Uno de los males de nuestras democracias es el poder ilimitado que han alcanzado. La democracia, legitimada como voluntad popular, tiende a ser considerada un poder que no se puede limitar pues supondría limitar la soberanía del pueblo que vota. Esta visión simplista y demagógica de la democracia triunfa en las sociedades en las que la intromisión de la política se ha derramado sobre todos los aspectos de la vida identificando democracia como fin y no como medio. La visión de Rousseau se ha impuesto a través de sus nuevos intérpretes del republicanismo contemporáneo encabezado por Philip Pettit y asumido con entusiasmo por los políticos de todo tipo que debían justificar los votos que pedían en el fin de la historia, cuando las ideologías ya parecían amortizadas.
No se trata por tanto de conseguir una buena gestión ilimitada de lo público sino de protegernos de la intervención de los políticos en nuestras vidas. Nuestros derechos no quedan blindados al aparecer enumerados en un papel sino al establecer mecanismos que impidan a los burócratas decidir en esas áreas de nuestra intimidad sobre la que solo nosotros deberíamos poder decidir.
Una de las peores formas manipulación política es el control de la política fiscal y económica. El curso forzoso de la moneda y su emisión vinculada únicamente a objetivos políticos -legitimados como democráticos- ha puesto en manos de los políticos toda decisión sobre nuestras ganancias y ahorros. No se trata de algo nuevo, ya Juan de Mariana denunció la mutación monetaria, pero al eliminar el patrón oro el único control que mantenía el valor de la nuestras monedas saltó por los aires. ¿Acaso un mandato popular no puede incluso decidir qué debe valer el dinero? No satisfechos con este poder desmedido la nueva economía keynesiana les otorgó la justificación teórica para incurrir en déficit y financiar mediante deuda las políticas públicas de modo que los votantes ya no tenían que aprobar subidas de impuestos -o incluso nuevos impuestos- y ese trago amargo quedaba diluido en el largo plazo. El cortoplacismo del juego democrático unido a la intervención económica contribuyen a la irresponsabilidad fiscal que solo retrasa los problemas pasando de generación en generación esa bomba de deudas que en algún momento estallará como hemos podido comprobar en España y otros países.
De ahí que límites como el que impone el artículo 135 de la Constitución española sean tan importantes. Limitar el endeudamiento y el déficit es responsabilidad democrática para no hipotecar a las generaciones futuras. Atar de manos a los políticos para que nosotros podamos correr cargando menos fardos impuestos. Si quieren ampliar el gasto público que tengan que retratarse pidiendo votos para subir los impuestos sin enmascarar esos objetivos en una huída hacia adelante que al final tenemos que pagar todos.
Limitar constitucionalmente a un gobierno o parlamento no es limitar la democracia, es protegerla; es limitar a los políticos. Limitarles para que no puedan entrometerse en áreas que no deben ser de su competencia para proteger la libertad de los individuos. La democracia, el gobierno de la mayoría impuesto sobre la minoría, es solo un medio para formar gobiernos y tomar decisiones colectivas pero el fin debe ser proteger a la minoría y no debemos olvidar, citando a Ayn Rand, que "la minoría más pequeña del mundo es el individuo. Aquellos que niegan los derechos individuales no pueden pretender además ser defensores de las minorías".
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!