Joseph Haydn fue, a su modo, un lacayo ejemplar. Su biografía ha resultado siempre muy poco atractiva a los románticos. Cumplir casi ininterrumpidamente treinta años al servicio de una neo-feudal familia húngara –los Esterházy– afincada en los limes del imperio de los Habsburgo, hacerlo de forma intachable y sin mostrar el menor atisbo de desafío o rebeldía (como sí hicieron Mozart o Beethoven) es decepcionante para almas novelescas.
La condición servil de Haydn en aquella inmóvil y sofocante sociedad del Ancien Régime le imponía, entre otras muchas obligaciones, componer a requerimiento de sus patronos. Además, según contrato, sus criaturas artísticas serían propiedad exclusiva de los Esterházy. En su obligado retiro dorado fue desgranando, con fertilidad sobrecogedora, obras maestras en todos los géneros musicales.
Pese a estar Haydn físicamente separado del mundo, era una toda una celebridad en Europa. Su música se apreciaba mucho y, desde hacía años, sus admiradores coetáneos habían hecho caso omiso de la prohibición principesca de divulgar su música sin su nihil obstat. Excepto unos pocos encargos oficiales, fue profusamente copiada, publicada y pirateada por doquier sin su consentimiento. Los derechos de autor estaban en pañales.
Sólo al final de su carrera, su vida dio un giro inesperado. Al morir un año después de la Revolución francesa su principal empleador, el príncipe Nikolaus, le sucede su hijo Antal que profesaba escaso interés por los asuntos filarmónicos, por lo que no dudó en licenciar a todos los músicos que su padre, gran melómano, tenía contratados.
De regreso a Viena, el desempleado compositor estuvo sopesando qué hacer. Muchas cortes europeas le cortejaron. El que más cerca estuvo de firmar un contrato con el afable y pulcro Haydn fue Fernando IV de Nápoles pero, ante la perspectiva de un empleo seguro y sin riesgos, se entrometió el violinista y empresario Johann Peter Salomon, radicado en Londres. Éste le propuso una aventura: realizar una gira de conciertos por Inglaterra.
El casi sexagenario Haydn, de origen humilde, sin haber visto nunca antes el mar y falto de toda experiencia en un mundo de profesiones liberales ajeno a la tutela aristocrática, accedió a la propuesta de aquel dinámico representante para sorpresa de sus allegados.
El 2 de enero de 1791 desembarcó en Londres, conglomerado urbano vasto y cosmopolita que cambió su vida. Era la ciudad más bulliciosa del momento. La actividad de una burguesía local evolucionada la hizo un lugar en que todo lo reclamado por la gente se convertía en business. La música no fue excepción. Muchos músicos acudieron allí al calor de las oportunidades empresariales que se desplegaban. Un hijo de Bach, Johann Christian, organizó allí junto a un compatriota la primera sociedad privada moderna de conciertos.
Durante su estancia en Londres participó Haydn en abarrotados conciertos (de pago) en las diversas sociedades de conciertos que competían entre sí en las salas de la Hannover Square, en el King’s Theatre o en el Pantheon Theatre. Se le concedió el doctorado por la Universidad de Oxford y tuvo tiempo de tomar –en su escaso tiempo libre– clases de inglés.
No tardaría ni año y medio en probar de nuevo las mieles de la "dulce libertad", tal y como la denominó en su correspondencia. Realizó su segundo viaje a inicios de 1794 y sus nuevas actuaciones y desplazamientos fueron tan agotadores y lucrativos como la vez anterior. Hizo más amigos y vida social que en su Viena natal.
Debido a su experiencia londinense le sobrevino un memorable estallido de madurez creativa: sus últimas sinfonías y cuartetos, su concierto para trompeta, sus dos grandiosos oratorios y sus seis misas finales son un tesoro sonoro de vibrante optimismo y honda expresividad. Seguramente fue la de Londres la etapa más feliz de su vida.
Haydn regresó finalmente a Austria para desempeñar el papel de compositor sacro a las órdenes de un nuevo Esterházy, pero poniendo esta vez el anciano músico sus condiciones. Se jubiló luego a su casa particular en el distrito de Gumpendorf de Viena (hoy Mariahilf), pagada con los frutos de su trabajo en Inglaterra. Allí moriría unos años después durante la ocupación napoleónica de Viena, rodeado de una soldadesca revolucionaria que ya no era fiel a un rey sino al nuevo Estado y a sus virtudes republicanas. Venían con sus mortíferos ejércitos con la intención de "liberar" a Europa; incluida su añorada Inglaterra, primera nación del orbe en conocer una revolución política e institucional sin precedentes.
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