esperar media hora más al autobús, o que aún no ha llegado el papel higiénico al supermercado, y así sucesivamente, todo poco a poco.
La capacidad de adaptación del ser humano es su gran baza a nivel genético, pero al mismo tiempo ofrece un lado oscuro cuando constatamos que impide nuestra capacidad de resistencia ante la imposición de los Estados. Esto es así, porque no puedo evitar pensar en España, el país en que vivo, y en que aquí también se ejercen políticas socialistas y se demuestra la misma capacidad de adaptación que puede terminar llevándonos al estadio de Cuba.
No voy a decir nada de nuestra capacidad de adaptación a sufrir retrasos inacabables en las decisiones judiciales o a la negligencia policial ante los delitos que sufrimos (que levante la mano a quien haya recuperado algo que le hayan robado), o a las esperas en la Seguridad Social. Esa batalla la doy por pérdida.
Pero, ¿qué va a pasar con los crecientes problemas de la red ferroviaria? ¿O con el deterioro de las carreteras? ¿Y con los apagones? ¿Nos vamos a adaptar y acabar poco a poco sin trenes, ni carreteras, ni luz? ¿O nos vamos a revelar para impedir que progresemos al siguiente estadio del socialismo? Visiten Bolivia y Cuba, y decidan[3].
Notas
[1] En esos momentos, las esperas para gasolina desde que llegaba el camión cisterna podían ser 5-6 horas, según nos dijeron en el hotel. Para diesel, las esperas se medían en días. Las colas siguieron creciendo desde que estuvimos allí, y también, según parece, ha habido episodios de desabastecimiento en diversos lugares.
[2] Compárese en cambio con los acontecimientos vividos en Nepal esta misma semana ante el anuncio de una posible prohibición de las Redes Sociales.
[3] Por cierto, en Bolivia acaban de decidir en las elecciones de agosto mandar al partido socialista al pudridero de la historia, esperemos que con su gran muñidor, el ya citado Evo Morales. Pero eso no impide que el nuevo gobierno no haga políticas socialistas por mucho que se diga de derechas. En esto también España podría compartir la senda.