Una de las acusaciones más recurrentes con las que se ataca al liberalismo y a los defensores del libre mercado es la de que no tiene en cuenta a las personas con menos recursos y más desfavorecidas. Esto es así porque, según argumentan, el funcionamiento de una economía capitalista y libre conduce a grandes desigualdades de rentas, donde una parte de la población vivirá con mucho, y otra al borde de la miseria. Y dado que este resultado no se considera bueno, se justifica la intervención del Estado en múltiples campos, con el objetivo de redistribuir la renta y así favorecer a los más pobres.
Sin embargo, desde el punto de vista liberal, este análisis está lejos de ser válido, por varias razones, y la intervención estatal con fines aparentemente solidarios suele tener efectos contraproducentes. O dicho de otra manera, que éste es un caso particular de la crítica general del intervencionismo, por la cual éste fracasa en cumplir los fines que se propone.
En primer lugar, podemos apuntar a la tendencia histórica de los últimos siglos en Occidente, y de otros muchos países más recientemente, en la que la pobreza se ha reducido drásticamente, y los niveles de vida de toda la población, incluidos los menos favorecidos, han aumentado considerablemente, gracias a la aplicación (parcial, todo sea dicho) de los principios económicos liberales.
En segundo lugar, es muy posible que en estos razonamientos intervencionistas se encuentre implícita la falacia del non sequitur, tan presente en la justificación teórica de la intervención estatal en la teoría de los fallos del mercado. Del hecho de que el Estado realiza funciones importantes para la sociedad, se deduce que sólo el propio Estado puede proveer de esos bienes o servicios. En el caso que nos ocupa, se piensa que si no fuera por las instituciones públicas, nadie se ocuparía de los más necesitados. Sin embargo, sí existen alternativas privadas. Es más, en algunos países (como el caso de Argentina), existían organizaciones privadas que llevaban a cabo tareas de acción social de todo tipo. La labor de estos colectivos fue disminuyendo a medida que la intervención del Estado se entrometió en estos asuntos. Es decir, que normalmente el Estado no es un complemento de las actividades de caridad privada, sino un sustituto, ya que se reducen los incentivos de la gente a preocuparse por los más desafortunados.
Otros ejemplos de alternativas privadas de caridad se pueden encontrar en organizaciones religiosas u otro tipo de entidades que sirven a estos mismos fines.
Y en tercer lugar, cabe preguntarse si realmente los programas gubernamentales y la redistribución reducen la pobreza a largo plazo. Esta pregunta la responde negativamente Howard Baetjer, analizando los planes de la Gran Sociedad de Lyndon Johnson en los 60 y demostrando su gran fracaso. Y es que, como dijo Henry Hazlitt: "la doble pregunta que todo plan para aliviar la pobreza debe responder es: ¿cómo se pueden mitigar las penalidades del fracaso y la desgracia sin desincentivar el esfuerzo y el éxito?".
Por último, y aunque no debería hacer falta decirlo, no es que los liberales estemos en contra de los pobres, obviamente, es que creemos que las medidas intervencionistas hacen más mal que bien a los más desfavorecidos y que, como expone George Reisman, el sistema capitalista de libre mercado es el único sistema económico que lleva a un mayor bienestar material para toda la población.
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