El grano (trigo, maíz, arroz) permitió establecer las primeras formas de dominación estatal.
Recibí por medio del profesor Juan Ramón Rallo, director de este Instituto, la noticia de la publicación del último libro de James C. Scott, Against the grain, y después de leerlo me di cuenta de que si bien este autor, profesor de Ciencia Política y Antropología en Yale, ha realizado formidables aportaciones en la cuestión del origen de los Estados y en su posterior conformación adecuadamente reconocidas, en especial en el área de la Historia Agraria, no ha tenido casi ninguna influencia en nuestro ámbito. Y eso a pesar de que el autor se declara anarquista, y el tono de su obra es puramente anarquista habiendo escrito incluso un pequeño tratado al respecto que ha sido traducido como Elogio del anarquismo. Sólo algunos autores de corte libertario han prestado atención a su obra, entre ellos Stringham y Miles (“Repelling states: Evidence from upland Southeast Asia” en Review of Austrian Economics , vol. 25, nº 1, marzo 2012) o Jeff Riggenbach. Es por eso que me gustaría destacar y discutir algunos aspectos de su obra que podrían ser de algún interés a los lectores de esta página.
Uno de los temas que está permanentemente presente en la obra de Scott es el de la ignorancia sobre el devenir histórico de las sociedades sin Estado. La historia para nosotros es la historia del Estado y por buenas razones, la primera es que la escritura y, por tanto, el registro histórico de acontecimientos y actividades, fue un invento estatal. Un análisis detallado de las primeras tablillas escritas encontradas en los asentamientos de Oriente Medio nos muestra que estas son en buena parte registros de actividades fiscales. Los primeros entes estatales precisaban de la escritura para poder llevar a cabo con cierta precisión sus tareas. De ahí al registro de las actividades de sus reyes y gobernantes sólo media un paso, y de ahí a la creación de mitos y leyendas sobre los mismos a efectos de propaganda sólo resta otro. Eso explica que la mayor parte de los registros históricos se corresponda con el de los hechos de los poderosos y que sea la única fuente de conocimiento detallado de tan remotos tiempos. Además, los conocemos en su periodo de esplendor, no cuando estos están en declive o desaparecen, algo que aconteció con mucha más frecuencia de lo que suponemos. Muchos protoestados desaparecieron sin dejar rastro, y no parece existir mucho interés en determinar lo que allí aconteció. La visión enseñada normalmente de la historia acostumbra a ser presentada como una sucesión de etapas de más a menos barbarie, como una suerte de hegeliano despliegue de la razón y lo que no encaja en el discurso tiende a ser preterido. Lo que sucedió en las etapas de desaparición del Estado no es tan bien conocido como en las etapas estatistas al no existir registros. Por ejemplo, se conoce mejor la historia romana que la de los llamados siglos oscuros, que no por casualidad son llamados así, pues la historia oficial acostumbra a asociarlos con tiempos calamitosos, cuando no siempre fue así, o por lo menos no está claro que así fuese. Lo mismo acontece con los pueblos denominados bárbaros por los “civilizados” pueblos estatistas. Al carecer de escrituras y registros desconocemos muchas de sus formas de organización, y al depender de los textos escritos por sus enemigos, la visión que de ellos tenemos no es precisamente muy positiva. Scott nos cuenta que muchos de estos pueblos buscaron deliberadamente alejarse del dominio estatal y desarrollaran formas de organización social pensadas para huir y escapar de tal dominio. Buscaban fragmentarse políticamente para dificultar el dominio político, buscaban cultivar productos difícilmente tributables como tubérculos o hortalizas y carecían de censos, registros o carreteras que facilitasen el control (la carretera merecería un estudio aparte por su relación con el Estado, de ahí que los romanos equipasen a sus tropas con herramientas de construcción).
