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Conde-Pumpido amenaza de nuevo

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Va ya para veinte años que se propagó en los círculos más totalitarios de los profesionales del Derecho español el mantra de reformar, en un sentido muy determinado, el proceso de instrucción criminal basado en la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882.

El apremio para poner en marcha esa "modernización" comenzó con las incompletas investigaciones judiciales sobre los asesinatos y robos de estado de los años ochenta del pasado siglo. El hecho de que unos jueces de instrucción decretaran la prisión provisional de un par de jerifaltes se antojó intolerable para la incipiente nomenclatura. Sus terminales ideológicas acuñaron la letanía de que el procedimiento penal dirigido por un órgano casi independiente –como es el juez de instrucción– adolecía de vicios inquisitoriales. Poco importaba que esa falacia fuera de una grosería poco común y que se encargase para uso del Gobierno que tenía responsabilidades directas o indirectas por los delitos investigados. A renglón seguido, los inspiradores de esa doctrina aducían que esos defectos solo podrían subsanarse si se encomendaba la función instructora al fiscal. Soslayando admitir que esa preparación del juicio penal implica concatenar juicios preliminares al tiempo que se investigan los hechos con apariencia delictiva, sus planes dejaban al juez la misión de autorizar, en su caso, las medidas cautelares que comportaran una intromisión en los derechos fundamentales del imputado. Sería "un juez de garantías".

No obstante, un somero análisis del marco institucional del llamado "ministerio fiscal" en España bastaba para evidenciar que tal cambio buscaba principalmente tres objetivos entrelazados: laminar la separación de poderes, socavar el control judicial sobre el Gobierno en el ámbito penal, donde las desviaciones y abusos son más graves, y conceder al Ejecutivo el desiderátum de todos los déspotas: el poder de autocontrol.

A este respecto, la constitución confirma un modelo de fiscal –derivado del francés original– propenso a ser manipulado por el Gobierno. Dependiente de éste, por cuanto nombra al Fiscal General del Estado, el artículo 124 de la constitución predica que actuará bajo los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica. En román paladino, el seguimiento de esas prescripciones significa que los fiscales actúan indistintamente –lo cual les confiere una práctica inmunidad en su actuación individual, más allá de la responsabilidad disciplinaria individual interna– y están sometidos a las órdenes e instrucciones de sus superiores, con el fiscal general en la cúspide de su pirámide jerárquica. Su organización tiene evidentes semejanzas con la cadena de mando militar. El perfil de los miembros de la carrera fiscal resulta equiparable al de los funcionarios de alto nivel de la administración, aunque el recurso a los "fiscales sustitutos" no sólo ha rebajado el umbral de exigencia y el rigor del proceso de selección, sino que alienta la sospecha de reclutamiento de entusiastas del Gobierno de turno.

De cualquier modo, la intervención de los fiscales en los procedimientos penales –aunque no solo en éstos– para "promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad" ha venido ampliándose sin pausa como consecuencia de reformas parciales de las leyes procesales. Frente a su inicial papel de promotor y supervisor de la instrucción judicial y defensor de un inasible interés público, se fue abriendo paso una atribución de potestades para realizar investigaciones preprocesales. La ley del Jurado les permitió compartir la función instructora con el juez en ese proceso especial y, en un paso más allá a modo de catastrófico ensayo, la ley de responsabilidad penal del menor –promovida por un gobierno del PP– les encomendó la instrucción de las causas por delitos donde participen menores de edad. Desde hace poco tiempo, una reforma de su estatuto orgánico permite a los fiscales practicar esas diligencias preprocesales sin dar cuenta al juez, durante un plazo de entre seis y doce meses. La influencia de los fiscales en todos los procesos donde intervienen va más allá de su competencia técnica.

Dentro de ese contexto, el actual Fiscal General del Estado anunció en el acto de apertura del año judicial la intención del Gobierno que lo nombró de promover el golpe definitivo en la legislación. Llama la atención la doblez de su actuación al respecto. Aunque en la memoria oficial de la fiscalía los detalles del asunto quedaron sobreentendidos, es evidente que Conde-Pumpido hizo llegar a los medios de comunicación –especialmente a sus turiferarios– el auténtico sentido de sus propuestas.

Un factor material influye a la contra de esta reforma. La virulencia del pinchazo de la burbuja inmobiliaria va a traer un incremento de las obligaciones del Estado y el hundimiento simultáneo de su recaudación. Dado que la atribución a los fiscales de la instrucción de los procedimientos penales exigiría multiplicar su plantilla y aumentar exponencialmente su presupuesto de gastos, las dificultades económicas para ejecutar esos planes no son menores.

Sin embargo, las ansias infinitas del Gobierno actual por apuntalar un poder omnímodo para moldear y controlar a la sociedad no pueden subestimarse. Sin ir más lejos, el Fiscal General del Estado dejó entrever en la memoria citada que los cambios en marcha para implantar una organización del fiscal "tentacular" tienen como objetivo replicar la plantilla de los juzgados de instrucción, para luego sustituirla o fagocitarla.

La actual mayoría parlamentaria ha dado pasos muy firmes para subvertir la Constitución y sustraerse del tímido control judicial del Ejecutivo y el Legislativo perfilado en ésta. Si el reparto de los puestos del CGPJ con el otrora partido de la oposición tiene un efecto devastador, la asunción por el Gobierno –a través del fiscal y con la policía a sus órdenes– de la tarea de decidir qué delitos se investigan y persiguen tendría unas consecuencias letales para la libertad y los derechos individuales. Algunos ejemplos sobre sus actuaciones preprocesales pueden ayudar a comprender este hecho.

En conclusión, aunque son necesarias algunas reformas en la organización del proceso penal y la propia burocracia judicial, la consumación de la propuesta del señor Conde Pumpido conduciría a un Estado de Derecho en descomposición hacia una vulgar dictadura.

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