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Capitalistas contra el capitalismo

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Asociar el liberalismo con las grandes empresas en un contexto en el que éstas a menudo proceden en connivencia con el Estado y se benefician de sus prebendas y privilegios resulta, cuando menos, grotesco. El Estado sirve a los grupos de presión y éstos con frecuencia los componen empresas y corporaciones, pues poseen la capacidad organizativa suficiente para pujar e influir en la gestión pública en pro de medidas políticas que les favorezcan directamente.

Un ejemplo reciente lo hallamos en la firma Wal-Mart, cuyo director general ha sorprendido a muchos reclamando al Congreso una subida del salario mínimo. Así, con este llamamiento progresista que contribuye a redimir su imagen de multinacional explotadora, Wal-Mart pugna en realidad por cercenar la competencia: Wal-Mart paga a sus empleados el doble del salario mínimo, con lo cual éste puede aumentar hasta un 100% sin que ello afecte a la compañía. Pero los competidores que, como Target Union, pagan salarios inferiores a los de Wal-Mart verían aumentados sus costes laborales y serían desplazados del mercado. El corolario, pues, de imponer cargas a las empresas es la expulsión del mercado de aquellas que no pueden asumirlas en beneficio de aquellas que ya las tienen asumidas, que ahora ya no deben competir con las anteriores.

Las empresas establecidas se benefician del régimen de licencias que, en innumerables sectores, veda el acceso a las competidores que no cumplen con los arbitrarios requisitos estipulados o que exceden el cupo dispuesto por la autoridad. Las subvenciones y los aranceles son igualmente una forma de proteccionismo que privilegia a unas empresas en detrimento de otras y a expensas de los consumidores. Del mismo modo el sistema de patentes y de copyrights confiere a determinadas empresas el monopolio legal sobre la explotación de ciertas ideas, garantizándoles así un flujo constante de rentas.

Mediante la expropiación forzosa las compañías pueden desarrollar proyectos sumamente ambiciosos sin que el rechazo de los propietarios de los terrenos suponga un impedimento. El Estado, en aras del “interés público”, expropia viviendas y negocios para que empresas privadas puedan construir en su lugar hoteles, centros comerciales, fábricas y oficinas. La subcontratación llevada a cabo por el Estado permite asimismo que múltiples empresas se lucren al margen del mercado. ¿Hasta qué punto pueden considerarse privadas aquellas corporaciones que, como algunas armamentísticas, obtienen sus ingresos del Estado y por tanto son financiadas con el dinero de los contribuyentes?

Los bancos, por otro lado, son los primeros beneficiarios de las políticas de expansión crediticia, pues pueden enriquecerse prestando un dinero que no tienen (dinero no respaldado por activos reales). Las empresas que antes reciben el nuevo dinero son las que se benefician en segunda instancia, pues disponen de un monto adicional para gastar previo a la subida de los precios.

Las corporaciones y las empresas no son inherentemente abusivas ni son producto de la intervención del Estado; se configuran espontáneamente en el mercado como organizaciones eficientes para gestionar recursos. Pero muchas de ellas, sin embargo, puede que no sean tanto víctimas como beneficiarios del estatismo. Quienes asocian el capitalismo con los intereses de la industria no saben distinguir entre la libre empresa, caracterizada por la ausencia de intervención pública, y el mercantilismo, la intervención estatal en defensa de ciertas empresas. Es preciso insistir, una y otra vez, en que el liberalismo no favorece los intereses de ningún colectivo particular, sino los derechos de todos y cada uno de los individuos.

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