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Bombeando liquidez… hasta la siguiente crisis

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La actual inestabilidad del sistema financiero proviene de su pecado original que consiste en endeudarse a corto para invertir a largo. El cliente cuando deja en custodia su dinero de curso legal en el banco piensa que está suscribiendo un contrato de depósito cuando lo que realmente está haciendo, sin saberlo, es darlo en préstamo al mismo que, a su vez, lo presta raudo a diversos negocios, un mecanismo propio de la banca que multiplica los riesgos empresariales. Con este fraude se logra que crezca la economía, pero se distorsiona su estructura productiva. Históricamente esta creación de dinero fiduciario por parte de los bancos comerciales pedía a gritos la existencia de un banco prestamista (central) de última instancia. Cosa que sucedió invariablemente en todos los Estados (Panamá es la excepción).

Por si fuera poco, la imprudente expansión crediticia propagada recurrentemente por los bancos centrales induce a bancos, empresas y particulares a endeudarse y colocar recursos en proyectos de todo tipo que no siempre son rentables. La función empresarial queda cegada por la abundancia de crédito barato de nueva creación y, por tanto, se invierte y se apalanca en demasía en proyectos que no cubren las necesidades más urgentemente demandadas y valoradas por la sociedad. Estas numerosas “malinversiones” en determinados activos sobrevalorados crean las conocidas burbujas que acaban explotando. Es entonces cuando se impone en momentos de marea baja un ajuste doloroso, pero inevitable en aquellos negocios que –en palabras de Warren Buffett– estaban bañándose desnudos.

Sucede que cada vez que aparece en el sistema financiero una supuesta crisis de falta de liquidez los bancos centrales acuden en su ayuda con inyecciones millonarias de dinero fiat que, además de envilecer los medios de pago vía inflación, impiden que se aplique la disciplina de mercado, es decir, la expulsión de aquellos bancos que ante la sobrevaloración de sus activos o la falta de las necesarias provisiones han consumido su capital temerariamente. Quedaría así corroborado el dicho de que si te enjuagas la boca con bastante liquidez, puedes quitarte el mal sabor de insolvencia… hasta la siguiente crisis. Un sistema financiero permanentemente socorrido por el monopolio de la autoridad monetaria hace esfumarse la línea que separa claramente la iliquidez de la insolvencia. El shock financiero de dicho sistema está asegurado en forma de bomba de relojería.

Los bancos centrales son incapaces, por el contrario, de acudir con capital proveniente del ahorro voluntario de las personas, que es lo esencial en estos casos. Lo que sí logran es que los bancos se conviertan en un cártel imprudente que actúa en un entorno libre de riesgos al contar con un prestamista (público) de última instancia que vendrá siempre a rescatarlo.

Parece, no obstante, que hemos llegado a un punto de no retorno. Viendo la situación de desplome en Wall Street tras la quiebra de Lehman Brothers y el destape de masivos instrumentos de apalancamiento, el mencionado Buffett afirmó que le parecía estar en medio de una playa de nudistas. Los interesados achacan a la avaricia y falta de transparencia del mercado las graves deficiencias surgidas en la presente crisis cuando la realidad es que los excesos descubiertos son fruto de un sistema financiero corrupto y de malas regulaciones que promueven precisamente los estímulos incorrectos.

Las sobredosis de liquidez vertida en el sistema ya no hacen nada: el mercado interbancario por el que los bancos se prestan dinero entre sí sigue sin desatascarse. Los bancos, además de no fiarse entre ellos al ignorar el nivel de insolvencia de sus homólogos, guardan su poca liquidez para hacer frente a los vencimientos de plazos de sus propias deudas.

Los actuales planes de emergencia de los Gobiernos para salvar a la desesperada el sistema financiero van a intentar rescatar a cualquier banco en apuros con dinero del contribuyente y con deuda pública. La urgencia hace tumbar las barreras del sentido común. Se acepta incluso alegremente la entrada de los Estados en el accionariado de los bancos y la vuelta del nacionalismo económico. Medidas de épocas pasadas que han mostrado su ineficacia una y otra vez están ahora en boca de todos. Puede ser peor el remedio que la enfermedad.

Si se suprimiera el dinero fiduciario de curso forzoso de monopolizada emisión por parte de los bancos centrales, si se impidiera a éstos manipular los tipos de interés artificialmente, si se aplicaran los principios de derecho en la práctica bancaria así como los de prudencia contable en la valoración de activos en los balances, si se diera libertad a los ciudadanos para decidir qué debe ser dinero y qué puede hacerse en cada momento con él, se lograría así que circulase un dinero más honesto que el actual, se entraría en una época de sano progreso, habría un deseable equilibrio entre inversión y ahorro, entre producción y masa monetaria. Se conseguiría –al fin– reducir los ciclos económicos (quiebras bancarias incluidas) tal y como ha explicado la teoría austriaca del ciclo económico de forma meridiana. También desaparecería, como por encantamiento, esa acuciante necesidad de incontrolada liquidez que padecemos desde que dejamos nuestro dinero en manos públicas.

La hegemónica corriente económica del mainstream actual no ha sabido prever ni atajar adecuadamente esta crisis financiera. Sus modelos teóricos se muestran incapaces de servirnos como herramientas para comprenderla. Han fracasado una vez más.

No hemos calibrado convenientemente las consecuencias de dar por sentado el que deba hurtarse al individuo su capacidad de elegir el patrón monetario más idóneo y el precio que debe tener el dinero en cada momento. Nuestro actual Estado-Leviatán se ha hecho con estos monopolios liberticidas (se proyecta incluso ahora fortalecerlos en la próxima cumbre de “hombres G”) que no hacen sino empobrecer y desestabilizar innecesariamente al conjunto de la sociedad civil. Es hora de empezar a cuestionarlos muy seriamente.

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