En ocasiones es usual encontrar a numerosas personas que se ganan la vida amparando los resultados y valores de la economía de mercado, pero que íntimamente -y a veces de forma explícita- reniegan de los mismos con ferocidad. No se trata de intelectuales de peaje ni agentes al servicio de una causa extremista. Son, por un lado, directivos de alto nivel y mandos intermedios en las empresas; por otra parte, son consultores que prestan de modo temporal sus servicios en las firmas. Gente que entiende una cuenta de pérdidas y ganancias, aunque detesta todo lo que ello significa.
La pasada semana descubrí, tras una larga conversación, las motivaciones profundas de un presunto experto en empresa familiar. Supongo que cuando se alcanza cierto grado de prepotencia, algunos, de modo involuntario, se destapan sin dilación. Ya me sorprendió desfavorablemente que, en una futura conferencia dirigida a jóvenes emprendedores, me comentara su intención de ponerles a caldo sin motivo alguno. Cuando encuentran el momento o la confianza, todos estos anticapitalistas en penumbra sueltan la cantinela característica de las causas de la pobreza en el mundo, se atragantan con el liberalismo, así como vapulean el significado profundo del dinero. Eso sí, estos white-collar workers gozan de múltiples prebendas por causa de su oficio que nunca reparten con nadie, y es evidente su directo desprecio por aquellos que no han logrado alcanzar su estatus de (aborrecible) excelencia.
En La mentalidad anticapitalista, Ludwig von Mises considera que los motores que propulsan tales comportamientos adversos a la libertad entre esta clase de impostores son el resentimiento y la envidia:
El trabajador de corbata, además de la común animadversión contra el capitalismo, padece de dos espejismos peculiares a su categoría laboral. Tras una mesa de trabajo, escribiendo y anotando cifras, tiende, por un lado, a sobrevalorar la propia trascendencia… El capitalismo, evidentemente no reconoce el “verdadero” valor del trabajo “cerebral”, sobreestimando, en cambio, la faena meramente muscular de seres “ineducados”. Por otro lado, al igual que a los titulados, también mortifica a nuestro administrativo la visión de quienes, dentro de su mismo grupo, sobresalieron.
El argumento es veraz y guarda relación con ejemplos cosidos a la realidad. Hace escasos días, tuve ocasión de preguntar a un grupo de jefes de obra de una importante constructora una serie de preguntas en torno al liderazgo, el clima laboral y la retribución por objetivos. Sus respuestas fueron clarividentes: muchos ejecutivos de pacotilla no hubieran estado nunca a la misma altura en sus argumentos. Respecto del cobro de incentivos por obra terminada con anticipación, algunos lo entendían como estímulo esencial en su trabajo, y otros preferían acabar- por seguridad psicológica- en la fecha fijada; más todo el mundo con franqueza estaba de acuerdo en la pervivencia del incentivo voluntario, sin plantear ninguna clase de aversión o enmienda como determinados colectivos profesionales lo hubieran hecho con elevada probabilidad.
Lo que quiero indicar es que en nuestra vida cotidiana pueden aparecer sólidos aliados ajenos a la demagogia e impregnados de sencillez, a favor de una libertad pura, fundacional, irrestricta: tengámoslos en cuenta. Los mensajes del liberalismo no pueden rebotar una y mil veces frente a profesiones sugerentes pero de mentalidad prácticamente irrecuperable.
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