No hace mucho vi la película de Netflix Enola Holmes (2020), protagonizada por Millie Bobby Brown, que nos cuenta las aventuras de la hermana adolescente del famoso detective Sherlock Holmes (Henry Cavill), en busca de su desaparecida madre, Eudora (Helena Bonham Carter), pero en contra de los deseos de su otro hermano, Mycroft (Sam Claflin)[1]. Sin descubrir la trama, la película, que se ve con agrado aunque no despierta pasiones, muestra el choque de la estricta sociedad victoriana con el feminismo actual, donde la mujer, no es que pretenda igualar sus derechos con los del varón ante la ley[2], sino que les da sopas con honda en prácticamente todo y los desprecia por condescendientes, cultural y socialmente influidos, salvo en algunas honrosas excepciones. La gracia de este tipo de producciones reside en el contraste entre la torpeza del conservador y la inteligencia del progresista, además de la ruptura de roles y mitos, reales o inventados.
Es posible que, para los ojos más jóvenes, este tipo de narraciones se vea como una novedad, savia nueva que alimenta un árbol mustio. Sin embargo, me temo que ni siquiera es así. A finales de los años 60 y, sobre todo, en la década de los 70 del siglo pasado, una serie de películas introducía el feminismo en épocas históricas, incluyendo la victoriana, famosa por una supuesta rigidez moral. Los personajes femeninos de estas películas también estaban dispuestos a demostrar que los hombres, además de condescendientes, eran bastante ingenuos, torpes y llenos de prejuicios hacia las mujeres. Un ejemplo bastante entretenido sería La carrera del siglo (1965). En este caso, sobre todo entrados los 70 y en el cine europeo, eran más dadas a mostrar su cuerpo en ropa interior (corsé principalmente) y, si a la productora y a la actriz les parecía bien, toda la superficie corporal que fuera necesaria. El feminismo de esa época se manifestaba de maneras que el feminismo actual considera inapropiadas, y mostrar el cuerpo desnudo era una de ellas, pues escandalizaba a los más conservadores, a la vez que descubría su íntima hipocresía.
En ambos ejemplos hay un elemento en común que, al estar ante un vehículo de entretenimiento, pasa desapercibido y es la manipulación que se hace del contexto, en este caso el histórico, para adaptarlo a las circunstancias presentes, como la reivindicación del feminismo. El comportamiento de hombres y mujeres en los diferentes siglos responde a contextos personales y colectivos muy concretos y, por tanto, sus comportamientos son coherentes con ellos, no con los actuales, por mucho que nos cueste entender lo que en ese momento era normal, como pueden ser jerarquías sociales, códigos morales o comportamientos, ahora, inapropiados. Incluso los más progresistas se limitaban a romper los límites de esa época, no a adoptar los de esta.
Es posible que, en este punto, más de uno piense que, al fin y al cabo, estamos ante una serie de películas, ante la creatividad del arte y, lógicamente, hay razones para tal manipulación, para estas alteraciones de la realidad y así, generar una respuesta emocional, que es lo que pretende el arte; y eso es cierto. Sin embargo, no siempre la manipulación responde a criterios artísticos, sino que puede hacerse con criterios reivindicativos y, no pocas veces, se pretende la manipulación intelectual de los que lo ven. El arte y la política, el arte y la ideología, el arte y la religión conviven y se alimentan el uno del otro. La producción audiovisual se ha usado con frecuencia para expandir ideas, y artistas de todo tipo han colaborado de buena gana en esta labor.
Durante la Transición, hubo un deslizamiento de muchos actores y actrices hacia la izquierda política, y se creó un nuevo cine, mucho más social, más ‘serio’, más ‘comprometido’, en el que la Guerra Civil y el franquismo quedaban al pie de los caballos, denunciando sus atrocidades y sus disparates, fueran o no reales[3]. La creación de un flujo de dinero público, en forma de subvenciones, hacia las producciones más acordes a estas ideas favoreció la fabricación de un mundo paródico que, poco a poco, se ha ido separando del recuerdo de los que lo vivieron y se ha transformado en la versión de sus enemigos. Exceptuando La Vaquilla (1985) de Luis García Berlanga y Espérame en el cielo (1988) de Antonio Mercero, no recuerdo ninguna producción ambientada en la Guerra Civil o en el posterior franquismo que no muestre de manera bipolar y maniquea a los que vivieron en esa época, a ciertos acontecimientos históricos y políticos, donde los malos siempre son unos y los buenos, los otros.
