La epistocracia tiene poco de libertario y mucho de envoltorio del poder político actualmente existente.
En un artículo anterior nos referíamos brevemente a la cuestión de la epistocracia, esto es, al gobierno de los que poseen más conocimientos o son más sabios. Un libro, editado por el Instituto Juan de Mariana, de Jason Brennan titulado Contra la democracia ha abierto cierto debate en medios libertarios (el autor se reconoce en esta tradición) sobre la calidad de la democracia actualmente existente. Buena parte de su debate se centra en la distinta calidad de los propios votantes (cuando actúan como tales), esto es, en su desigual capacidad de discernimiento sobre los complejos temas que dominan la vida política actual. Según sus postulados, y ofreciendo numerosos ejemplos al respecto, Brennan llega a la conclusión de que un número muy significativo de los ciudadanos con derecho a voto no están capacitados para entender ni siquiera los debates más simples sobre política pública. El resultado sería que muchos votantes apoyan en las urnas a partidos o candidatos que defienden políticas que objetivamente les perjudican a ellos y a su país. La conclusión es entonces obvia para el autor. Los votos de estas personas poco cualificadas deberían o contar menos que los votos de los más cualificados o bien no contar en absoluto. El autor además presume de forma muy arriesgada cuál va a ser el comportamiento electoral de estos votantes más cualificados, entendiendo que estos van a apoyar en mayor medida que el resto de la población políticas de corte libertario, y de ahí que apoye con entusiasmo medidas de restricción del sufragio a los que cuenten con menor cualificación intelectual. Nuestra conclusión en cambio es la contraria, poco de libertario tendría tal restricción de sufragios, por razones análogas a las abordadas en el artículo del mes anterior.
Comencemos por la cuestión de una superior conciencia libertaria por parte de los más cualificados. Es normal que existan más libertarios entre los más cualificados, de la misma forma que es en estos grupos donde existen más kantianos, evolucionistas, estructuralistas o partidarios del marxismo analítico, y la razón es que son ideas sociales o filosóficas muy sofisticadas que normalmente se encuentran en personas con cierto nivel de competencia en el ámbito de las ciencias sociales. Esto es, no sólo entender sino ya conocer la mera existencia de estas doctrinas requiere de un mínimo de dedicación e interés, al que no todos estarán dispuestos por las más variadas razones. Igual que yo no conozco las disputas teóricas entre bioquímicos o entre albañiles a la hora de escoger la mejor forma de terminar un tejado (asistí recientemente a una sofisticada discusión sobre este tema sin entender nada) es normal que la mayor parte de la población no sea sensible a las sutiles diferencias entre anarquistas y minarquistas. Es pues difícil que buena parte de la población conozca y comprenda el pensamiento libertario o cualquier otro pensamiento del mismo signo. Aun siendo escaso el conocimiento de nuestras ideas entre el común de la población, no es de descartar que este lo sea también entre los conocedores de las distintas doctrinas sociales y, es más, incluso conociéndolo no tiene por qué ser mayoritario entre estos; de hecho no lo es por lo menos entre nuestra intelligentsia. Ideas procapitalistas o a favor del libertarianismo incluso en vertientes suaves como el liberalismo clásico no cuentan con gran predicamento entre nosotros, salvo unos pocos especialistas y unos cuantos divulgadores. La mayoría del profesorado, la cultura, el periodismo o el clero no acostumbra a ver con buenos ojos estas posturas, y por consiguiente el denominado público culto o informado no tiene acceso a ellas o en el mejor de los casos acceden a ellas a través de caricaturas elaboradas por intelectuales rivales que colocan a nuestras ideas en el saco sin fondo del neoliberalismo en el que todo cabe y se mezcla. Es más, la mayoría de nuestros intelectuales, sobre todos los de humanidades y ciencias sociales, defienden ideas de izquierdas o, mucho más minoritariamente a día de hoy, de extrema izquierda. La mayoría de nuestra academia está poblada por tibios socialdemócratas, y cuando actúan políticamente lo hacen en partidos de estas ideas. Por tanto, dotar de un mayor peso electoral a estos colectivos no solo sería injusto, como ahora veremos, sino que tampoco favorecería especialmente la causa libertaria; es más, entiendo que podría perjudicarla.
Otra crítica que se le puede hacer a los epistócratas es metodológica. No parecen entender bien ni el subjetivismo ni el individualismo metodológico y eso hace su postura teóricamente muy inconsistente, al menos en los círculos libertarios influidos por la escuela austriaca, que acostumbran a ser los mayoritarios, por lo menos en nuestro entorno. Por un lado, el epistócrata pretende saber más que el votante carente de información qué constituye o no constituye una mejora para él. Uno de los argumentos usados es que el votante desinformado acaba votando cosas que lo colocan a él mismo en una situación objetivamente peor. Los libertarios compasivos defensores de empujoncitos para mejorar la vida de la gente que no sabe gobernarse a sí misma quieren hacerlo desde las políticas públicas. Los epistócratas desde el voto, y aquí es donde empiezan los problemas.
