Thomas Jefferson pedía en su primer discurso inaugural «paz, comercio y amistad honesta con todas las naciones; alianzas comprometedoras con ninguna». John Quincy Adams, dos décadas más tarde, decía que «América no sale fuera buscando monstruos que destruir. Es la que desea libertad e independencia para todos. Es la campeona y luchadora sólo de las suyas». Son estas dos declaraciones profundas de la política exterior de los Estados Unidos, tal como quedó marcada por George Washington en su discurso de despedida presidencial, y como continuó hasta finales del XIX. Es lo que se ha llamado, despectivamente, «aislacionismo».
Es un nombre absurdo para un planteamiento que pide «paz, comercio y amistad honesta con todas las naciones». ¿En qué se parece eso a un «aislacionismo»? Pero esa alusión al aislamiento no se refiere a los lazos de sus ciudadanos y empresas con el resto del mundo… sino a la inacción del Estado en el exterior que, digámoslo todo, jamás fue completa. Quizás, se dice, esa forma de actuar fuera la adecuada en otro tiempo. Pero bien instalado el XX, ¿podría Estados Unidos, el país más rico de la tierra, limitarse a defender su forma de ser, guardar para sí las esencias sin intentar llevarlas al exterior? ¿Cómo contenerse ante el avance imparable del nacional socialismo en Europa? ¿Cómo no rebasar las propias fronteras ante el imperialismo comunista?
Por un lado, las intervenciones en el exterior, como la guerra contra España, no han estado todas motivadas por ideales, sino por intereses espurios, bien de ciertos sectores empresariales, bien del propio Ejecutivo, que con la guerra logra unir al país en torno a sí y engrandecer su poder sin apenas resistencia. Por otro, la única justificación de entrar en guerra con otro país es la propia defensa, no la extensión de la democracia, la libertad y demás palabras gastadas. Especialmente cuando en su nombre se degradan esa democracia y esa libertad en el propio país. Estados Unidos deja de ser una ciudad en una colina, ejemplo para millones de ciudadanos que desean para sí un sistema político parecido.
Hay algo paradójico en la idea de que otorgar un poder creciente al Estado más poderoso del mundo es la estrategia ideal para fomentar la libertad, y por tanto la limitación del poder, en el mundo. Y a medida que Estados Unidos ha ido descendiendo por ese camino, ha ido bajando la ladera de la colina, queda cada vez menos claro qué es eso de la «sociedad libre» que tenemos que defender.
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