El relato histórico estatal cambia de acuerdo con las necesidades del gobernante de turno.
Uno de los triunfos del moderno Estado-nación es el de haber conseguido una identificación casi total con la sociedad. Buena prueba de ello es el uso que se hace en las ciencias sociales del Estado como elemento equiparable al conjunto de personas que domina. Tanto a nivel geográfico como social, los modernos Estados han conseguido suplantar a cualquier otra una unidad de medida, y en el caso de que se use, siempre está referenciada a alguna unidad estatal o subsestatal. Pensemos, por ejemplo, en la ciencia económica. Frases como “España creció o decreció en el último trimestre” o “la competitividad de España se incrementó dos puntos en el último barómetro” son buen reflejo de lo dicho, pues atribuye características orgánicas a una suerte de ente abstracto. Habrá españoles, es cierto, que sean más ricos y otros menos en el último año, y la suma ponderada de unos sobre otros puede ser positiva o negativa, pero nada autoriza a hablar de que España, Francia o Alemania lo sean. En el caso de la competitividad, lo que crecerá será una mayor capacidad de penetrar en los mercados de algunas empresas registradas en el territorio de un Estado que, aun restada la menor capacidad de otras en el mismo territorio, ofrezca un cálculo positivo a aquellas. En el ámbito de la sociología nos encontramos con un fenómeno semejante. De hecho, buena parte de este fenómeno se origina en lo clásicos de la sociología, en especial Durkheim, con su visión orgánica del Estado, y continúa a día de hoy. Pero también fue un cultivador de esta disciplina, el sociólogo portugués Herminio Martins, el primero en describir el fenómeno. Es hasta cierto punto lógico, pues el propio objeto de estudio, la sociedad, requiere de algún marco de actuación, y el Estado es el ente más a mano para esta función. Frases de uso habitual en la disciplina, como “España es más desigual que hace cinco años” o “se incrementa la brecha salarial de las mujeres” son típicas en el discurso académico y mediático pero siempre referidas a un marco estatal concreto, en el primer caso explícitamente y en el segundo de forma implícita. Podría decirse también perfectamente que los obreros van perdiendo porcentualmente su lucha con el capital o bien que las mujeres empleadas en la industria del calzado han conseguido mejorar su retribución en relación a las maestras, pero referidas ambas a un espacio mundial que cuente a todos los obreros y capitalistas del mundo o a todas las obreras del calzado y las maestras en el mismo espacio. Estos últimos casos son, si nos fijamos, mucho menos frecuentes, por no decir inexistentes en relación a los primeros.
Observemos también la teoría económica que se enseña habitualmente en las facultades. Normalmente, cuando hablan de economía política se están refiriendo a las teorías que explican cómo debe ser gestionado un Estado, siempre desde el punto del vista de sus gobernantes, nunca de sus ciudadanos y sus técnicas son las adecuadas a la consecución de los fines de aquellos. El nombre de economía política hace justicia a su contenido, pues no se enseña verdadera economí, sino la adecuación de los principios económicos dentro y para un Estado. Observamos curvas que se cortan y miden agregados de renta, producción, desempleo, etc., y las manipulamos para hacer ajustes finos con ellas. Pero la unidad de medida es invariante, sólo se computan los datos relativos a los Estados y se elude cualquier otra unidad posible de mensuración. La medición de precios e, incluso, la fijación de los mismos sigue siempre una escala estatal, desde el salario mínimo al precio del butano, sin tener en cuenta la inmensa cantidad de variaciones que estos pueden adoptar. De hecho, este es uno de los principales problemas que tienen las estimaciones económicas, como bien apuntaba Oskar Morgernsten hace ya años en su genial libro sobre las mediciones en el ámbito de las ciencias económicas, el de que entre los numerosos precios que puede adoptar un determinado bien se escoge uno, pero sin prueba alguna de que sea el que mejor refleje la realidad. Pero sea cual sea la variable analizada la referencia será un agregado estatal. Esto es especialmente evidente cuando pasamos a utilizar estadísticas o números índice. Pensemos, por ejemplo, en la tasa de inflación que mensual o anualmente nos presenta el Instituto Nacional de Estadística. Esta reduce los movimientos relativos de precios a un número aplicable a todo el Estado o a alguna de sus divisiones administrativas, pero sin relación alguna con la economía real de sus ciudadanos o empresas. A casi nadie le subieron o bajaron los precios de sus suministros de acuerdo con la cifra exacta ofrecida por el INE. Cada persona en concreto tiene sus propios precios y estos subirán o bajarán de acuerdo con sus propias circunstancias, pero sin relación con el IPC estatal, y no son de casi ninguna utilidad para el particular que quiera decidir una inversión o una compra. A las empresas que operan con petróleo, por ejemplo, ¿de qué les vale saber que el IPC es 1 o 2 % si los precios de esta materia prima se han derrumbado en tasas de dos dígitos en los últimos meses? A quien sí le es útil es al gobernante, bien para ajustar sus salarios y pensiones al indicador, bien para determinar cuál debe ser su política monetaria en general y, por tanto, pretender controlar o gestionar la “economía” del país en cuestión. Más bien el nacionalismo metodológico se configura en una eficaz arma de control, con utilidad para el Gobierno, pero no para la inmensa mayoría de sus ciudadanos. No digamos cuando la estadística aplicada a nivel nacional pretende determinar diferencias