El libro se titula Against the grain precisamente porque es el grano (trigo, maíz, arroz) lo que permitió establecer las primeras formas de dominación estatal. Es intensivo en trabajo, se recolecta periódicamente en las mismas estaciones del año (lo que facilita el trabajo del recaudador) y es difícil de ocultar bajo la tierra, a diferencia del tubérculo. Precisa de irrigación, por lo que facilita la aparición del despotismo hidráulico, tan bien explicado por Wittfogel. Es un bien homogéneo, fácil de repartir -por tanto, puede ser usado como forma de pago a los tropas o servidores- y es relativamente fácil de transportar y almacenar. Scott no cita a Menger, pero es sencillo buscar analogías con los procesos de evoluciónn del dinero. De hecho, comparte muchas de sus características, incluidas la de poder acumular mucho valor, en relativamente poco espacio. De ahí que el autor identifique al grano con el Estado y a otros cultivos con la anarquía. Estos pueblos bárbaros buscaban también habitar territorios de difícil acceso a los ejércitos y que encareciesen, por tanto, la conquista. La gran región del sudeste asiático denominada Zomia fue capaz, según este autor, de desarrollar una civilización durante siglos apartada de la estatalización gracias a este tipo de prácticas. A ello le dedica un hermoso libro, The art of not to be governed, en el que describe las estrategias usadas por estos pueblos para escapar del poder. Por desgracia sus logros no fueron nunca cantados por bardos o historiadores de corte y sólo permanece, por tanto, sólo una parte de la historia, como casi siempre, la de los dominadores.
El segundo tema que me gustaría discutir es el de las pequeñas cosas que sin darnos cuenta contribuyen a construir un mundo estatalizado. Scott dedica a estos temas un precioso libro, Seeeing like an state, en el cual se expone como el Estado fue construyendo poco a poco tecnologías que facilitan y refuerzan su dominio, pues permiten lo que él llama legibilidad. Tengo delante de mí un bonito libro de Rubén Castro Redondo sobre metrología, es decir, sobre el establecimiento de pesos y medidas, en el que se nos narra, por ejemplo, los decretos de Alfonso X de Castilla de fijación de pesos, cómo no, por motivos fiscales (un rey, por cierto, muy bien tratado por los historiadores de corte, como casi todos los que refuerzan el poder estatal). En efecto, los Estados precisan de medidas más o menos estandarizadas para poder medir tierras y contar cosechas para, después, poder gravarlas. Tampoco es de extrañar que las matemáticas relativas al cálculo de superficies fuesen desarrolladas por los sacerdotes egipcios con el mismo fin. Tampoco sorprende que el sistema métrico decimal naciese casi en paralelo con el Estado nacional moderno fruto de la Revolución Francesa. Si los sistemas de medidas y pesos difieren mucho dentro de un mismo territorio, el trabajo de los recaudadores se complica mucho, al igual que la posibilidad de establecer presupuestos para organizar la actividad del Estado (el presupuesto solo merecería un trabajo aparte).
La normalización de la identidad es otro paso en la lenta construcción del Estado moderno. Todos contamos con nombre, apellido o apellidos y un número después. Esto, que parece algo obvio, fue otro resultado del poder político. Si entre nosotros nos conociésemos por apodos o nombres propios de la comunidad, los gobernantes tendrían muy difícil el censarnos (otro gran invento del Estado), contarnos e identificarnos en caso de recluta o de derrama fiscal. La introducción de documentos de identificación tipo carnet de identidad o pasaporte fueron su deriva lógica. Al principio, en España se establecieron sólo para los delincuentes, pero luego, vista su utilidad, se extendieron al conjunto de la población. Recordemos que el peligro de estos documentos no está tanto en darlos como en quitarlos, pues impide o dificulta mucho los movimientos, de ahí que a imputados e investigados se les pida que depositen el pasaporte como garantía de inmovilidad. Sólo algunos Estados como los anglosajones se resisten aún a este proceso, al igual que se resisten popularmente a la introducción de pesos y medidas ajenos. Estos procesos no han sido muy estudiados, pero contamos con el magnífico libro de un libertario, Jim Harper, Identity crisis, para explicar las deficiencias y problemas de los sistemas estatales de identificación.
También los sistemas de identificación geográfica, del tipo de nombrar y numerar las calles e identificar nuestra residencia, son fruto de la normalización estatal. Los sistemas tipo GPS o los identificadores que llevamos en los modernos documentos de identidad o el teléfono móvil permiten perfeccionar la labor fiscalizadora de los gobiernos, y no digamos los modernos sistemas de pago telemático que permitirán pronto determinar no solo cuanto gastamos sino en qué lo hacemos, permitiendo al gobierno cobrar impuestos con un par de clics. La forma de las redes de comunicación o energía no son neutrales tampoco, como bien nos recuerda Lewis Mumford en varias de sus obras, pues su diseño permite un buen control de los tráficos de mercancías y el control centralizado de la producción de energía frente a las formas descentralizadas y anárquicas que prevalecían en otros tiempos. Recuerdo haber leído, no sé si correctamente, que el Gobierno español podría dejar a regiones enteras del país casi sin electricidad con sólo dar un par de órdenes, de la misma forma que controla y centraliza el tráfico aéreo en unos pocos aeropuertos. La megamáquina estatal de Mumford parece haber sido concebida con gran inteligencia para el control. El viejo mito del panóptico del estatista Bentham parece cada vez más próximo a cumplirse.
