En el combate que se dirime entre los liberales, partidarios de someter al estado a controles y contrapesos que garanticen espacios de libertad, y los estatistas, quienes adoran a esa organización como poder taumatúrgico e infalible, se producen batallas cruciales, que no siempre se comprenden por el gran público.
Partamos de la constatación, además, de que los intereses creados (y cruzados) durante décadas retroalimentan a los beneficiarios de ese culto al Estado en los medios de comunicacion, los grupos de presión y los sectores académicos dominantes.
Esta anestesia circundante explica la rutinaria reseña ofrecida en la mayoría de los medios a la entrega al Ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, de la propuesta de nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal, elaborada por una comisión de expertos constituida en marzo del año pasado por acuerdo del Consejo de Ministros. Aunque no se ha publicado su contenido íntegro, ha trascendido que prosigue los planes inacabados del gobierno de Rodríguez Zapatero de conferir al Ministerio Fiscal la dirección de todos los procesos de instrucción penales y limitar sustancialmente la facultad de los particulares de ejercer la acción popular penal.
Por mucho que traten de disimularlo, este cambio comenzó a forjarse entre los juristas más solícitos a las señales del poder político desde que un Felipe González Márquez con ambiciones cesaristas se percató de que las fechorías de su ejecutivo podían ser investigadas por algún juez de instrucción ignorante de la relación real entre los poderes del Estado. En este sentido, no parecía suficiente el sistema de control y selección de jueces a través de sucesivos consejos del poder judicial elegidos por sus mayorías parlamentarias. Había que dinamitar otro valladar introducido en la tradición jurídica española por la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882. Básicamente, esta ley instauró un modelo de instrucción penal dirigida por un juez, que asumía la responsabilidad de practicar las actuaciones necesarias para la averiguación de hechos delictivos, calificarlos preliminarmente, y asegurar la presencia de los presuntos responsables, así como las responsabilidades pecuniarias derivadas de los delitos. Esas diligencias preparatorias del juicio se distinguían claramente del acto del juicio a celebrar ante un tribunal distinto, si había lugar a ello, y, sobre todo después de la Constitución de 1978, no han impedido legalmente la defensa en esa fase procesal (salvo en el procedimiento de excepción de la Ley contra la Violencia de Género y los llamados juicios rápidos) tanto de las víctimas como del imputado por el hecho delictivo. Por otro lado, las oportunidades de intervención del fiscal han aumentado por las reformas continuas aprobadas en los últimos treinta años. En el procedimiento especial del jurado se le convirtió en coinstructor de las causas mientras que se le invistió de la dirección en el de menores.
No obstante, lo que provocaba sudores fríos entre los gobernantes era la potestad de esos jueces de instrucción relativamente independientes de impartir órdenes a todas las policías por encima de las suyas propias, dentro de los fines de la investigación.
A la postre, la experiencia de los últimos años ha demostrado que la alarma del estamento político estaba injustificada, pues su impunidad no se ha puesto nunca en entredicho por una curia judicial adocenada. Si observamos el resultado de grandes procesos penales con conexiones políticas (los GAL, la financiación ilegal de los partidos políticos mediante la extorsión a empresas y particulares, la corrupción sistémica y, especialmente, la monstruosa masacre del 11-M), nunca se ha dado el caso de que las investigaciones oficiales esclarecieran hechos y, menos aún, que indagaran en la participación de personajes de alto rango.
Sin embargo, el empeño por cerrar cualquier riesgo de afrontar responsabilidades penales para la casta política parece haberse convertido en una obsesión. En un momento que los indicios de corrupción de todas las instancias políticas permiten llegar a la conclusión de que el propio sistema alienta y encubre los delitos cometidos por sus prebostes, vuelve otro ministro del ramo, convenientemente arropado por expertos ad hoc, a proclamar las bondades de una instrucción penal dirigida por el Ministerio Fiscal.
Es una falacia que la intervención del fiscal en la instrucción de los procesos penales garantice el derecho de defensa. Desde la perspectiva de la ineludible reducción de la administración del estado, más valdría que se refundiera con la abogacía del Estado para evitar duplicidades. Pero que, además, se quiera colar de matute un inmenso poder para el gobierno, que tiene a su servicio a la Fiscalia, insulta a la inteligencia. Si no se reforma la constitución para investir a los fiscales de la categoría de magistrados del poder judicial esa es la consecuencia insoslayable. Recordemos que, de acuerdo con la constitución, el gobierno nombra al Fiscal General del Estado (Art. 124.4 CE) para encabezar durante cuatro años como máximo un órgano que actúa bajo los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica. Su estatuto orgánico configura un cuerpo administrativo de élite con proyección judicial, cuyos miembros actúan sin una distinción clara de identidad, lo cual, en la práctica, les convierte en irresponsables individualmente. Ni siquiera pueden ser recusados de igual modo que los jueces u otros funcionarios públicos. Son prácticamente intocables para las partes de un procedimiento. Por otro lado, están sometidos a las instrucciones y órdenes dictadas por el fiscal general y el resto de superiores. Por si fuera poco, su jefe puede intervenir en cualquier asunto que conozca un fiscal concreto, relevarlo y sustituirlo. Asimismo, ese estatuto reserva expresamente al gobierno los ascensos y nombramientos para los distintos cargos, a propuesta del mismo Fiscal General que ha nombrado previamente. A través de fiscales dispuestos a ascender en el escalafón, el gobierno de turno podría decidir la aceleración, la paralización o el archivo de procedimientos penales.
En ese ambiente tan viscoso, observamos como el estamento político comparte la idea de privilegiar a quienes obedecen órdenes contrarias a Derecho hasta extremos muy groseros. Por encima del método de elección democrática y las puntuales trifulcas entre partidos, el paso del tiempo va aflorando sustanciales coincidencias y conforma una estremecedora continuidad en sus políticas. En el caso español, donde el compadreo se hace tan fácil gracias a los mecanismos de cooptación establecidos por sus oligarquías, la tendencia a repartirse los beneficios del poder del estado ha llegado a límites insospechados. Mario Vargas Llosa definió la ininterrumpida estancia de 60 años del Partido Revolucionario Institucional (PRI) mexicano en el poder como la "dictadura perfecta" .
Este desmantelamiento deliberado de los últimos resortes de control judicial del ejecutivo constituye un ejemplo más de que España se ve conducida a una especie de dictadura perfecta de los actuales partidos dominantes. Obviamente, nada está predeterminado ni resulta irreversible. Hasta ahora los partidos que defienden postulados inequívocamente liberales han obtenido magros resultados. No obstante, para oponerse a este intento de la casta política por blindarse de responsabilidades caben encontrar otros aliados. Resulta imprescindible, pues, que las personas que dicen compartir esta preocupación dentro de los partidos dominantes den pasos mucho más decididos para evitar la consumación de esta vuelta de tuerca contra el Estado de Derecho. Llegado el caso, si no se eliminan esas previsiones de la propuesta de nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal sobre la instrucción penal y la limitación de la acción popular, los parlamentarios con esa conciencia deberían votar contra este desafuero. Por otro lado, a la vista de la larga serie de acciones y omisiones de este gobierno contra el Estado de derecho, quienes dicen ser liberales en el Partido Popular y amagan dentro de ese partido por distinguirse y mantener otras opiniones deberían reflexionar sobre si, tal vez, no se han convertido ya en una coartada para que nada cambie.
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