Tal y como refería Bruno Leoni en Lecciones de Filosofía del Derecho, “hasta hace un siglo se nutría aún la esperanza de aplicar en el campo del derecho un tipo de demostración análogo al de las ciencias físico-matemáticas según un procedimiento que había tenido defensores ilustres ya desde el siglo XVII (Grocio, Spinoza, Hobbes, Leibniz, Locke y más tarde otros). Es decir, se pensaba que podía llegarse con razonamientos irrefutables a determinadas conclusiones válidas en el campo de las ciencias jurídicas. Desde entonces nuestra confianza en esa posibilidad ha disminuido. La llegada del historicismo (Savigny) convenció la imposibilidad de congelar el derecho en un sistema de proposiciones válido para todo tiempo.”.
Esta objeción a la posibilidad de establecer un fundamento lógico en y para el derecho, se hacía extensible a otras ciencias de carácter empírico en Hume, que hacía a la razón “la esclava de las pasiones y no puede pretender otro oficio que el de servirlas y obedecerlas”, a partir de lo que Sabine definió como muerte del derecho natural.
Es decir, parecía sobrevenir la idea de constructo, de “actividad puramente constructiva” olvidando toda su aspiración de claridad tal y como se lamentaba Wittgenstein, y en ese elaborar un productor cada vez más complejo, no solo el original incorporaba nuevas capas de complejidad manteniendo una base constante, sino el propio momento original incorporaba tantas derivadas que, en no pocas ocasiones, cosas fundamental y formalmente distintas han sido estudiadas como disciplina con un nombre único.
Ésta era precisamente la objeción que Hayek proponía respecto del término economía productor de la amplitud de contextos y fenómenos en los que y para los que se aplica. Por ello, proponía circunscribir su “estricto significado original que describe un complejo de acciones deliberadamente coordinadas a propósito de un fin único, adoptando otro término para describir el sistema de numerosas economías interrelacionadas que constituye el orden del mercado.
Dicho nombre es cataláctica o catalaxia, cuya significación refiere no solo el hecho de “intercambiar” sino también de «admitir a alguien en la comunidad” y “convertir al enemigo en amigo””.
Esta descripción hakeyiana remite de manera casi directa a una lógica de índole matemático que permite un discurso verdaderamente causal en el sentido de establecimiento de premisas y consecuencias implícitas formales, tal y como expresaba Hume como posible en esta disciplina y de la que predicaba su imposibilidad para aquellas de naturaleza empírica. Esta lógica o hilo discursivo no es otra que la Teoría de Juegos.
Tal y como expresó uno de los mayores referentes en esta teoría, pionero en la misma, un juego dista mucho de ser una estructura estrictamente computable. Expresado en sus propios términos, “El ajedrez no es un juego. El ajedrez es una forma bien definida de computación. Puede que no te sea posible concebir las respuestas; pero en teoría debe existir una solución, un procedimiento exacto en cada posición. Ahora bien, los juegos verdaderos no son así. La vida real no es así. La vida real consiste en farolear, en tácticas pequeñas y astutas, en preguntarse uno mismo qué será lo que el otro hombre piensa que yo entiendo hacer. Y en esto consisten los juegos en mi teoría”.
Dicho en estos términos, parece que la expresión cataláctica tiene mucho que ver con un juego del tipo referido por Von Neumann. Sin embargo, y dada la necesidad de una premisa para poder seguir un discurso causal, ésta no puede quedar sometida a una caracterización a posteriori. No puede serlo por una cuestión esencial: porque dejaría de ser una premisa. En efecto, dicha premisa ha de actuar de manera axiomática y no especulativa. Si se hiciera de otra manera, ya no solo es que estuviéramos actuando de una manera ilógica, cuando no poco honesta, atribuyendo el carácter de lo que se quiere a lo que no es para que sea (una premisa), sino que el discurso causal dependería única exclusivamente de lo que quisiéramos obtener. No sería algo racional, aunque el discurso lo fuera, sino una doctrina.
