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Atar los precios de la gasolina

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Todo el mundo está pendiente del petróleo. La recuperación mundial y el crecimiento de China han desbordado la capacidad de extracción y refino. La situación política de varios productores, las dudas en torno al dólar; nada ayuda. Y como siempre que un bien comúnmente utilizado eleva su precio, surge la tentación de ponerle un límite. El Estado de Hawai impondrá un precio máximo a uno de sus derivados, el combustible para vehículos, a partir del primero de septiembre. No es el único sitio ni el más importante. China da un paso atrás en sus reformas, y ha tomado la misma medida.

Todo ello es absolutamente sorprendente. Porque desde las primeras civilizaciones se han puesto límites a los precios que se hubieran acordado libremente en la sociedad, una medida que se ha repetido en el bajo Imperio Romano, en la Edad Media, en la Alemania de Hitler… No ha habido época sin ejemplos de controles de precios y siempre con los mismos resultados nefastos. Hoy, además, contamos con la teoría económica, que nos describe los efectos que se producen cuando se limita el precio que pueden acordar los agentes en el mercado.

El precio libre llega al de equilibrio, que es el que vacía el mercado. Es decir, es aquél al cual los vendedores venden todo lo que querían vender y los compradores adquieren todo lo que quieren comprar. Si se impone un precio máximo, los oferentes marginales retiran su oferta del mercado, con lo que la primera virtud del precio de equilibrio no se cumple. Y muchos consumidores quedan insatisfechos porque la oferta es ahora menor, y porque, al precio fijado, hay nuevos consumidores que desean ese bien. Pero este es solo el primer efecto, luego se retira la producción marginal para un mercado que ahora es menos remunerador. Los factores que tienen usos alternativos se desvían a otros sectores y a otras áreas que no están condicionadas por los controles de precios.

Si los productores creen que los controles de precios son efectivos y permanentes, acaban sacando al mercado lo almacenado, lo que agravará la situación más adelante. Eso ocurre con los combustibles, tras haber pasado por el refino. Pero la situación con el petróleo es diferente, ya que su coste de almacenamiento es mínimo, y el coste de no sacarlo al mercado se ha reducido, porque los beneficios que se dejan de ganar han desaparecido, en parte. Los recursos minerales se pueden retirar fácil y económicamente del mercado por largos períodos de tiempo, sin quebranto para los dueños.

El precio máximo es el mayor enemigo del consumidor, porque por un lado le promete más y por otro le niega parte de lo que antes podía adquirir.

En el caso concreto del combustible, tenemos una ilustración histórica perfecta de hasta qué punto resulta destructivo limitar el precio que voluntariamente pudieran acordar gasolineras y consumidores, y es el de Nixon en los 70. Entonces, las horas de servicio se acortaban, en proporción al crecimiento de las colas frente a las estaciones. El petróleo local se destinaba a otros usos o se vendía fuera, y el producido en el exterior, en plena crisis del petróleo, no se interesaba ya por el mercado estadounidense. La expresión vaciar el mercado adquiría aquí un sentido más literal.

En Hawai los conductores se están adelantando a la medida política; llenan los depósitos de sus coches, compran latas con combustible, en largas colas. Vuelven las escaseces y el deseado producto comienza a abandonar el mercado. No aprendemos.

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