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Algunas cuestiones disputadas sobre el anarcocapitalismo (I): quién forma parte del Estado y cómo se organiza este

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La anarquía ya existe en el ámbito político y es razonablemente estable, lo que permite subsistir a los gobiernos: no es una utopía ni nada fanático.

“Es el verdugo, no el Estado, quien materialmente ejecuta al criminal. Sólo el significado atribuido al acto transforma la actuación del verdugo en una acción estatal”.

Ludwig Von Mises, La acción humana, Unión Editorial, Madrid, 1995, p. 51.

Parafraseando el título de la que, a mi entender, es la mejor obra de Stuart Mill, quisiera discutir en este y otros artículos algunas cuestiones que merecen mayor aclaración sobre el funcionamiento del Estado y la doctrina del anarquismo de libre mercado.

Lo primero que cabría discutir es qué personas componen el ente que llamamos Estado. Uno de los rasgos principales de la Escuela austriaca, aunque no sólo de ella, pues autores como Max Weber, James Buchanan o John Rawls también suscriben la tesis, es el llamado individualismo metodológico, esto es, que solo los individuos actúan consciente y propositivamente. Solo los hechos referidos a los individuos pueden explicar los fenómenos sociales y económicos. Es un rasgo definitorio de la Escuela austríaca y común a todos sus autores, ya sean liberales clásicos, conservadores, minarquistas o anarquistas. Asumir lo contrario implicaría entender que los colectivos (clases, naciones, empresas, iglesias….) tienen voluntad independiente de los individuos que se identifican con ellas. También querría decir que estos colectivos pueden tener intereses propios distintos de los individuos que los componen. Si esto fuera así, los colectivos tendrían también necesidades materiales o espirituales distintas de las de sus miembros, lo cual me resulta difícil de creer. Cuando Fidel Castro visitó Galicia llegó en representación de la República de Cuba, pero quien comió buen marisco, bebió buen vino y durmió en buen hotel fue el cuerpo físico de Fidel, no el cuerpo del Estado cubano.

La idea de que el colectivo tiene intereses distintos a los de los individuos se denomina colectivismo y, normalmente, supone que el interés del colectivo está por encima del interés individual. La cuestión, tal como la plantea Von Bertalanffy, Rappoport y otros teóricos de la llamada Teoría general de sistemas, es que en determinados casos el todo es más que la suma de las partes, y se usa el cuerpo humano y sus células como metáfora. No considero que sea una buena analogía. Primero, las células no saben que lo son y no pueden cambiar su condición, no son agentes conscientes, esto es, las células que componen una neurona no pueden decidir un buen día que están aburridas de estar en el cerebro y buscar aventuras transformándose en espermatozoides. El ser humano sí sabe que lo es y sí puede cambiar de condición o intentarlo. En segundo lugar, es una analogía potencialmente peligrosa porque el cuerpo humano sí puede sacrificar algunas células por interés del colectivo, pero el cuerpo político no, sin incurrir en grave injusticia (aunque eso sí ha sucedido de hecho y se ha justificado en regímenes colectivistas). Y es que esta analogía, como las analogías de las colmenas y hormigueros, fue siempre muy usada en todo tipo de regímenes totalitarios (el primer capítulo de Utopía y revolución, de Melvin Lasky, ofrece muchos ejemplos). En tercer lugar, el todo es más que las partes. Es decir, el todo es más guapo, más alto, más inteligente que las partes… Pero es algo que nunca se define ni se explicita. Supongo que se refiere a que los seres humanos coordinados pueden hacer cosas que no pueden hacer por separado. Esto obviamente es correcto, por ejemplo, para hacer aeropuertos, pirámides, etc. Lo que todavía no se ha podido demostrar es por qué esa coordinación tiene que hacerse por la fuerza y el castigo y por qué esa coordinación estatal para hacer cosas es mejor que la coordinación del mercado o la coordinación voluntaria a través de las ideas. Ni tampoco las razones que implican que la coordinación a escala de Estado (los Estados tienen una lógica política, no económica, y los hay de muchos tamaños y formas) sea la mejor de las posibles. Otro problema es quién define el interés del colectivo, y aquí me temo que no todos los integrantes del mismo disfrutan de un peso equivalente. Normalmente, la expresión de la voluntad del colectivo se corresponde con la de los individuos dominantes en él. La voluntad de Cuba, por ejemplo, acaba siendo la voluntad de Raúl Castro; y la de España, la de Rajoy, suponiendo que estos dos políticos sean los actores clave. Lo que puede llevar a confusión es que a veces la voluntad expresada no sea la de quienes nominalmente detentan posiciones de poder, sino de actores ocultos entre bambalinas, como sucedía en China con Deng Xiaoping: mandaba él aunque nominalmente no era nada, pero, en cualquier caso, se trataba de la decisión de personas, no de las fuerzas de la historia o del interés de China. El interés de China era lo que él decía que era. Otro ejemplo: la guerra de Irak fue vendida en el interés de España y su retirada también. ¿Cambió de opinión España o fueron sus dirigentes quienes cambiaron? Desde luego no escuché la voz de ese ser tan superior que es España quejándose.

