El Estado nunca puede ser neutral o representarnos a “todos”, sino solo a una parte, mayoritaria o no, de la población.
Benedict Anderson, escribió hace tiempo un hermoso libro, Comunidades Imaginadas, en el que se explica cómo se construye mentalmente la idea de Estado a partir de tecnologías sociales como la cartografía de mapas o un uso selectivo y dirigido de la historia a través de los museos. Sin estos constructos es muy difícil concebir la idea de un Estado abstracto al cual debemos prestar obediencia y sentir lealtad. Estas tecnologías están acompañadas de símbolos sacralizados a imagen y semejanza de los religiosos (banderas, himnos, enseñas…), y se les presta un culto muy semejante al de latría. De hecho, se considera en muchos códigos penales una blasfemia atentar contra ellos. Así, cuando pensamos en un Estado siempre nos viene a la cabeza alguno de estos símbolos o técnicas. Pero en este artículo quisiera comentar una serie de ideas o creencias relativas al Estado y que han conformado la idea imaginaria que de él tenemos.
Otro hermoso libro, Imagining the State de Mark Neocleous, ha explicado muy bien este tipo de imágenes y metáforas con las que asociamos al Estado, y que entendemos que deben ser discutidas si queremos entender cómo funcionan y se legitiman los sistemas estatales.
En primer lugar, podríamos discutir la visión del Estado como un ente orgánico, esto es, como un cuerpo: la famosa portada del Leviathan de Hobbes, en la que se representa al cuerpo del soberano compuesto por miles de pequeños cuerpos. El Estado sería de esta forma una suerte de cuerpo místico. De hecho, es común hacer uso de metáforas biológicas al referirnos a él. En economía, por ejemplo, se habla de crecimiento o desarrollo. En política, en debates referidos por ejemplo a la secesión, se habla en muchas ocasiones de amputación de una parte del mismo, como si realmente cada uno de nosotros perdiese una pierna, un brazo o una parte de sí con tal proceso. También cuando entendemos que algo daña al Estado usamos metáforas médicas, como el cáncer o la infección. Todo ello contribuye a que imaginemos al Estado como una especie de ser dotado de sentimientos, valores e intereses. Y sobre todo dotado de una cabeza rectora, los gobernantes, cómo no, y de un cuerpo que trabaja y produce.
En esta cabeza del Estado descansan a su vez varios mitos que son funcionales al ejercicio del poder. El primero de ellos es el mito de la inteligencia estatal y de su superior conocimiento. La cabeza del cuerpo estatal parece mejor dotada que la del individuo corriente, incapaz de alcanzar logros sin su concurso. De hecho, la práctica totalidad de los Estados existentes cuentan con algún cuerpo policial o militar con el nombre de servicios de inteligencia encargados de transformar y tratar la información disponible para que los gobernantes puedan tomar mejor sus decisiones. Unas decisiones que se adoptarían a su vez de acuerdo con una misteriosa razón de Estado, que parece justificar cualquier crimen o sevicia. La razón de Estado tal como la proponen Maquiavelo o Botero fue desde el principio una eficaz herramienta de legitimación estatal. Como lo ha sido otro concepto, el de arcana imperii. Este es un concepto, aún usado hoy con otras formulaciones, que implica que hay conocimientos o saberes que sólo los iniciados, esto es, los agentes estatales, están preparados para entender y gestionar adecuadamente. Los misterios del funcionamiento estatal no deben ser conocidos por los legos, pues de saberse la propia existencia del Estado podría ser puesta en peligro mortal.
También el Estado, según este principio, al ser más sabio sería el depositario último del conocimiento y el encargado de certificar quién está cualificado o no intelectualmente e, incluso, en algunos casos, de certificar la veracidad o no del conocimiento. El casi monopolio estatal en la expedición de títulos habilitantes para las profesiones sería otro buen ejemplo. Los expertos del Estado estarían más cualificados que los privados y sus procedimientos serían mejores a la hora de determinar oficialmente quién sabe y quién no. Sus datos y estadísticas parten de la presunción de veracidad y lo que se enseña en sus instituciones parece ser cierto y objetivo mientras que lo que se enseña o aprende fuera de él pecaría de opinable y subjetivo. Cuestiones disputadas, incluso en la ciencia, si el Estado las asume como propias pasan inmediatamente a ser consideradas verdades oficiales sobre las que no sería legítimo discrepar. Esto de por sí no da veracidad tampoco a la postura discrepante, pero es cuando menos curioso que una verdad científica o social tenga que ser establecida por decreto, cuando lo normal es que se discuta en ámbito académico y que triunfe la que mejores pruebas o argumentos aporte, lo que haría innecesario el concurso oficial.
