¿Y qué hay entonces de la Constitución y de la famosa división de poderes?
Otro de los aspectos que se abordan en el libro que estamos glosando escrito por el padre Di Martino es el del gobierno de las leyes, en vez de un gobierno de hombres, como supuesta garantía de un gobierno limitado y equilibrado. En el marco de la economía política se dio no hace mucho tiempo un muy interesante debate entre reglas y discrecionalidad en el ámbito de la política económica. En vez de dejar al arbitrio de los gobernantes la fijación de parámetros como la tasa de interés, la determinación de la cantidad de dinero en circulación (en el caso de que pudiese determinarse con precisión) o el porcentaje de deuda pública en relación con el PIB, se estimaba que deberían establecerse “técnicamente” una suerte de reglas fijas que impidiesen a los gobernantes superar determinados umbrales en relación con esas variables. Una vez alcanzados estos, el gobernante perdería toda discreción y debería subordinarse a estas reglas. La Escuela de Chicago proponía, por ejemplo, una regla fija de crecimiento monetario para disciplinar al Gobierno norteamericano. Inspirado en esas ideas, la Unión Europea propuso unos criterios de convergencia y luego una suerte de indicadores que no se podrían sobrepasar, como un porcentaje de deuda en relación al PIB o una determinada tasa de inflación. Esos criterios fueron obviados de forma sibilina para poder integrar a Grecia en el espacio euro y luego en infinidad de ocasiones (no siempre en periodo de crisis). En la misma línea, el Gobierno español, en colaboración con el principal partido de la oposición, modificó de forma express la Constitución Española para introducir en su artículo 135 unos criterios muy duros de déficit para supuestamente poder controlar la discreción financiera de los gobernantes y que estos abusasen del endeudamiento para financiarse. Esta reforma se hizo en su momento con la finalidad de “calmar a los mercados”, pues el Gobierno español, temeroso de incumplir la Magna Carta, quedaría atado de pies y manos y no osaría jamás incumplirlo. Mucho me temo que, una vez pasada la presión de la crisis, tal artículo, salvo por casualidad, no será nunca cumplido, ni veo intención de hacerlo. Se buscará alguna excusa y se hará caso omiso. Antes se hablaba entre los hacendistas del sagrado temor al déficit, ahora ya ni se hace amago de querer cumplir ni siquiera en los presupuestos oficiales. Esto no solo ocurre en nuestro país, pues es algo que se da en prácticamente todos los lugares del mundo, de una forma más o menos transparente, pero es norma casi general el poco temor a cumplir no ya las leyes comunes sino la ley suprema que “nos dimos a nosotros mismos” para ordenar y servir de nuestra inspiración al marco jurídico.
También podemos leer que una parte del Estado, los gobernantes democráticos, quieren cambiar el Código penal para liberar a uno de los suyos en apuros penales. Aun sin estar de acuerdo con la sentencia que los condenó, el método propuesto para liberarlos no parce muy edificante, pero muestra de forma empírica algo que el padre Di Martino señala muy bien, que las leyes son hechas por las personas que componen los Estados y ejecutadas y sancionadas por otras personas también pertenecientes a esta organización. Y estas personas, primero, no van a elaborar leyes que les perjudiquen; segundo, si les perjudican, las cambian o las incumplen y, tercero, en el caso de que se les apliquen es porque ya antes han perdido en la contienda política y caído en desgracia y han sido por tanto “expulsados” de la organización. Solo así se explica la diferente vara de medir con unos y otros casos. Quienes mantienen su fuerza política son la mayoría de las veces exonerados y los que no, son castigados, a veces con dureza si no han entendido bien su nueva situación y se resisten.
Lo que se apunta en el libro que aquí comentamos es que no hay quien pueda hacer cumplir las leyes al poder soberano si este sigue siéndolo, pues carece de la fuerza, que solo el soberano tiene por definición, para hacerlo, y las leyes solo son un límite relativo. De hecho, todo quebrantamiento de alguna de ellas si es en nombre de algún bien abstracto (razón de Estado) hasta puede llegar a ser defendido como un bien o en cualquier caso un mal menor. No hay por tanto gobierno de leyes sino siempre gobierno de hombres, y este enmascaramiento es uno de los grandes triunfos del moderno y abstracto Estado. Un lector atento de un clásico hoy olvidado, La teoría pura de la política, de Bertrand de Jouvenel, o de El poder: los genios invisibles de la ciudad, de Guglielmo Ferrero, se dará cuenta enseguida de todo esto. Creo que los viejos teóricos de la política eran menos sensibles a la propaganda que los modernos y matematizados politólogos de hoy.
¿Y qué hay entonces de la Constitución y de la famosa división de poderes?