El razonamiento anterior no sólo se aplica a los Estados, sino también a corporaciones, clases, a la humanidad (como hacen los cosmopolitas) o, incluso, a la naturaleza, que también parece estar dotada de estos atributos según algunos pensadores ecologistas. Cuando estudiaba el marxismo en la facultad me decían que el interés de la clase obrera radicaba en la propiedad social de los medios de producción. Y yo pensaba que cuándo se había consultado a los obreros si ese era su interés o lo era el cooperativismo o, incluso, el capitalismo. Y descubrí que nunca se les había consultado, sino que había sido una decisión de Karl Marx. Hablar en nombre de un colectivo o un ser que no tiene existencia ontológica (y, por tanto, no puede desmentirnos) es un viejo truco ya usado en tiempos de los asirios y los faraones y que observo que aún disfruta de muchos seguidores incondicionales.

Este preámbulo viene a cuento de que lo que llamamos Estados no son más que grupos de personas organizadas que obtienen rentas, poder y estatus a costa de extraérselas al resto de la sociedad. No es el sitio aquí de referirse al origen del poder político, que nace básicamente de la conquista por parte de algún grupo violento de una población ya asentada. Es la famosa teoría de la superestratificación. Este colectivo violento decide explotar económicamente al grupo dominado y elabora algún tipo de justificación teórica para legitimar su dominio. Este proceso está mejor explicado en libros como El despotismo oriental de Karl Wittfogel, en Freedom and Domination; A Historical Critique of Civilization de Alexander Rustow o en El estado de Frank Oppenheimer, entre otras muchas decenas de obras, por lo que no me voy a detener en ello. La pregunta que cabe plantear es cómo se coordinan las originarias partidas de salteadores de bandidos o sus descendientes (muchos de los monarcas actuales provienen de esos primitivos salteadores, como la Reina de Inglaterra, que desciende de Guillermo el Conquistador) para conseguir ese dominio sobre las poblaciones subyugadas. Un hecho no fácil de detectar es que estos grupos de salteadores o conquistadores funcionan entre sí de forma anárquica, al igual que lo hacen con otras bandas semejantes a las suyas. En efecto, la anarquía se da dentro de lo que Gaetano Mosca llamaba clase política y entre ellas. Hay anarquía dentro del Estado y anarquía entre los Estados, y ambas son razonablemente estables, al estilo del equilibrio de Nash. Es más, muy probablemente si no fuesen anárquicas no podrían funcionar, por falta de información, y el sistema de Estados colapsaría. De la misma forma que los Estados socialistas podían existir porque disponían de sistemas de precios no socialistas en el interior y en el exterior, los sistemas de Estados pueden existir porque internamente no lo son.

Me explicaré. En el ámbito internacional no me detendré mucho, porque ya autores como Hedley Bull (La sociedad anárquica) explicaron muy bien cómo en un sistema anárquico los actores estatales son capaces de coordinarse y llegar a acuerdos, tratados, sistemas de cooperación e, incluso, crear un cuerpo de derecho internacional. Que existan o no jerarquías entre los Estados o, incluso, hegemones no elimina el principio, pues nadie dijo que en una sociedad anárquica todo el mundo fuese a tener la misma fuerza. Los más débiles establecen alianzas y coaliciones para protegerse, bien aliándose entre sí, bien con un Estado fuerte. En eso consistió el equilibrio de Westfalia durante varios siglos. ¿Qué pasa si alguien incumple su parte? Habitualmente nada. En realidad, son varios los Estados que las incumplen y su penalización principal es la de ser apartados o excluidos del resto, igual que en una sociedad de mercado. ¿Puede en este sistema el más fuerte o belicoso agredir al más débil o pacífico? Sí, no hay nada que lo impida. Pero a día de hoy el sistema anárquico internacional parece ser bastante estable (no sé si llegará a equilibrio de Nash, pero se le parece). De hecho, la inmensa mayoría de guerras en nuestro tiempo son conflictos dentro de los Estados por conseguir el poder en su interior. Y esto nos lleva a la cuestión menos conocida y estudiada, la que se refiere a la anarquía dentro de la clase políticamente dominante en un país. Tomemos, por ejemplo, a una banda de atracadores o una terrorista. Son grupos de personas que se juntan para realizar una acción, generalmente violenta, con el fin de obtener algún provecho, sea económico, ideológico o de conquista del poder. ¿Alguien puede garantizar que al jefe de la banda de atracadores no lo van a matar sus compinches una vez obtenido el botín? Nadie, el cine de Tarantino o de Kubrik nos muestra buenos ejemplos. Lo mismo acontece con el terrorista, que puede ser liquidado por sus compinches. Y lo mismo acontece dentro de los gobiernos. ¿Pudo alguien garantizar a los emperadores chinos, romanos o a los reyes godos que gente de su propia camarilla no los fuese a asesinar? No, nadie pudo y, de hecho, pasó en innumerables ocasiones. ¿A día de hoy puede alguien garantizar a un presidente electo con todas las garantías como Dilma Rousseff no ser traicionado y depuesto por su camarilla de confianza o al líder de un partido político no ser devorado por sus barones al poco tempo de ser refrendado en primarias? Nadie puede.

