El de la publicidad es uno de los debates clásicos de la teoría económica. Para mucha gente, la publicidad es un extra-coste de las empresas, que encarece innecesariamente sus productos. Desde el punto de vista del público, es un incordio y poco fiable, y solo algunos anuncios se salvan de la quema principalmente por su valor, digamos, artístico. Pero, pese a todos los males asociados, la publicidad sigue existiendo, y, para desesperación de muchos, consumiendo ingentes cantidades de recursos, que al final tienden a traducirse en mayores precios en los productos. Ello invita a pensar en que algo positivo debe de hacer: ¿cómo sobreviviría si no ante tanta hostilidad?
Un punto de partida puede ser examinar la naturaleza de “extracoste” que supone la publicidad. Esto es preocupante si piensas, como hacen los economistas neoclásicos, que el precio tiende al coste marginal, aunque el problema desaparece si asumes que la publicidad es un coste fijo independiente de la cantidad producida, como puede hacerse con relativa facilidad, pues entonces el coste marginal de la publicidad es cero.
En todo caso, los economistas austriacos sabemos que la relación entre precio y coste es mucho más indirecta, y que en realidad el precio depende del valor y de la escasez de los bienes. De hecho es el precio, procedente de las preferencias expresadas por los compradores mediante las transacciones que llevan a cabo, el que termina fijando los costes (precios de los recursos) necesarios para producir el bien aguas abajo.
Desde esta perspectiva, el coste incurrido en la publicidad, como el de cualquier otro recurso que precise el emprendedor, es irrelevante para la fijación del precio. Otra cosa es si el producto será viable (i.e. rentable) al precio que admiten los clientes, y es en este sentido en que el precio fija el coste de los recursos. En todo caso, el producto solo será viable si su precio permite recuperar todos los recursos invertidos en él, incluida la publicidad, si ésta se ha considerado necesaria por el emprendedor.
Pero, ¿es realmente necesaria la publicidad? Si nos vamos a los modelos que utiliza el economista neoclásico para estudiar cómo se relacionan precios y costes, nos encontraremos con el supuesto de información completa para los participantes en el mercado. Claro, si todos los posibles compradores y vendedores disponen de toda la información sobre todos los productos, no es necesaria la publicidad, cuyo principal propósito es precisamente el de suministrar información. No es de extrañar que los economistas mainstream tiendan a ver la publicidad como un desperdicio social, y que propongan una distinción entre los costes de producción, evidentemente necesarios para que aparezca el producto, y los costes de distribución, un engorro y un desperdicio.
Sin embargo, la realidad es bastante más complicada, y los mercados no son transparentes, ni la gente tiene información instantánea de todo lo que ocurre en ellos, y, aunque la tuviera, como nuestro cerebro sigue siendo limitado pese a los supuestos neoclásicos, no podríamos procesarla en ese tiempo real en que actúan los modelos de estos economistas. Esto tiene una implicación muy clara: no es lo mismo un producto terminado, que un producto terminado conocido por el posible comprador. De hecho, los compradores no pueden comprar productos terminados, solo productos terminados conocidos, porque ¿cómo los van a comprar si no saben de su existencia? Sí, puede sonar a Perogrullo, pero es una perogrullada fundamental para entender por qué la publicidad es necesaria en el mundo real.
Por esta razón, Murray Rothbard desecha por artificial la distinción entre costes de producción y de distribución (1). Todos son igualmente necesarios para conseguir el objetivo del emprendedor, que es la obtención de beneficios de la venta del producto que elabora.
De hecho, la dimensión del “problema” de la información se puede calibrar atendiendo a los presupuestos en publicidad (y, en general, marketing) que tienen las empresas. En muchas de ellas seguramente los gastos de este tipo superan los de producción o adquisición de bienes para reventa (2).
Con esto queda claro que la publicidad supone un beneficio para la sociedad, puesto que da el enorme valor añadido de hacer que el producto sea conocido por el cliente, y posibilita así las transacciones beneficiosas para las partes que las llevan a cabo, y más aún, la creación de riqueza con cada una de dichas transacciones.