entre colectivos definidos previamente por el Gobierno. Así mide estadísticamente diferencias entre territorios o entre colectivos humanos estableciendo una supuesta media nacional que pueda servir de contraste y justificación para la intervención. El establecer este marco es, en efecto, una excelente excusa para la intervención. Supuestamente hay que redistribuir renta y recursos hacia los territorios o colectivos que se encuentren por debajo de la media en cualquier variable y darle más a aquellos que puntúan menos en la misma, pues al resultar en datos dispares se supone que existe algún tipo de “injusticia” o agravio histórico que la explique. Por supuesto, el marco de referencia es el Estado-nación y da igual que nuestro colectivo o territorio “injustamente” tratado tenga mejores indicadores que el mismo colectivo situado en otros Estados, incluso que funcione mucho mejor que en otros Estados. Si hay una desigualdad en el marco de nuestro Estado es que hay algún tipo de fallo, que por supuesto debe ser corregido mediante políticas, regulaciones o intervenciones estatales. La estadística nacional es pues una poderosa herramienta para incrementar el poder estatal y, por supuesto, justificar su existencia. Rothbard afirmó en alguna ocasión que la estadística es el talón de Aquiles del Gobierno, pues sin ella a duras penas puede funcionar o justificar su actuación. En una ocasión me contaron (no lo pude contrastar y no sé si es un apócrifo) que un gobernador de Hong Kong decidió prohibir las estadísticas en su territorio, básicamente para evitar conflictos, pues son una perenne fuente de agravios entre grupos de todo tipo y, por consiguiente, de un intervencionismo sin fin. Cada zona de Hong Kong crecía a su ritmo o cada grupo era remunerado según las leyes del mercado y su Gobierno no intervenía para nada al carecer de datos. No sé si los resultados de su mandato se deben a este factor pero en cualquier caso fueron muy buenos durante esos años, por lo menos en el ámbito económico, y la confrontación social muy reducida.
Este nacionalismo metodológico afecta de una forma u otra a y en mayor o menor grado a casi todas las ciencias sociales y humanísticas. Las ciencias físicas y naturales no se ven afectadas por el fenómeno, aunque algún intento hubo en otros tiempos de crear disciplinas científicas “nacionales”. Los estudios de literatura por ejemplo acostumbran a ser estatales, con independencia de que varios Estados compartan una misma lengua. Priman los escritos de autores pertenecientes al Estado en cuestión y a poder ser en la lengua o lenguas oficiales del mismo, en el caso de que existan varias. La lógica es subordinar la literatura a la estatalidad y no al revés. Pueden en algunos casos ofertarse cursos de literatura universal, como sería lo lógico si se quiere despertar vocación por la lectura, pero acostumbran a ser optativos. Recordemos que la lengua, al igual que la moneda, son elementos simbólicos de primer orden y han jugado un papel fundamental en la construcción de los Estados modernos, de ahí que interese la construcción de espacios estatales en ambos casos, fragmentando los ámbitos universales en los que deberían ambos estar enmarcados.
Pero donde se ve más claramente este fenómeno es en el ámbito de las ciencias históricas, que curiosamente ha seguido un camino inverso a la mayoría de las disciplinas sociales y ha pasado de ser un ámbito dominado por el estatocentrismo a una mayor pluralidad de enfoques y temáticas no tan vinculadas al ámbito estatal. Cuando me refiero a la historia, me refiero a la enseñada de forma oficial en los centros académicos reglados y no a la fértil producción historiográfica que se desarrolla en la actualidad en los más diversos ámbitos. Me refiero a que buena parte de la ciencia histórica convencional relata el pasado de los Estados o de las ideas o mentalidades usando como referencia el ámbito de un Estado actual. Es más, partiendo de este marco hace historia hacia atrás, esto es, desde el actual territorio del Estado español se historia todo lo que en el pasado estaba englobado en el actual marco territorial, aun perteneciendo entonces a otras realidades políticas o a otros marcos de referencia, como es el caso de la España islámica, que probablemente estuviese en un marco cultural y político distinto al de hoy. El hecho es que la unidad de análisis sigue siendo metodológicamente nacionalista, pues hablamos de historia política o económica de España o de la sociedad de la España medieval. Se trata de dar un marco unitario de integración para que el Estado actual pueda reclamar como propios eventos políticos, económicos del pasado y elaborar, por tanto, un discurso legitimador. Esto, como es lógico, es una práctica habitual en todos los Estados de nuestro entorno cultural y es una parte fundamental del proceso de construcción de Estados. Por supuesto, el relato histórico estatal cambia de acuerdo con las necesidades del gobernante de turno y en cada momento se primarán unos hechos sobre otros, como bien muestra la profesora Carolyn Boyd en su excelente libro Historia Patria. Pero en honor a la ciencia histórica es justo reseñar que cada vez se abre más a nuevas interpretaciones (eso sí, con ciertas reticencias) y desde hace tiempo se usan marcos no estatales para historiar, por ejemplo, la vida cotidiana, la historia de la alimentación o la de las ideas o fenómenos religiosos.
Quedaría, por supuesto, analizar la que probablemente es la más estatista de las disciplinas, la geografía, o mejor dicho la forma en que esta se enseña en los curricula oficiales, pero creo que esto merecería un análisis más detallado en otro artículo.
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