El ordenamiento jurídico lo constituyen un conjunto bastante heterogéneo de normas, aunque sujetas todas a una jerarquía normativa. Las que tienen mayor protección suelen ser las normas constitucionales que protegen los derechos fundamentales (o al menos lo que se reconoce como tal) y las que definen la estructura del Estado. También hay un conjunto de normas que son las que identificamos, en un primer momento, con lo que constituye el derecho: las que regulan la relación de las personas entre sí (civil, penal, mercantil…). Pero hay, al menos, otro conjunto de normas que, de un modo poco científico, podemos llamar “políticas”. Y que son leyes (u otro tipo de normas) que se crean con algún objetivo político determinado. Por lo general, para conformar algún tipo de sociedad, cambiar usos, valores y costumbres, redistribuir renta o riqueza, proveer de bienes y servicios para determinados grupos sociales, y demás.
El problema que me planteo es el siguiente: la posibilidad, más que probable, de que las normas de carácter político, las que se plantean ese conjunto de objetivos definibles, fracasen en sus objetivos o tengan consecuencias sociales no previstas y muy perjudiciales. Algunas de esas normas consisten en un conjunto de prohibiciones u obligaciones. Por ejemplo, la prohibición de fumar en determinados espacios o la obligación de cumplir con determinada regulación de calidad o ecológica. Los costes de tales políticas los absorben sobre todo los ciudadanos sobre los que recae la norma, aunque habitualmente tendrán que estar acompañadas por alguna infraestructura de control y sanción. Otras normas asegurarán el derecho a obtener determinados bienes a un precio por debajo del mercado o transferencias de renta o la obtención de determinados ingresos fiscales, si se trata de una tasa o un impuesto.
Todas llevan aparejados su conjunto de críticas liberales de las que no me voy a ocupar ahora. Pero si se planteaban unos objetivos definidos, debería poder estudiarse 1) Si se han cumplido esos objetivos, 2) si además se han producido otros efectos indeseables y 3) si existe una alternativa mejor. El objetivo sería identificar y eliminar toda la basura legislativa que se acumula, que ni se revisa ni, sobre todo, se elimina. Decía Calvil Coolidge que “es más importante matar las malas leyes que aprobar las buenas”.
¿Cómo acabar con la basura legislativa? Lo mejor sería que cada nueva ley tuviera que aprobarse con 1) Una relación de todos los objetivos que se desean cumplir con ella. 2) Una relación, asimismo, de todos los efectos negativos que pueda acarrear. 3) Una definición de los criterios que deben utilizarse para valorar los efectos, en uno y otro sentido, que tenga la ley. En ambos apartados podrían venir reflejadas las opiniones de grupos de la oposición. Y, sobre todo, 4) Un período no superior a 10 años en el que la nueva ley queda automáticamente derogada si no se renueva con el refrendo del Parlamento. La derogación de la ley debe llevar aparejado la disolución del aparato administrativo aparejado a la norma, aunque eso también exigiría una reforma de la función pública. También sería positivo que el Jefe del Estado tuviese el derecho de vetar o expulsar de la legislación leyes que se considerasen en conjunto negativas. Otra vía necesaria para acabar con la basura legislativa sería la cuestión popular: Un voto en referéndum para derogar, al margen del Parlamento y del Jefe del Estado, las malas leyes.
Cuando se proponen nuevas leyes, se revisten de fabulosas predicciones sobre todos los parabienes que van a traer. Los políticos tienen que justificar el cambio y acallar las quejas por los costes que pueda llevar aparejado. Un cambio de este estilo haría algo más racional el debate político y la aprobación de nuevas leyes y, sobre todo, expulsaría del ordenamiento jurídico normas que hacen más mal que bien.
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