Por si acaso el economista neoclásico sigue teniendo dudas sobre el incremento de bienestar social que supone la publicidad, conviene recordar el estudio del economista Lee Benham, llevado a cabo en los 60, y al que llego por la vía del citado libro de Fanego. Resulta que en los EEUU de aquellos años, había estados en que era ilegal anunciar gafas, mientras que en otros se podía. Vamos, el escenario ideal para cualquier economista experimental, en este caso, para comprobar el impacto de la publicidad en los precios de los bienes afectados por esta heterogeneidad.
Dicho y hecho. Nos cuenta Fanego la conclusión: “Sin embargo, en los estados donde la publicidad era legal los precios eran un 20% más bajos«. La cita comienza con “sin embargo”, porque previamente nos ha dicho “Si nos dejamos llevar por el sentido común, podemos pensar que los estados donde la publicidad estaba permitida tendrían precios más altos. Al fin y al cabo, la publicidad es un coste para las empresas. No es descabellado suponer que, si eliminamos un coste, el beneficio se puede trasladar al cliente final.”
Fanego explica el descenso de precios apoyándose en el marco neoclásico: los anuncios introducen mayor transparencia en el mercado lo que lo hace aproximarse más al ideal de competencia perfecta, en el que se reducen los precios hasta los costes marginales.
Yo prefiero la explicación austriaca: en los estados en que se permitía la publicidad, aumentaba la oferta (disminuía la escasez) de gafas conocidas para los clientes, y era esta disminución en la escasez relativa la que provocaba un menor valor del bien y, en consecuencia, un descenso en el precio.
Obsérvese que en el modelo neoclásico no acaba de quedar claro porque una empresa estaría interesada en introducir mayor transparencia en el mercado si eso supone una pérdida de valor de su producto. En cambio, en el modelo austriaco, la publicidad es necesaria para crear el producto vendible, esas gafas conocidas, por lo que la pérdida de valor por aumento en su oferta se produce sobre un producto que vale más que el meramente fabricado, quedando un incremento neto para el emprendedor (y estoy tan seguro de que queda un incremento neto de valor porque, en otro caso, el producto desaparecería del mercado).
En todo caso, concluyo, tanto el análisis teórico como la evidencia empírica parecen soportar sin ambigüedad que la publicidad genera bienestar social, pese a incrementar los costes de las empresas respecto a si solo necesitaran producir el bien para venderlo. Y será así mientras los seres humanos no tengamos infinita capacidad de proceso de la información, aunque ésta esté infinitamente disponible. O sea, mientras sigamos siendo humanos.
(1) Rothbard cita a Chamberlin (Theory of Monopolistic Competition) como originador de esta idea. He traducido los “selling costs” de Chamberlin como costes de distribución, e incluirían publicidad, gastos de ventas y, en general, marketing. Ver Rothbard M.N. (2004): Man, Economy and State, págs. 736-738.
(2) A partir de aquí, una línea muy interesante sería debatir sobre lo que ha supuesto Internet para el coste de diseminar y obtener información, pero no es objeto de este artículo. Una buena introducción al mismo puede ser Fanego, I. (2019). A nadie le interesan tus anuncios. Es la lectura de este libro la que ha inspirado el presente artículo.
1 Comentario
¿Habrá publicidad en los campos de exterminio que preparan en Austria?
Si la hay, seguramente informará adecuadamente a las victimas del socioliberalismo acerca de los métodos adecuados para conseguir lo que deseen. Esto calmará las conciencias de los liberales, que van como yonkis buscando una nueva mentira para poder dormir una noche más.
Hubo muchas distracciones muy entretenidas entre 1929 y 1939. Luego pasó algo que no tiene el menor interés, y ese aburrido interludio terminó cuando entró en escena la bomba atómica, gracias a la cual hemos disfrutado de varias décadas de alegría e ilusión, sin injusticias ni dolor. Todo ha ido como la seda. Pero hay gente desobediente, rebelde, que no quiere integrarse ni asimilarse, auténticas moscas cojoneras que están poniendo en peligro el esplendoroso imperio occidental, tan humano, tan moderno, tan solidario. ¿Con qué decían que estaba asfaltada la autopista al infierno? Ah, sí, con buenas intenciones utilitaristas.
Qué bien funciona la publicidad. Y el polilogismo también funciona que da gusto verlo.
Sigamos.