E Estado aparece como creador y garantizador de la existencia familiar, cuando desde siempre ha sido uno de sus principales enemigos.
A José Augusto Domínguez y Pilar González Gomis en el mes en que establecen una nueva familia
El poder político y las distintas formas de familia han estado siempre íntimamente ligados, bien sea porque la forma de familia, como el clan, por ejemplo, condicione la forma del poder político, bien al revés porque sea el Estado el que influya o condicione las formas familiares, o incluso las defina. En el primer caso la fortaleza relativa de la familia se impone a la del poder y en el segundo caso lo que se manifiesta es la capacidad de este de conformar las relaciones sociales. Al igual que acontece con los Estados, definir qué es o no una familia no es cuestión fácil, pues estas han variado enormemente a lo largo del tiempo y del espacio, hasta el punto de que no es difícil encontrar precedentes históricos de cualquiera de sus formas, incluso de aquellas que en la modernidad pretendemos haber inventado. De hecho, no se ha impuesto de forma total ninguna de las formas que coexisten. Dependiendo del tiempo y el lugar se ha optado por unas u otras formas de familia y algunas han logrado una mayor expansión que otras como, por ejemplo, la familia nuclear propia de Occidente o la poligínica propia de culturas islámicas. Otras como la poliándrica, como se da aún en el Nepal, o la familia extensa patriarcal (tal como se describe por ejemplo al referirse a los patriarcas bíblicos), bien no se han extendido tanto bien están en claro retroceso. E incluso las formas familiares más comunes han experimentado grandes mutaciones internas, pues la familia nuclear se ha reducido mucho en lo que respecta al número de miembros, o en la poligínica se ha circunscrito el número de esposas, con lo que están casi desaparecidos los grandes gineceos propios de califas, pachás y marajás de tiempos antiguos. La idea de familia que aquí se maneja es por lo tanto la de una institución que agrupa a personas de forma estable conviviendo en un mismo espacio y con vocación de permanencia. Normalmente incluye, aunque no siempre, varias generaciones, parentescos de sangre y suele incluir algún tipo de ritual explícito para instituirse. Es una definición muy amplia adrede, pues no soy quién para establecer cuándo y cómo una unión humana es o no una familia, pues esta incorpora un elemento muy importante de subjetividad, solo la persona sabe o siente si pertenece o no a determinada unidad familiar.
No ha existido nunca una única forma de familia, pero siempre han existido familias como unidades sociales básicas y como una de las fuentes de lealtad del ser humano. A pesar de que no siempre han sido idílicas, ni lo son, y de que han sido origen de innumerables conflictos y abusos, han constituido una fuente de ayuda mutua entre generaciones, facilitando crianza y apoyo a los más débiles. Cristopher Lasch en su libro Refugio en un mundo despiadado describe muy bien las funciones de la familia y los cambios que está experimentando. Y estos no derivan tanto de los propios cambios en las costumbres y valores, que como antes apuntamos no hacen más que reproducir, con algunos matices, formas preexistentes, sino de la intervención estatal sobre la misma, que la está desplazando y haciéndole perder su papel como fuente de prestación de servicios y de cuidados. Muchas veces, los defensores de valores conservadores, entre los que me incluyo, centran el debate en la defensa del modelo tradicional occidental de familia frente a la aparición de modelos supuestamente disruptivos que se presentan confrontados entre sí, cuando de hecho no lo están. De hecho, como ya apuntamos antes, han coexistido siempre formas distintas, muchas veces con conflicto, pero también muchas veces sin él. El matrimonio monógamo tradicional ha coexistido históricamente, como puede verse por ejemplo en la literatura del Siglo de Oro, con parejas unidas sin papeles, relaciones polígínicas o poliándricas de hecho o uniones homosexuales estables también sin reconocimiento legal, pero estables y con rasgos plenamente familiares. No eran legales, pero existían y podían gozar de cierta sanción social, que no legal. Sería interesante conocer cómo se regulaban este tipo de uniones familiares, pero intuyo, aunque pudiera estar equivocado, que existían instituciones de derecho privado o simplemente consuetudinario adecuadas a estas realidades. A su vez, es también muy improbable que aquellos que rechazan la familia tradicional, como muchos de los modernos jóvenes antisistema, decidan formar una familia tradicional por la única razón de que no tengan amparo legal formas alternativas de familia. Simplemente o no formarán familia o lo harán al margen de cualquier institucionalidad, pública o privada.
La transformación principal de la institución familiar, desde que el Estado ha comenzado a intervenir en la vida familiar a gran escala, es la sanción legal a una de esas formas de familia, normalmente la predominante socialmente o la que gozase de un mayor prestigio social, a la cual privilegia legalmente (sólo son legítimos los hijos nacidos dentro de esa institución, o privilegios sucesorios, por ejemplo). Desde que en tiempos de la Revolución francesa el Estado nacionalizó el matrimonio, obligando a todos los contrayentes a hacer uso del matrimonio civil, acompañado o no de ceremonia religiosa, el Estado ha pasado también a sancionar la forma e incluso la liturgia del mismo. Adoptó la fórmula del matrimonio heterosexual y monógamo y la estableció como marco legal no sólo en cuestiones sucesorias y de filiación, sino a la hora de determinar prestaciones sociales (pensiones de viudedad u orfandad), autorizaciones médicas, indemnizaciones por accidente, etc. Es lógico, por tanto, que otro tipo de uniones familiares reclamen para sí los mismos privilegios que el matrimonio estatal, y se inicien guerras culturales por estas cuestiones. El problema con esto es que es el Estado quien en última instancia decide sobre acuerdos que deberían quedar en el ámbito privado, y aparece como creador y garantizador de la existencia familiar, cuando desde siempre ha sido uno de sus principales enemigos. En primer lugar, porque desde que la interviene (esto es, no hay familia legal sin sanción estatal), el Estado no se contenta que dar o quitar derechos, sino que pretende regularla internamente. Por ejemplo, controlando el número de hijos, bien promoviendo la natalidad con subvenciones bien restringiéndola con castigos, como en la China comunista. O regulando su disolución con distintas leyes de divorcio o abandono de hogar.