Aun aceptando la posibilidad de que el conocimiento pudiese ser un plus a la hora de votar, cabría discutir qué conocimientos son los válidos para ejercer el derecho al voto. Tener un determinado nivel de estudios podría ser un criterio a seguir por parte de los eipistócratas. Pero no todos los estudios capacitan por igual al votante en cuestiones políticas. Los orientados a las ciencias naturales tendrían, siguiendo este criterio, menor competencia en temas políticos que los orientados a las ciencias sociales, al igual que estos o los de humanidades tendrían menor competencia científica. ¿Debería entonces dársele una prima aún mayor a los que poseen determinados estudios frente a otros? ¿Debería contar solo el nivel de estudios o también la actividad profesional? Por ejemplo, no está probado que un científico de alto nivel tenga más competencia que una experta sindicalista curtida en mil batallas, como la actual ministra de agricultura italiana, pero que no cuenta con estudios formales. Después cabría el debate sobre si todos los conocimientos en ciencias sociales, políticas y económicas son igual de relevantes. Todos sabemos que los distintos idearios políticos dan lugar a resultados sociales y económicos muy distintos. Por tanto, cabría discutir quién sería mejor elector, un marxista de muy elevado nivel o un austriaco con conocimientos, o a la inversa. Para que la epistocracia fuese de utilidad sería preciso no solo jerarquizar a los electores sino también las ideas que estos poseen, para poder ponderarlos. Y esto me temo que es muy difícil de establecer de forma objetiva y sin desatar conflictos. Esto enlaza con otro problema no menor, que es el de quién determina en última instancia los criterios de selección de los votantes. La determinación de los censos electorales siempre ha sido una de las principales armas de control de los procesos electorales. Históricamente el voto era reservado a aquellos ciudadanos varones de más de una edad que pagaban una suma mínima previamente determinada de impuestos, el famoso voto censitario. Poco a poco, y no por luchas sociales sino en la mayoría de las ocasiones por oportunismo electoral, se fueron relajando los criterios de censo, y se permitió el voto a otros colectivos, como obreros o campesinos pobres. Después se extendió a las mujeres (aquí si hubo algo más de reivindicación social pero también oportunismo en ocasiones) y en general al conjunto de la población adulta, tras sucesivas rebajas en la edad electoral. Hoy se discute el rebajar dicha edad aún más y extender el sufragio a emigrantes. Esto es, determinar el censo siempre ha sido una sutil estrategia política. En el caso de la epistocracia sucedería algo muy semejante, pues la historia nos muestra que cuando el voto está condicionado a algún tipo de requisito semejante, las preguntas del examen o los criterios de selección acostumbran a variar entre colectivos. Tomemos, por ejemplo, las leyes racistas, conocidas como leyes de Jim Crow, de los Estados Unidos desde el fin de la guerra civil hasta los años 60 del siglo pasado. Estas establecían unos criterios mínimos de alfabetización y conocimientos antes de poder acceder al voto, solo que las preguntas que se le hacían al potencial votante eran muy distintas para los blancos y para los negros, que eran sometidos a preguntas de muy difícil respuesta, algo que no acontecía con los blancos. El problema es cómo evitar que en caso de una hipotética epistocracia se produjese análoga estrategia y que no se prime con el voto a unos colectivos frente a otros para poder modificar el resultado de la elección. Para ello sería imprescindible, primero, establecer unos criterios objetivos de conocimiento, que no se me ocurre muy bien cuáles pueden ser; y, segundo, establecer quién es el encargado de redactar dichos criterios y determinar quiénes son los responsables de garantizar su correcto cumplimiento. Cualquiera que sepa algo de teoría de la burocracia habrá oído hablar de la obra de Michael Lipsky, que analiza el papel que juegan los burócratas a la hora de hacer cumplir normas y reglamentos. Toda política pública para poder ser implementada precisa de alguien que la haga cumplir y, sobre todo, que tenga incentivo a hacerlo. Supongamos que los recaudadores fiscales llevan a cabo sus funciones a regañadientes sin molestarse mucho en revisar la documentación y sin molestarse en sancionar al infractor. La consecuencia sería una menor recaudación. O pensemos en el caso de policías que no pusiesen multas o de profesores que enseñasen de mala gana. Los sistemas no resistirían, porque los llamados por Lipsky burócratas de ventanilla no quieren o no pueden llevar a cabo sus tareas. En el caso que nos ocupa, ¿qué nos hace suponer que los burócratas encargados de hacer cumplir la epistocracia no tengan incentivos a primar a unos grupos sobre otros, bien por interés de beneficiar a afines bien por interés electoral en el resultado?
Otro tipo de epistocracia ha sido propuesto hace poco. Consistiría en que leyes y políticas públicas tengan que pasar por algún tipo de control científico. Del mismo modo que expertos juristas revisan la legalidad o constitucionalidad de las normas aprobadas por parlamentos o Gobiernos, se pretende que un grupo de expertos científicos revisen con criterios técnicos normas y políticas de tal forma que cumplan con un mínimo de requisitos de cientificidad antes de ser aprobadas. Se crearía una suerte de tribunal de expertos encargados de tal misión, se podría reclamar a ellos la validez de las normas, como una suerte de tribunal constitucional, solo que en vez de velar por su adecuación a la Constitución lo haga con respecto a la legitimidad científica. El problema es que a diferencia de la Constitución o de la legalidad de ella derivada no hay una ciencia escrita y refrendada por sufragio universal. Muchos aspectos de la ciencia son discutidos por sus propios practicantes y esta se encuentra en continua evolución. Es más, aunque hubiese acuerdo sobre las consecuencias de una determinada política o actuación gubernamental, no lo habría sobre la valoración de las mismas. Podemos saber que determinada política industrial favorece a los gases de efecto invernadero, pero también el empleo en una región pobre. ¿Que decisión tomar? La ciencia no puede aclararlo. Además volveríamos otra vez al problema antes abordado, esto es, qué científicos deberían formar parte de dicha comisión, qué áreas de conocimiento deben ser las prioritarias y, sobre todo, quién o quiénes formarían parte de los tribunales de selección.
Mucho me temo que la epistocracia es más cracia que epistemia, y que en realidad tiene bien poco de libertario y mucho de envoltorio del poder político actualmente existente, precisado de nuevas formas de legitimación delante de sus poblaciones.
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