Esto es precisamente lo que ocurre con diversas escuelas de pensamiento. Muchas de ellas podrían ser perfectamente definidas como profecías auto cumplidas, puesto que en su desarrollo pretendidamente lógico o racional está contenida la premisa con elementos que tienen que ver más con el querer ser que con el ser. La esclavitud de la razón a las pasiones.
Por tanto, ¿cabe encontrar alguna premisa para el juego cataláctico cuyo establecimiento responda a una caracterización ex ante al desarrollo lógico del resto de sus elementos como consecuencias implícitas formales?
Es aquí donde la Teoría de Juegos proporciona una herramienta tremendamente potente toda vez que huye de cualquier elemento prejuicioso: la utilidad. No en el sentido de Bentham o Stuart Mill, donde el psicologismo o el valor percibido es lo relevante, sino una caracterización negativa y cuantificable que evita estas cuestiones.
Cuando Morgensten y Von Neumann se enfrentaron al problema de la utilidad, encontraron precisamente el problema de su definición al margen de lo percibido tal y como ocurre con el utilitarismo. La solución de Von Neumann fue del tipo que sigue:
- Imagínese una interacción o juego, donde el Jugador 1 quiere obtener el resultado A.
- ¿Cuál es la utilidad de A?
- Si se le preguntara al Jugador 1, podría dar tantas respuestas como estados de ánimo atraviese, por lo que su valor percibido, no es un buen punto de partida para establecer un proceso racional de caracterización de éste juego o de cualquier otro.
- La solución de Von Neumann, en términos numéricos.
- Ofrézcase al Jugador 1 un punto de utilidad de otro juego.
- Si no lo acepta, quiere decir que el resultado A, tiene más valor en términos de “útiles” que la alternativa.
- Repítase la misma operación hasta que el Jugador 1 acepte el agregado de “útiles” alternativos a cambio del resultado A. Éste será el valor de utilidad de este resultado para el Jugador 1.
Nótese que la escala, como todas las escalas, es algo enteramente arbitrario. Sin embargo permite definir la utilidad de un juego por lo que no lo es Esto es, no hace falta caracterizar, valorándolo, ni el juego, ni las estrategias de todos los jugadores participantes y, por tanto, permite seguir lo que Hume deseaba y lo que tantos otros han pretendido en áreas como la economía, la cataláctica, o el derecho: un discurso verdaderamente causal.
¿Cómo puede ser esto aplicado a fenómenos como el derecho o la cataláctica? Es algo más o menos sencillo. Se desarrollarán algunos puntos fundamentales a continuación de manera esquemática para ganar en claridad:
- Todos los jugadores tienen unas preferencias reveladas. Esto es, un nivel de utilidad para cada resultado medido cuando dicho resultado se obtiene sin más participantes.
- De ello depende las estrategias de dichos jugadores cuando, efectivamente, para ese resultado medie una interacción con otros jugadores ya sea de confrontación, colaboración o cualquier otro escenario intermedio.
- Hay dos escenarios: interacción directa o interacción en un sistema (entiéndase por tal la cataláctica o el derecho, pero sin definir las normas).
- Como las normas son una caracterización a posteriori, es decir, estamos en un momento límite de interacción, la única definición que se puede ofrecer del sistema, del juego, es la interacción entre todos los jugadores no es directa. Esto es, el criterio de interacción no está únicamente marcado por las preferencias reveladas y su estrategia, sino que está mediatizado.
- Es decir, se produce, en este momento límite, una cesión de la posibilidad de desarrollar estrategias, independientemente de cuáles sean, de acurdo única y exclusivamente con las preferencias reveladas.
Ésta, la cesión así definida, es la verdadera premisa de cualquier sistema humano organizado para la consecución de un fin. No es el lugar para desarrollar todas ellas, pero nótese que a partir de este momento “fundacional” o límite, es posible caracterizar todas las posibles consecuencias implícitas formales.