La clase política opera en anarquía desde el principio de los tiempos, eso sí, coordinada de forma muy sutil por precios o por normas tácitas. Los gobernantes, que aquí identificamos con el Estado, requieren de un aparato para implementar sus decisiones compuesto de otras personas (policías, ejércitos, profesores, burócratas, agentes fiscales) y de bienes materiales (palacios, prisiones, cuarteles, escuelas…). Estas personas y bienes son adquiridos de forma no coercitiva, bien sea a través de salarios, precios, ideologías o de pequeños privilegios. Incluso aquí no se hace uso de medios políticos o estatales para adquirirlos (bien es cierto que se pueden reclutar soldados por conscripción o requisar bienes, pero en cualquier caso precisan de un aparato anterior para poder llevarlo a cabo). Este aparato no constituye el Estado propiamente dicho, sino que es una herramienta del mismo. Tiene cierto carácter de permanencia y, en general, obedece o sirve a aquellos que detentan el poder político en cada momento (incluso en casos de guerra u ocupación estos aparatos continúan funcionando, por lo menos durante un tiempo, al servicio de la nueva clase gobernante).

¿Cómo opera la anarquía dentro de la clase gobernante? En primer lugar, no es fácil distinguir a la clase gobernante de su aparato, pues muchas veces la imbricación es muy profunda y los miembros de dicha clase se reclutan dentro del propio aparato. Pero podríamos afirmar que dicha clase opera con cierta conciencia de serlo, esto es, muestra cierto interés en seguir formando parte de ella. Cuando se ve amenazada por alguna actuación política (revolución, secesión, etc.) tiende a actuar de forma cohesionada. Opera también con reglas tácitas, con fórmulas políticas propias que varían según el momento histórico. Creencia en la divinidad del gobernante, principios de herencia de sangre, reglas de sucesión, principios como el de elección… son establecidos y más o menos aceptados como normas por los miembros de la clase. Sólo que a veces, como ocurría en China o el Antiguo Egipto, alguien no se creía el cuento de la divinidad del faraón o emperador y lo derrocaba, y esa persona y su camarilla usurpaban el puesto. Lo mismo ocurre en las democracias. Normalmente gobierna el que tiene más votos, salvo que alguien no se crea el principio democrático y derroque al electo. Ya pasó muchas veces. Las normas elevan el coste de la usurpación, no la eliminan. También operan trucos prácticos (al estilo de los narrados en el Manual del dictador de Bruce Bueno de Mesquita) para mantener el orden: colocar parientes en el poder de manera que caigan contigo, colocar gente incompetente en los puestos, repartir beneficios con la camarilla, o usar estratégicamente la corrupción (permitir que los de tu alrededor se corrompan para hacerlos cómplices y poder también deshacerse de ellos fácilmente). Asimismo, se introducen ideologías como la del servicio público o principios éticos como los códigos de honor (es famoso bushido japonés). El llamado arte de gobernar consiste en eso, en ser capaces de suscitar alianzas y mantenerse en puestos de poder en una situación de anarquía política. También el arte del golpe de estado tiene su técnica, como bien explican Naudé, Malaparte o Luttwak, y requiere de tanta como la que se necesita para mantenerse en el poder, y si cabe más aún pues tiene que burlar todas las convenciones establecidas e instaurar unas nuevas. El análisis de la tecnología para mantenerse en el poder ha sido durante mucho tiempo el centro de estudio de las ciencias políticas. Y, aunque no expresado en la forma en que aquí lo hago, es algo bien conocido por los teóricos (y no hemos realizado más que un resumen muy simple).

Con todo esto lo que pretendo decir es que la anarquía ya existe en el ámbito político. Que esa anarquía es razonablemente estable, es lo que permite subsistir a los gobiernos y, por tanto, no es una utopía o una cosa rara y fanática. Que esta anarquía ha evolucionado con el tiempo, en paralelo a la sociedad, y se ha hecho muy sofisticada en sus métodos de dominio. Por tanto, quienes nos gobiernan y extraen rentas (por la fuerza y con sofisticados argumentos teóricos) son personas como nosotros, autogobernadas en anarquía. Así, ¿qué tiene de radical o fanático preguntar cuáles son los títulos o derechos de esas personas para gobernarnos, para librarnos supuestamente de esa anarquía en la que ellos mismos ya viven y florecen?

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