El pasado 19 de enero, la primera ministra neozelandesa, Jacinda Arden, dimitió de su cargo como jefa del gobierno de forma sorpresiva y sin previo avisa. Por supuesto, raudos y veloces los adláteres de la izquierda patria salieron raudos y veloces a lamentar la decisión. Carmen Calvo, Íñigo Errejón, Yolanda Díaz y un largo etcétera no dudaron en culpar al machismo estructural, al patriarcado o a Darth Vader por haber privado al mundo de una líder mundial de semejante pelaje.
La líder del Partido Laborista había llegado al cargo en 2017 a los treinta y siete años, convirtiéndose así en la jefa de gobierno más joven en ese momento. Por supuesto, Arden se ha definido siempre con la combinación de sobra conocida: feminista, progresista, verde y republicana. Pese a no obtener la mayoría del respaldo electoral en las elecciones de 2017, en las que obtuvo 46 escaños frente a los 56 del Partido Nacional (centroderecha y bastante liberales en el ámbito económico), fue capaz de articular una mayoría parlamentaria suficiente pactando un gobierno con los verdes y el partido Nueva Zelanda Primero, que, como podemos suponer, se trata de una formación con un fuerte componente antiinmigración.
Cuando llegó la pandemia de la COVID-19, Nueva Zelanda no fue un país que destacase precisamente por una respuesta a la desesperada y sin base científica. Por ejemplo, las mascarillas únicamente empezaron siendo obligatorias en los centros sanitarios. El gobierno únicamente se limitó a una recomendación genérica en espacios cerrados y, sobre todo, a personas con mayor riesgo. La propia Arden se declaró radicalmente contraria a la vacunación obligatoria.
Pero todo esto cambió fue cambiando poco a poco y sin motivo aparente. Cuando la mayor parte del planeta ya había superado cualquier restricción o medida sanitaria, Arden cambió de opinión respecto a la vacunación obligatoria, expulsó a los científicos del comité asesor (aquí y aquí) y llamó “terroristas” a todo aquel que se atreviese a dar una versión u opinión contraria a la oficial del gobierno. Por supuesto, Arden es una abortista confesa (lo llamó “derecho humano fundamental”), pero su argumento en favor de la libertad de elección no llega hasta aquí. El grado de locura llegó a tal punto que se prohibió recuperar una pelota que hubiera caído en el patio vecino. Arden hablaba de prohibir trabajar, consumir en un establecimiento de hostelería o cortarse el pelo en una peluquería a aquellos que se negasen a vacunarse. Se llegó al punto de querer retirar las ayudas sociales a las madres solteras que no pasasen por el aro vacunal, todo ello con un gobierno verde y feminista en el poder desde las elecciones de octubre de 2020.
Con una sociedad totalmente partida en dos, a partir de febrero pasado la situación se agravó a raíz de unas manifestaciones en la que los peligrosos manifestantes pedían libertad, especialmente en lo relativo a la vacunación de niños, objetivo en ese momento del gobierno. Con una tasa de vacunación del 90% entre los adultos, el gobierno implantó el requisito del llamado “pase vacunal” (lo que aquí sería el pasaporte COVID) para formar parte de un equipo deportivo, algo que resultada obligatorio a partir de los 12 años y 3 meses. Sin dicho pase, los niños no podrían participar en actividades extraescolares grupales.
Durante todo 2022, la situación del gobierno laborista no sólo ha ido empeorando por estos motivos, sino ya electoralmente. Las encuestas para las elecciones de 2024 y que Arden anunció que se adelantarán a octubre cuando dimitió, sitúan en los laboristas cinco puntos por debajo del centroderecha, con un fuerte desgaste de su electorado. La dimisión de Arden, más que centrarse en cuestiones patriarcales, parece estar más enfocada al previsible descalabro electoral de su partido este año. Pero ese posible argumento no vende.
Un buen día para la libertad el día que Arden anunció que se largaba.
Fuente 1. https://www.reuters.com/world/asia-pacific/thousands-protest-covid-19-rules-new-zealand-marks-90-vaccine-rates-2021-12-16/
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