La del Estado, desde el punto de vista de su limitación, es una vieja cuestión. Bien lo sabemos los que nos decimos liberales no de talante. Lo cierto es que en los términos más actuales la cuestión teórica se remonta a los años sesenta y setenta, donde autores provenientes de corrientes austroliberales o de tendencias neoclásicas han resucitado el tema elevados por la crisis del modelo estatista keynesiano expandido antes y, sobre todo, después de la Segunda Guerra Mundial. Victorias "suecas" como la de Hayek, Friedman, Becker o Coase han sido hitos en el camino. La extensión del libertarismo y de la crítica del Estado de la mano de Nozick, Rothbard o Lemieux, también han sido influyentes.
Pero lo determinante en una corriente es lo que hacen los políticos con sus recetas. ¿Qué ha ocurrido en los años ochenta del pasado siglo? Esencialmente, que se han aplicado algunas de estas medidas de reducción del Estado en la anglosfera. De la mano de Reagan y de Thatcher, los estados respectivos han dado un giro de unos grados en sentido reductor. Han aplicado, para ello, recetas esencialmente monetaristas, cuyo fundamento es relativamente consistente, y desregulaciones asentadas esencialmente en privatizaciones de empresas públicas, más generalizadas en Europa que en Norteamérica. El resultado fue, sin duda, una liberalización de ciertos mercados, especialmente de los financieros. En los años noventa les llegó el turno a los estados iberoamericanos y a las ex repúblicas soviéticas. Para ellos la receta fue, simplemente, privatizaciones, sin más, y ajustes de las finanzas nacionales a las exigencias del FMI. Por unos y por otros esas dos décadas han pasado por ser las más liberales de la Historia y sus resultados, decepcionantes a todas luces, les han sido asignados al liberalismo.
La ola liberal estuvo mucho más en la boca de los periodistas, de los mediadores de opinión y de ciertos estamentos políticos más que en las realidades. El ex colaborador de Ronald Reagan David Stockman lo explicó muy bien desde el pesimismo liberal en su El triunfo de la política. Sólo tuvieron lugar unos pocos grados de giro hacia la derecha, pero fueron acompañados de una enorme cobertura publicitaria, como si de una gran revolución liberalizadora se hubiera tratado. Grandes alharacas en torno a las privatizaciones ha hecho pasar por liberalizador lo que no fue más que una modalidad de gestión estatista de la economía. No es de extrañar, pues, que tras el fracaso de las promesas de algunas de las privatizaciones y desregulaciones, las culpas hayan recaído sobre los teóricos. Una liberalización cosmética y superficial, que no consigue reducir los precios porque no consigue en realidad incrementar la competencia y dar vía libre a la función empresarial, arrastra en su fracaso a la teoría liberal.
El liberalismo se encuentra, por tanto, en una encrucijada. Por una parte, teórica y, por otra, política. El dilema teórico es que, siendo muy variados los teóricos liberales y sus propuestas económicas, todos son incluidos en la misma casilla. Además, habiéndose aplicado más las recetas de los liberales friedmanitas, monetaristas y neoclásicos, las críticas a sus "inadecuaciones a la realidad" han recaído sobre todos por igual. El mismo Friedman, en un alarde de rigor empirista, reconoció que las recetas de privatización dirigidas por él en la Europa del Este habían sido erróneas. Que es mucho más importante para organizar sociedades libres establecer sólidos regímenes jurídicos de protección a la propiedad. Si no, la privatización es una depredación de rentas estatales con la formación resultante de mafias.
El positivismo friedmanita es de cortas miras. Parece que se niega a admitir que existe una tradición teórica liberal más antigua y sabia que la suya que le hubiera hecho concluir lo mismo y mejor antes de la caída del muro de Berlín.
La encrucijada política deriva de aquella. Si la tradición teórica que puede ser comparada por los políticos, la monetarista, pierde valor, el liberalismo ya no vende. La agenda política norteamericana de los últimos años es clara en esto y no porque a los norteamericanos les preocupe la seguridad, que es muy plausible, sino porque han sacrificado amplias cotas de libertad económica no sólo a ella, sino a las subvenciones, la "solidaridad", la compasión y a todas aquellas propuestas que prometen lo que nunca podrán cumplir.
Frente a este fracaso neoliberal se alza, impasible en el plano teórico, la tradición austriaca. Inexpugnable en sus análisis, infalible en sus pattern predictions es, no obstante, incapaz de entusiasmar a ningún político ni a ningún medio de comunicación de importancia. De nada sirve, no obstante, lamentarse. La tradición austriaca sigue siendo académicamente minoritaria por más que su solidez sea insuperable en el plano económico. Para la opinión pública general, además, o no existe o es considerada como una variante menor del mismo inconvincente liberalismo. Y no vende porque le falta ofrecer un producto político que venda, algo que sea asumible desde quien busca acceder al poder político o desde quien desea reformarlo en un sentido determinado.
No arraiga en la opinión porque sólo prende en las minorías que nos apasionamos con la libertad y, colateralmente, con la expansión sin límites de la productividad y la felicidad humana. Pero no aporta nada a la organización de la sociedad política, salvo generalidades derivadas de la idea de fraccionamiento simple y como sea, del poder territorial, formal, institucional y total. Pienso que ha llegado el momento de que haya una teoría austriaca, o complementaria a ésta, del Estado. Mientras ésta no exista, seremos minoritarios, muy minoritarios, desoladoramente minoritarios… e incapaces de generar una sociedad de minorías orgullosas, es decir, de individuos.
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