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Contra el reparto de España (II)

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Soy de las personas que está completamente convencida de que los atentados indiscriminados del 11 de marzo de 2004 produjeron un gigantesco agujero negro en el funcionamiento de una sociedad diversa -y parecía que avanzada- como la española.

La invisibilidad de este asunto, materializada en la renuncia expresa de todo el estamento político, judicial y periodístico a realizar ningún tipo de pesquisa que esclarezca totalmente los hechos e identifique a los autores de aquellos delitos de lesa humanidad, deja cada vez más patente la indolencia de una sociedad incapaz de generar un número suficiente de individuos con la talla moral y las energías necesarias para exigir a los poderes públicos una investigación seria, aunque solo fuera por un instinto de supervivencia.

Lamentablemente la conspiración de silencio ante las mentiras propagadas en relación a este caso, para mayor gloria de los participantes, ha venido comprometiendo durante estos años la calificación de esta sociedad como libre. La «omertá» siguió al indudable éxito de la operación de intoxicación de la opinión pública, desatada al mismo tiempo que se enterraba a los 191 muertos y continuada hasta los remedos de sentencia dictados en el sumario principal.

Algo peor que la credulidad frente a los dispensadores de las peores ideologías o los detentadores del poder político se atisbaba en esa conformidad generalizada. Se trata de una predisposición a permanecer callado ante las mentiras más descaradas siempre que sean convenientes.

Unos síntomas tan inquietantes auguraban que las tragaderas y la inanidad de una masa crítica de la población española convertirían al país en un marco propicio para los experimentos políticos más disparatados sin ofrecer apenas resistencia.

A propósito del ascenso del socialismo a principios del siglo XX, rebatiendo la idea de que tuviera su origen en las clases populares, Hayek asegura en su ensayo «Los intelectuales y el Socialismo» (1949) que todos los países que lo abrazaron como movimiento político dominante habían sufrido previamente un largo periodo de tiempo en el que la ideología socialista había impregnado el pensamiento de los intelectuales más activos. Para el filósofo austríaco, la principal característica de estos intelectuales no radicaba en su originalidad como pensadores, académicos o expertos en un área determinada del conocimiento. Ni siquiera les resultaba necesario tener un conocimiento especial o particularmente inteligente para difundir ideas. Lo que les dispuso para su labor a partir del siglo XX fue la gama amplia de asuntos sobre los que podían opinar y una posición que les permitía conocer ideas nuevas antes que aquellos a quiénes se dirigían. Son estos intelectuales quiénes deciden a qué opiniones puede acceder el público y cuáles son los hechos importantes.

Piense usted ahora en los políticos, periodistas, profesores, conferenciantes, publicistas, comentaristas de radio y televisión, escritores, dibujantes, artistas y actores españoles que ha conocido por sus manifestaciones sobre cuestiones políticas y económicas en los últimos treinta años. Y, responda, más allá de las coyunturales escaramuzas entre los distintos clanes y capillitas de poder, a qué tipo de ideología obedecían sus intervenciones públicas. Recuerde, asimismo, la veces que ha escuchado la expresión «social» con el significado de socialista, o colectivo.

Salvando algunas distancias, como la dispersión de la propaganda por Internet en los últimos años, la situación que describía F.A Hayek con respecto a los principales países europeos a principios del siglo XX, resulta análoga a la ocurrida en España a finales de ese siglo y principios del XXI.

De esta manera, aunque quisiéramos creer que el apabullante dominio de todos esos intelectuales en los gobiernos españoles, los medios de comunicación y la enseñanza no arrastraría a grandes masas de la población a blandir el socialismo y el nacionalismo, nos equivocábamos. Los lideres del PSOE más pragmático de los años 80, que marcó al mismo tiempo su propia impronta de arbitrariedades y corrupción, urdió, sin embargo, el sistema de enseñanza y el esquema de medios de comunicación donde se fue preparando el terreno ideológico para versiones más extremistas de ese socialismo. La derecha española, ayuna de grandes ideas a pesar de algún intento encomiable, no hizo frente realmente a esa hegemonía cultural. Tan solo compró algunas voluntades con el dinero de los contribuyentes sin cuestionar los fundamentos de la ideoogía. Es más, algunas de las políticas del actual gobierno (como la tributaria) han destacado por su carácter profundamente socialista.

En estas condiciones arrumbaron la crisis y la recesión posterior que, además, dejaron al descubierto también las bases corruptas de un regímen que resulta incapaz de regenerarse si no es por la cooptación ¿Puede sorprender en estas circunstancias que una pandilla de politólogos espabilados que se presentan vírgenes (otra cuestión es que lo sean) quiénes han refundido los escombros del socialismo de siempre con las técnicas más habilidosas del marketing político moderno, irrumpan en la escena política con fuerza?

Me temo que en el mejor de los casos asistiremos a un reparto político que desembocará en un corrimiento de todos los partidos hacia un socialismo populista y pendenciero.

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