Cuando hay una toma de posesión de ministros o altos cargos todos podemos observar que ponen su mano encima de un libro y juran o prometen cumplir con sus deberes y hacer cumplir con lo que está escrito en ese libro. Ese libro, a pesar de lo que pueda parecer, no es ninguno de los textos sacros que han conformado nuestra civilización, sino un relativamente breve tratado escrito hace poco más de cuarenta años por un pequeño grupo de profesores y juristas, algunos aún vivos, en el que se desarrollan los principios fundamentales de nuestro ordenamiento político. Es un libro contradictorio en muchos de sus artículos, de tal forma que sería imposible cumplirlos todos a la vez, y que se usa estratégicamente para acusar a los rivales políticos de su incumplimiento. No parecen tomárselo muy en serio más allá de los gestos rituales de respeto que le prestan en algunos días señalados. Ya ha sido incumplido en varias ocasiones tanto en la letra como en el fondo: la primera, al poco de sancionarse, con la cuestión del estatuto autonómico de Andalucía, que precisamente festeja dicho evento en estos días. Principios como la igualdad de los ciudadanos ante la ley, el derecho a la propiedad o la libertad educativa son incumplidos de forma sistemática sin que parezca pasar nada, de ahí que quepa abrir la cuestión de si un documento de este tipo, que puede incumplirse o modificarse (salvo algunos artículos) a voluntad puede servir de garantía contra los abusos del poder y si a él le debemos, como dicen los teóricos del patriotismo constitucional, nuestras libertades. Yo cuando menos lo veo dudoso, y creo más que es la existencia de fuerzas externas al Estado o a las disputas dentro de él al que le debemos las menguantes libertades de las que aún podemos disfrutar.
Esta Constitución sanciona un principio muy importante sobre el que incide el padre Di Martino, que es el de la división de poderes. Este es un principio del que gustan mucho ilustrados como Montesquieu y consiste en que en un orden político las tres ramas del poder, ejecutivo, legislativo y judicial, deben estar separadas para poder controlarse las unas a las otras. Los antiguos teóricos desde Aristóteles y Polibio también apreciaban la división de poderes y de las constituciones mixtas, pero se referían a que estas debían incorporan elementos monárquicos, aristocráticos y populares, pero no a que los poderes estuviesen divididos, lo que a mi entender es otra de las ficciones jurídicas sobre las que descansan los Estados modernos, como bien demostraba Anthony de Jasay en su magnífico, pero poco apreciado libro El Estado.
En algún artículo anterior nos referimos al carácter anárquico del Estado y cómo sus integrantes se agrupaban en varias categorías permeables entre sí (políticos, altos cargos de la Administración, incluyendo la judicatura, grupos económicos asociados al Estado y aparato de hegemonía cultural). Entre ellos disputan y al final sale una decisión. Dependiendo de la fuerza relativa de cada uno y de las circunstancias particulares de cada sociedad a veces se imponen unos y a veces otros, de ahí la idea de que hay división de poderes. Lo que existe en una decisión final en cada caso del Estado en su conjunto y que es impuesta al conjunto de la sociedad. Por ejemplo, cuando Trump alcanzó la presidencia se encontró con que algunos jueces federales frenaban sus políticas sobre inmigración. Lo que ocurrió es que Trump recién llegado era aún débil políticamente y no pudo imponerse a los jueces, que obligaron al resto de la sociedad a aceptar su interpretación de la medida. En ese momento, esa parte del Estado se impuso a la otra. Una vez consolidado y cambiado la mayoría en el Tribunal Supremo ya no se pueden oponer tanto. Lo mismo acontece cuando el Gobierno es débil parlamentariamente y le controlan sus decisiones o lo pueden derribar. En este caso es una parte de la clase política, el parlamento, el soberano y quien se opone al Ejecutivo: el control que realiza el parlamento español sobre Pedro Sánchez no es el mismo que el que se le hacía a Felipe González, por ejemplo. La judicatura, por ejemplo, aun pudiendo controlar eficazmente las decisiones, es muy improbable que lo haga frente a un Ejecutivo o un parlamento fuertes. Maurice Joly, un escritor casi maldito, escribió en el siglo XIX un libro llamado Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, prohibido durante muchos años, en el que explica que la mejor estrategia para controlar a la judicatura es la de hacer funcionarios a los jueces. Así pueden ascenderlos, removerlos, cambiarles la planta judicial si es necesario o crear juzgados de excepción (como la Audiencia Nacional) para quitarles los casos que puedan molestar. Puede cambiarse el tamaño de los tribunales para alterar la mayoría (como hizo Roosevelt en su momento) o jubilarlos anticipadamente (como Polonia) si fuesen una molestia. También cambiar la propia ley de tal forma que la judicatura quedase sin base para discrepar. Y todo esto legalmente. La judicatura solo es una molestia cuando es externa al Estado (jueces religiosos o nobles como era antes). En el caso de la clase política convencional puede existir cierta discrepancia entre parlamentarios y Ejecutivo (en muchos casos pertenecen a las dos cosas a la vez), pero siempre acaba por imponerse uno, el líder del partido o facción dominante. Al ser estos algo cambiantes puede parecer también como que existe alguna división entre ellos, pero lo que existe es algún tipo de pugna entre ellos que acaba casi siempre resolviéndose a favor de alguno de ellos de forma temporal, hasta que se altere la composición de fuerzas. No existe división de poderes cara el ciudadano, que es lo que teóricamente se propugna con esta doctrina, pues la pugna entre los grupos se resuelve siempre con una decisión vinculante hacia la ciudadanía y sin que pueda ser contestada por esta. Solo en el caso de que esta dispusiese de algún contrapoder externo al Estado (iglesias no estatales, organizaciones sociales independientes, medios de comunicación libres o apoyo de otros países) podríamos hablar en puridad de división de poderes.
La última parte del libro del padre Di Martino se refiere a los derechos y a las declaraciones de derechos. A ellos destinaremos la última parte de esta glosa en un artículo próximo.
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