Además de lo anterior, existe un elemento adicional. Los juegos definidos en el sentido de Von Neumann han de revestir otra característica adicional. Esto es, los jugadores, y con ellos el juego, han de ser perfectamente racionales. Racionalidad que, de nuevo, huye de cualquier tipo de singularización valorativa, centrándose en algo que ya de por sí está perfectamente definido: todos ellos juegan, interaccionan, de tal manera que buscan su mayor nivel de utilidad al final de cada interacción.
Por tanto la cesión, que marca el origen sistémico, ha de ser además racional o, dicho de otro modo, un “maximizador” de utilidad para los intervinientes.
Es decir, que si existe una participación permanente de un jugador en un sistema definido por la cesión de la posibilidad de desarrollar sus estrategias de maximización de utilidad como buen jugador racional, la utilidad posible que puede obtener en cada partida en la que participe o interaccione dentro del sistema, ha de ser siempre mayor que interaccionar fuera del sistema. Recordemos que ésta es exactamente la definición de utilidad-útiles de Von Neumann para al armazón que a partir de ahí se desarrolla como Teoría de Juegos.
En este sentido, tenemos aquí una de las primeras caracterizaciones de la premisa como consecuencia implícita formal y no al revés: la cesión no es una pérdida sino un depósito que, al final, se suma a todos los resultados posibles en términos de utilidad. De esta manera, quien interaccione de acuerdo con sus preferencias reveladas dentro del sistema, querrá actuar de la siguiente manera si es racional:
- Querrá ceder la menor cantidad posible de posibilidad de desarrollo de estrategias de acuerdo con sus preferencias reveladas.
- La cantidad cedida, se debe sumar al resultado final.
- Tanto si gana como si pierde, dicho nivel de utilidad se le suma a su resultado. Esto es, que al final de la partida, si pierde, pierde menos y si gana, gana más que fuera del sistema.
Por tanto, y aunque parezca paradójico, un sistema racional es un generador de utilidad a través de, precisamente, cederla previamente.
A partir de aquí ya no quedaría sino entrar en la obtención o caracterización del resto de elementos sistémicos (recuérdese, sistemas finalistas aunque no haga falta explicitar la finalidad de los mismos) como consecuencias implícitas formales. Una de las cuales es, sin lugar a dudas, la caracterización de la premisa.
De acuerdo con la propia racionalidad de los jugadores, ya se ha visto cómo la cesión ha de ser la menor posible pero que cumpla con su funcionalidad de maximización de utilidad que apunta no solo a los resultados de los jugadores sino al propio fin del sistema. Esto explicaría por ejemplo la norma: ha de ser el mínimo restrictivo del individuo y el máximo asegurador del fin trascendente al individuo y por el cuál se establece la cesión-premisa.
En esa “menor cesión posible de utilidad” que es racional porque se espera una mayor utilidad que en los pares de resultados posibles al margen del sistema definido por tal cesión, se encuentra contenido un concepto de la mayor relevancia posible: la libertad. La libertad como una consecuencia implícita formal.
Es decir, la cesión no anula la posibilidad de desarrollar estrategias puras, sino que sirviendo a un fin, útil también, y siendo racional hacerla porque genera utilidad en los pares de resultados, debe ser la mínima posible para que no exista la alternativa en la que para un jugador sea más racional no ceder porque va a obtener más utilidad al margen del sistema. Esto es lo mismo que hacer perder utilidad al fin y, por tanto, el sistema deviene irracional.
En este sentido y, sin ánimo de mayor extensión en un tema que así lo requiere, una caracterización lógica, susceptible de ser formalizada, de la cataláctica, acaba por tener la libertada como una de sus primeras consecuencias implícitas formales.
En términos más llanos, la libertad en lo cataláctico (que implica lo social, económico, legal) es, sencillamente, una cuestión lógica.
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