La izquierda revolucionaria, que es la que tenemos asentada en el poder en España, y otra izquierda, no tan revolucionaria pero sí muy implicada en la ingeniería social, necesitan cambiar el relato dominante para, con ello, ir creando el hombre nuevo y las ideas que darán pie a una sociedad más adecuada a sus objetivos. Los partidarios de la ingeniería social vivieron con descaro en España hasta el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que inició la revolución. Promovieron la invasión de las instituciones públicas y algunas privadas, implementaron legislación fundamental y, sobre todo, controlaron la cultura y la educación, tanto general como universitaria. Tampoco creo que tuvieran un plan, simplemente era lo adecuado, lo que había que hacer, lo coherente con sus ideas. Con el tiempo, las sucesivas reformas educativas crearon una mayoría de personas con ideas progresistas que, hoy por hoy, son los padres que ahora están lidiando con jóvenes hijos tentados por ideas de las que disfrutaría un miembro del PCUS[4].
La izquierda revolucionaria es mucho más intensa e impaciente. Trabaja sobre un panorama ya moldeado por su predecesora, lo que le facilita ciertas tareas, como un relato medio hecho y muy aceptado, una ideología general más cercana a la suya y cierta base social que acepta, casi sin rechistar, las ideas que le muestra. Sin embargo, hay muchas cosas que molestan a la izquierda revolucionaria, incluyendo sus aliados. Su feminismo choca con el feminismo de las mujeres de los 70 y 80, hasta el punto de que insignes y ya canosas defensoras de la mujer y la igualdad de derechos han chocado frontalmente con las instigadoras del ‘Me Too’ y otros movimientos radicales. Al extremismo le molesta la tibieza, agradece con rapidez los servicios prestados y relega a sus protagonistas al olvido. Ahora que están a punto de fallecer las últimas personas que vivieron y conocieron la Guerra Civil y envejecen las que vivieron en tiempos de Franco, se impone a golpe de perpetración educacional un relato que denigra todo lo que huela a esa época, a la vez que se intenta crear otro discurso que repudia la Constitución y el régimen que crea, al considerarlo una extensión del franquismo. Mientras, Irene Montero descubre la maternidad como si antes nunca una madre la hubiera sentido, a la vez que te cuentan cómo y con quién tienes que emparejarte, cómo debes disfrutar del sexo o en qué condiciones puedes intentar emparejarte o no. No hay historia, no hay sentimientos, no hay emociones más allá de lo que dicen y muestran los revolucionarios. Antes de la izquierda revolucionaria todo era un páramo carente de sentimientos, lleno de seres repugnantes que golpeaban a las mujeres, denigraban a los homosexuales, encarcelaban a los izquierdistas y dirigían la cultura y la educación a las élites del partido, condenando a los demás a la ignorancia. Esta caricatura es, hoy por hoy, la verdad oficiosa que se pretende a través de leyes como la de Memoria Histórica y de Memoria Democrática. En definitiva, antes de ellos, la oscuridad.
[1] La película está basada en la serie de libros de Nancy Springer: ‘The Enola Holmes Mysteries’.
[2] Constitucionalmente, esto es un hecho, pero no opinan así muchas personas y colectivos.
[3] Sigue existiendo, hasta el punto de que ahora los que se declaran abiertamente de derechas, no ya liberales, tienden a ser castigados por el resto, generalmente con el ostracismo profesional, además de tener más difíciles las ayudas públicas. Es más fácil para estos no entrar en polémicas ni en el debate público.
[4] En zonas con mayoría nacionalista, las escuelas han sido invadidas por políticos y militantes de este ala, de forma que la independencia basada en modelos totalitarios y el nacionalismo excluyente son sus referentes. En este caso, habría disfrutado un miembro del NSDAP.
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!