O estableciendo reglas de quién puede y no puede casarse, como las leyes que impedían o dificultaban los matrimonios interraciales o con no nacionales del país. El matrimonio y la familia pasan a estar subordinados a los intereses de los gobernantes de turno de cada Estado. Pero los ataques a la familia no vienen solo desde su regulación interna, sino que vienen desde fuera. Desde siempre la familia ha sido una fuente de lealtades y solidaridad entre seres humanos. Los seres humanos tienden a ser más leales a su familia que al Estado, y a respetar sus valores más que los del propio Estado. Una vez debilitadas otras lealtades, como la que nos une a las regiones o localidades de procedencia y a las religiones, el proceso de construcción del Estado ha pasado a confrontar a instituciones como la familia, que le disputan su papel como sujeto de lealtad y obediencia.
Entonces, una vez conseguida su regulación, se pasa lentamente a usurpar funciones antes exclusivas de la familia. El primer paso será, por consiguiente, el de intentar controlar la educación formal, obligando a todos los niños a asistir a colegios y escuelas sometidos a normas y currícula estatales. Esto es, los padres, tengan los valores que tengan, se verán privados de educar a sus hijos en sus valores, al menos en una parte sustancial de los mismos, y de entrar en conflicto los valores familiares con los que se enseñen en la escuela, no se dudará en determinar que son estos últimos los correctos, al ser los oficialmente decretados. Y se tendrán que asumir y estudiar so pena de quedar excluido del sistema educativo “oficial”. Por ejemplo, para acceder al sistema universitario se deben conocer determinados filósofos y literatos. Si nuestras preferencias o las de nuestros familiares van por otros derroteros y no los estudiamos o estudiamos otros equivalentes o incluso mejores, muy probablemente quedemos excluidos de la carrera de nuestra preferencia. En caso de conflicto de valores, la opinión de padres y familiares quedará preterida, cuando no ridiculizada. Valores y opiniones familiares quedarán sustituidos en cada vez mayor medida por los estatales, y dependiendo de cuál sea la orientación del Estado, recibirán unos u otros valores. La lealtad a los miembros más mayores de la familia se verá debilitada y sus valores despreciados por el joven estudiante como atrasados e inadecuados para la adaptación al mundo moderno. El que sabe, claro está, es el Estado y no nuestras madres y abuelas.
También se suplanta en buena parte a la familia con el diseño de los sistemas actuales de previsión social. Estos prestan principalmente servicios en las etapas más vulnerables de la vida humana, tanto en la infancia como en la vejez, pues era precisamente donde la función social de la familia era más evidente. Se trata de que nuestro cuidador sea algún tipo de agente estatal y que reclamemos su presencia cuando nos encontremos desvalidos o incapaces. También es el Estado quien asigna la patria potestad o quien decide si los hijos pueden o no permanecer con sus padres o ser tutelados. El diseño actual de muchos sistemas de pensiones también contribuye a desvincular al individuo de su familia y a hacerlo dependiente del Estado. También en la atención en caso de pobreza o infortunio económico, que antes era función de familiares y amigos (y sigue siéndolo como vimos en la última crisis), se pretende que sea la intervención estatal quien nos proteja. Con esto se ha conseguido que en países como España haya varios millones de personas dependientes del Estado y, por tanto, no solo reclamen la existencia del Estado, sino que este sea cada vez más grande y ofrezca cada vez más y más cuantiosas prestaciones. Y al mismo tiempo se deteriora la institución familiar.
Muchas otras intervenciones del Estado debilitan la familia de forma indirecta. La fiscalidad, los sistemas de salud o las regulaciones urbanísticas pueden tener consecuencias en principio no deseadas sobre formar o no familias o sobre la forma de las mismas, pero la cuestión a plantear aquí es el papel que jugarían las familias en una sociedad sin Estado. Parece claro después de lo dicho que en esta hipotética sociedad el papel de la familia tendría una importancia mucho mayor que en la moderna sociedad occidental. Es más, la forma de familia puede ser uno de los factores que decidan la integración de una persona en una determinada comunidad voluntaria. Existirían comunidades con unos determinados tipos de familia, unas más conservadoras al estilo de los amish, otras más modernas al estilo de las comunas hippies y otras donde coexistan ambas. Exactamente igual que el mundo actual. Al no existir un Estado no se promovería legalmente ninguna de ellas y las relaciones entre sus miembros serían establecidas por acuerdos privados o por leyes consuetudinarias, como ocurría en buena medida antes de la nacionalización del matrimonio. Esto permitiría también contrastar cuál de las formas de familia presenta mejores resultados tanto en términos de estabilidad social como en términos de prosperidad y educación, y por lo tanto, y si así se desea, imitar ese modelo a gran escala. Yo puedo tener más o menos claro cuál es el modelo que me gustaría a mí (el que escogen Pilar y José Augusto me gusta especialmente), pero no sería legítimo impedir que otras personas ensayasen otros modelos, en paz y sin usar violencia o imposición. Lo que sí estaría claro es que la familia, como institución, estaría en cualquiera de sus formas mejor protegida de esa manera que con la actual situación de un Estado intentando apropiarse de sus funciones y actuando, más o menos conscientemente, con la intención de menoscabarla.
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