Otro mito que el Estado usa con frecuencia a su favor es el de su supuesta neutralidad de valores e intereses. En el ámbito económico el Estado es visto por muchos teóricos políticos como una suerte de árbitro entre los distintos intereses en disputa y velaría por garantizar el correcto uso de las reglas del juego económico, sin manifestar ningún tipo de preferencias, sean quienes fuesen los implicados. Es el ideal del liberalismo clásico, un Estado pequeño (no se específica en qué consiste eso de pequeño, queda al gusto del liberal) pero que hace cumplir las normas. Como se puede comprobar fácilmente, este ideal no ha existido nunca ni, con mucha probabilidad, pueda existir. Es algo semejante a la neutralidad axiológica en las ciencias sociales, que todos pretenden pero prácticamente nadie cumple. Un repaso somero a la historia económica nos muestra que los gobernantes siempre han mostrado preferencia por uno u otro sector productivo, bien sea por cuestiones de alta política o responsabilidad nacional (en cualquiera de los sentidos que el gobernante le quiera dar), como la industria bélica o en su momento el ferrocarril, bien sea por su carácter estratégico. El carácter estratégico se le aplica a la industria que se quiere defender y puede aplicarse a prácticamente cualquier sector, pues bien sea por el bien o servicio producido (la energía o la banca, por ejemplo), bien sea porque a nivel regional o local afectaría mucho a la población (astilleros en Ferrol o San Fernando, turrón o juguetes en Alicante, carbón en Asturias y León…). Cuando una industria es caracterizada así se considera legítimo que el Estado pierda la neutralidad y la ayude con subvenciones, ayudas fiscales o protecciones arancelarias frente a sus desgraciadas competidoras. También determinados territorios son privilegiados en su financiación o dotación presupuestaria, bien por su poderío político, por su porcentaje de apoyo electoral al Gobierno o porque los dirigentes políticos han nacido allí y siempre es grato apoyar a los paisanos.
A otro nivel, el Estado tampoco es completamente neutral, ni puede serlo, en cuanto a valores, sean estos éticos, políticos o religiosos. Los valores oficiales serán aquellos que tengan los sectores dominantes entre los agentes estatales. No hay Gobierno en la tierra que sea completamente neutral en su asignación de valores colectivos, pues todo Estado tiende a promover y resaltar los valores que lo fundamentan. Un Estado democrático no será neutral frente a la democracia o uno tecnocrático no dejará de ensalzar dichos valores. Un Estado teocrático primará a la religión oficial y uno laico o ateo promoverá el laicismo o el ateísmo en sus declaraciones oficiales, en sus símbolos y días patrios y en sus currícula escolares. Otra cosa es que tolere el disenso y no se persiga al disidente, pero ningún Estado puede, sin ver amenazada su existencia, no primar alguna idea o valor sobre cómo justificar su existencia. Incluso agentes del Estado, como, los jueces, no pueden esquivar por completo este aspecto. Estamos viendo, por ejemplo, con la publicación de unos mensajes, cómo los jueces del Supremo no son neutrales en cuanto a la causa de la secesión de Cataluña y, a su vez, cómo tampoco los gobernantes catalanes lo son y toman partido. Algunos, o muchos, ciudadanos verán protegidas sus creencias por el Estado y otros, muchos o pocos, verán cómo el Estado promueve ideas que contradicen las suyas, con lo que, en el mejor de los casos, se verán obligados a financiar con sus impuestos y contribuciones valores o políticas que no comparten y, en el peor, serán perseguidos por defender ideas o políticas contrarias a sus intereses o creencias. El “laicismo” del Estado solo se predica curiosamente con respecto a la religión, pero no con respecto a otro tipo de ideas y valores políticos. En realidad, el Estado defiende los valores de un grupo de personas, mayoritario o no, que se identifica con el mismo y excluye al resto. Por ejemplo, en relación al debate sobre la secesión de Cataluña, se presume, en flagrante contradicción, que el Estado central representa los intereses de España, y sus rivales serían fuerzas antiespañolas. Digo