Uno de los principales dogmas del pensamiento intervencionista es el de la ayuda al desarrollo. Lejos del mundo liberal, es difícil encontrar a quien mantenga una actitud como mínimo crítica hacia este tipo de políticas que predican organizaciones tanto privadas como públicas. Incluso la mayoría de las quejas se dirigen a la mejora del sistema y no a un cambio radical. La ayuda al desarrollo es una mezcla de buenismo, simplismo, una visión económica de suma cero e ingeniería social que lleva años demostrando, no sólo su ineficacia, sino en algunos casos su carácter dañino.
Hay gente que piensa que con sólo tener la voluntad de ayudar es suficiente para que el mundo mejore. Existen otros que completan esta actitud con un objetivo utópico al que todos tenemos que contribuir para que lleguemos a su particular Nirvana. Se presenta a la guerra o a las desigualdades económicas como responsables de la situación mundial, no como síntomas, y se aboga por una mayor justicia social, como si este etéreo concepto fuera suficiente para que todos entendamos qué está pasando. Sobre este panorama, y con un eficiente ejercicio de propaganda dirigido al centro emocional de los ciudadanos, organizaciones como las ONG’s y ciertas instituciones públicas de carácter nacional e internacional consiguen nuestro dinero que entregamos voluntaria e involuntariamente.
El primer objetivo de estas organizaciones es perpetuarse. No sé de ninguna, y si las ha habido desde luego son muy pocas, que una vez conseguido su propósito, se hayan disuelto con la sensación del deber cumplido. No es extraño pues que sus grandes objetivos sean imprecisos, como la mejora de las condiciones de vida de todo un pueblo, o de imposible cumplimiento incluso a muy largo plazo, como la de terminar con el hambre en el mundo. Siempre habrá enfermedades que erradicar o un mejor nivel de vida al que optar. Las necesidades de educación o de infraestructuras siempre serán excusas perfectas para justificar sus demandas.
Es tal la necesidad de recursos que la alianza entre las ONG’s y el Estado es casi natural. Como la caridad voluntaria es insuficiente para conseguir los dineros necesarios, las ONG’s reniegan de su propia esencia y piden o exigen ayudas a los gobiernos que tan eficientemente se apropian del dinero de sus ciudadanos. El 0,7% del PIB es un objetivo sabroso al que se pretende optar, pero una vez conseguido, incrementarlo será de nuevo un deber al que sólo un egoísta insensible se podrá oponer.
Sin embargo, las situaciones a las que hacen frente estas organizaciones tan desinteresadas son mucho más complejas de lo que nos venden. Es evidente que la enfermedad y el hambre son dos de los peores males a los que se puede enfrentar cualquier ser humano, sobre todo si a su alrededor no hay ninguna posibilidad de que pueda aliviarse, pero también es evidente que las causas son muchas y complejas.
Si el hambre es provocado por una guerra, como ocurre en Somalia, entonces hasta que esta no cese, o mejor dicho, hasta que el ardor guerrero de las partes en conflicto no termine, no se darán las condiciones esenciales para que se pueda producir un desarrollo económico en condiciones. Cuando son gobiernos corruptos y totalitarios como el de Zimbabue los que generan las hambrunas y los desplazamientos, nada podrá mejorar hasta que estos desaparezcan. Cuando son las barreras arancelarias de los países desarrollados los que ponen problemas a la exportación de los bienes que las empresas de los países del tercer mundo producen, sólo su desaparición será necesaria para que se den ciertas condiciones para que la situación se invierta. Claro que tanto la guerra, como el Gobierno corrupto, como los aranceles tendrán sus razones y estas las suyas e incluso la desaparición de todo lo anterior no es condición suficiente para que nada mejore. La realidad se vuelve muy compleja y presentar la ayuda al desarrollo como la única manera de solucionar "todos" los conflictos es una simpleza.
Existe otro simplismo quizá más dañino, el de considerar que de una acción subjetivamente positiva surge otra objetivamente positiva. Una acción tiene sólo consecuencias y estas no son ni buenas ni malas por la naturaleza de la primera. No es extraño que en los campos de refugiados (sobre todo en los que se perpetúan durante mucho tiempo y se consiguen condiciones de vida mejores que las originales de los desplazados a través de las ayudas públicas y privadas internacionales) surjan grupos violentos y terroristas que pretendan "castigar" las afrentas recibidas y que, si se dan las condiciones necesarias, puedan llevar a cabo su venganza. Tal fue la situación de los campos de refugiados hutus en la República Democrática del Congo que luego provocaron un genocidio en la nación tutsi. Un acueducto puede aportar agua a una aldea, pero también a un señor de la guerra. Una escuela puede formar niños, pero también adoctrinar a futuros terroristas. Ayudar a una persona, a un grupo o a una sociedad puede acallar nuestra conciencia, pero no es en sí ni bueno ni malo, pues desconocemos cuáles serán las consecuencias en el futuro. Si no podemos determinar con seguridad los resultados de nuestras acciones, será infinitamente más complicado hacerlo cuando confluyen infinidad de organismos, personas, situaciones y circunstancias.
Con este panorama, cabe preguntarse si es necesaria la caridad o la filantropía para solucionar ciertos problemas en el mundo. La cuestión no es tanto si éste es el método adecuado, sino en no convertirlo en el único para presuntamente alcanzar la utopía de un mundo feliz y armonioso. Primero porque este estado es a todas luces imposible, ajeno a la naturaleza humana cuyos objetivos los marcará cada uno en función de sus anhelos y circunstancias. Segundo, porque desconocemos el alcance de nuestras acciones y no podemos plantear políticas globales esperando con ello alcanzar ese ansiado paraíso; en el fondo, no deja de ser un sistema de ingeniería social. Tercero, porque no podemos ni debemos plantear el desarrollo económico como un juego de suma cero –yo gano porque ellos pierden y debemos, por tanto, dar parte de lo que disfrutamos para que mejoren–. La riqueza se crea y las guerras, los gobiernos corruptos o los aranceles son barreras que lo impiden.
No podemos saber si en un país es más necesaria una escuela o una carretera, un crédito para fertilizante o para un hotel de lujo. La libertad económica permitirá que con el tiempo todo llegue, que llegue en función de las necesidades de los individuos en cada momento. La filantropía y la solidaridad pueden desde luego ayudar (o no), pero no deben ser la base de una posible solución, si es que la hay. Si así lo hacemos sólo estaremos favoreciendo el subdesarrollo como en el que lleva inmerso el África subsahariana desde hace décadas y donde las ayudas pecuniarias llevan decenas de años alimentando pozos sin fondo.
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