El último aspecto de la obra de Scott que me gustaría destacar es el que se refiere al territorio. Al igual que la historia, nuestros conocimientos de geografía están muy determinados por una visión estatista del mundo. No es de extrañar que un autor como Bendict Anderson en su genial Comunidades imaginadas considere la enseñanza de la Geografía, en especial de los mapas, como uno de los pilares fundamentales de la construcción de la moderna identidad estatal. Nuestro mapa del mundo es un mapa de Estados pintados de colores con sus capitales y sus fronteras, y pensamos, por tanto, que todo lo que existe dentro de esos trazos pertenece a un Estado y que no hay zona de la tierra, salvo los mares y la Antártida, que no esté asignada a alguno de ellos. Esto último sí es cierto, pero esto no quiere decir que ahora o en el pasado los Estados hayan conseguido ejercer su dominio sobre todo su territorio. Al igual que existían pueblos bárbaros no sometidos al dominio estatal, existieron y existen territorios sobre los cuales los Estados oficiales no logran ejercer dominio. Cuando pensamos en imperios como el romano se nos muestran mapas coloreados con buena parte de Europa, norte de África y Oriente Medio sometidos a la férula de sus emperadores. Nada más incorrecto, pues como bien muestra el tradicionalista Álvaro D’Ors en su ensayo sobre la no estatalidad de Roma, el imperio se limitaba a dominar unas ciudades clave y ciertas vías de comunicación de relevancia, pero carecía de penetración real sobre el territorio. Si aún a día de hoy muchos Estados no son capaces de dominar sus territorios de forma efectiva es de suponer que hace cientos o miles de años la extensión de territorios no dominados por ningún Estado habría sido mucho mayor. Pero tampoco sabemos bien lo que en esos territorios acontecía y cómo estaban organizados. Los estudios sobre Zomia y otras regiones parecen arrojar alguna luz, pues nos muestran que el ser humano pudo vivir perfectamente y organizarse durante buena parte de su existencia en la tierra en ausencia de poder político y que se idearon tácticas como la dispersión del hábitat o el nomadismo para poder escapar de su dominio, muchas de ellas ya analizadas en esta serie de artículos. El Estado sería una maldición asociada a los pueblos sedentarios, en palabras de Scott.
Scott compara en su último libro la domesticación de los animales y la de los seres humanos, inspirándose en el inquietante libro Alambre de Púas de Reviel Netz, y dice que no son tan distantes como pudiera parecer y que parecen haber usado técnicas similares. Los procesos que llevaron a la domesticación del lobo, del cerdo o de la vaca fueron aplicados a muchos bárbaros atraídos por el brillo de las sociedades estatales. Los animales fueron atraídos por la seguridad y el alimento de los primeros ganaderos y luego una vez atrapados y enjaulados fueron condicionados a través de estímulos, normalmente a través del dolor (pensemos, por ejemplo, en espuelas y bridas para el caballo). De igual forma ocurrió con muchos bárbaros que se acercaron al brillo de las sociedades estatistas y, una vez atraídos, fueron dominados y encapsulados dentro de ellas. Pensemos, por ejemplo, en los indios de Norteamérica, que siguieron un destino semejante por haberse querido acercar a la cultura de los nuevos pobladores. Algo semejante ocurrió en muchos pueblos e imperios del mundo antiguo. Pero la reflexión final que podemos hacer es que aún queda mucho por investigar y por conocer sobre el discurrir de la historia humana, y me temo que se nos ha hurtado buena parte del mismo.
2 Comentarios
Profesor bastos, eres un
Profesor bastos, eres un genio, como buen anarquista analizas bien las causas del poder político y estas son claramente tecnológicas. Sino como puede ser que las únicas sociedades anarquistas que existen o han existido son las de los cazadores recolectores? No parece que sea una casualidad. Obviamente la tecnología no es neutral.
Sería fantástico que en alguna conferencia de las tuyas tocarás este tema.
Un saludo de un antiguo alumno
Excelente artículo.
Excelente artículo. Precisamente ahora estoy leyendo (por recomendación del profesor Bastos) el libro de Scott: «The art of not being governed». Interesante el caso de Zomia: una zona del tamaño de Europa donde 100 millones de personas viven al margen de los Estados.