que es una contradicción porque si el Estado fuese neutral tendría que ponderar también los intereses de los ciudadanos que están en contra del actual sistema y pagan impuestos en él, y no mostrarse partidista a favor de una de las posiciones en disputa. Cuando así se actúa se pone de manifiesto que los catalanes secesionistas no están siendo representados en sus demandas de la misma manera que los unionistas y que, a pesar de pagar impuestos, el Estado no representa sus intereses, al menos tal y como ellos los reclaman. Lo mismo acontece a la inversa con el Gobierno catalán. Con esto quiero decir que el Estado nunca puede ser neutral o representarnos a “todos”, sino solo a una parte, mayoritaria o no, de la población. Así, los perjudicados tendrán que fastidiarse a pesar de la proclamada neutralidad de valores estatal. Las decisiones del Estado responderán a los intereses de las personas que dominan el aparato estatal en cada momento. Y no debe, por tanto, presumirse que esas decisiones representan al conjunto de la población.
Por último, me gustaría comentar un aspecto, el que se refiere al Estado como corporación. El Estado desde tiempos medievales se ha imaginado como una corporación (una vez extendida esta figura se ha trasladado al ámbito económico y jurídico, configurados a su vez a imagen y semejanza del Estado). Esto es, el Estado como ente imaginario se configura como un ente inmortal y de responsabilidad limitada. Esto, hay que reconocerlo, ha sido un magnífico invento para expandir el poder del Gobierno y liberar de cargas a sus integrantes. De esta forma se configura el Estado como algo abstracto y se le separa jurídicamente de sus integrantes, que en realidad son la misma cosa, pero que de esta forma se convierten en individuos irresponsables. Un mal gobernante con sus políticas puede arruinar al país, pero este no responde con sus bienes ni con su persona por la mala gestión (es más, es muy probable que sea recompensado con alguna prebenda o puerta giratoria al dejar el puesto). Salvo que cometa algún delito de corrupción o de abuso de poder no le pasará nada. Normalmente estos delitos se refieren a apropiaciones de fondos o bienes como un particular, pues si el beneficiario de sus malos usos es otra corporación pública tampoco es considerado delito. Por ejemplo, si desvío 10 millones de euros a una cuenta de mi propiedad estaríamos ante un delito, pero si se los transfiero por capricho o por proximidad política a un ayuntamiento, universidad o comunidad autónoma, y estas los malgastan a menor escala, no sería delito. El modelo corporativo al ser inmortal también obliga a asumir las obligaciones jurídicas contraídas por Gobiernos anteriores, sean o no legítimos. La democracia española, por ejemplo, asumió la deuda y los empleados provenientes de la administración franquista. También, al ser inmortal, el Estado no quiebra nunca, simplemente suspende pagos y sigue para adelante con sus funciones, pero quien sufre las consecuencias son casi siempre los ciudadanos empobrecidos o endeudados, que tendrán que asumir las consecuencias de las decisiones que otros, en la actualidad o en otras épocas, tomaron. Obviamente, dado su éxito, el soberano o decisor último, que es normalmente el Gobierno central, ha extendido esta forma jurídica a muchas de sus organizaciones, pero reservándose el derecho de cancelarlas a voluntad. Así no es infrecuente deudas o contratos entre administraciones a distintos niveles o entre empresas públicas con distinta razón jurídica, cuando de hecho todos forman parte del mismo sistema. Esto permite consolidar y maquillar estados contables al tiempo que permite controlar la gestión interna del mismo. No es, por tanto, de extrañar, que estos privilegios hayan sido rápidamente imitados tanto en la vida económica como en la social, y que empresas, clubes de fútbol y fundaciones de todo tipo hayan proliferado con esta forma que limita la responsabilidad de los gestores. El Estado no sólo crea imaginarios, sino que los extiende por todas partes con su ejemplo, con consecuencias, en muchos casos, no muy beneficiosas para la sociedad.
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