Tras leer un interesante artículo de Albert Esplugas en este foro, así como los certeros comentarios suyos y los de otros lectores que le siguieron, me han dado pie a reflexionar sobre ciertas ayudas del Estado, siempre polémicas para posiciones liberales.
En los Estados Unidos, supuesta encarnación del libre mercado y del capitalismo desenfrenado, existe un programa federal de ayuda a las personas de rentas muy bajas para comprar comida en caso de extrema necesidad mediante cupones de alimentos (tarjetas electrónicas llamadas EBT). Los pasos necesarios para obtenerlos son relativamente sencillos: una solicitud a la oficina local del Departamento de Agricultura (USDA), la aportación de ciertos justificantes de ingresos y de gastos domésticos y una entrevista con el burócrata de turno pueden dar como resultado ser merecedor de unos cupones (food stamps) para comprar alimentos en cualquier supermercado del país durante algún tiempo.
El Estado benefactor es mero agente pasivo en estas ayudas. No produce los alimentos, no los transporta, no mantiene la cadena de frío en su caso, no realiza exhaustivos controles de calidad, tampoco los distribuye ni los comercializa. El Estado se limita a exigir un registro de productores y que se cumplan unas reglas de higiene y seguridad alimenticia sin alterar gravemente la producción del vasto volumen de alimentos que se comercializan y se consumen en dicha sociedad extensa. Es la libre función empresarial, la competencia, la libertad de precios y de mercado (a pesar de los aranceles, las barreras técnico-sanitarias impuestas por la FDA y las subvenciones agrarias) las que permiten –y garantizan– a los consumidores tener acceso a casi cualquier tipo de alimento de calidad en todo momento.
Si uno se para a pensar cómo los alimentos llegan a nuestra mesa de forma recurrente o cómo los estantes de los supermercados están permanentemente llenos de muy variados alimentos a precios asequibles y no se queda maravillado, es que ha dado por sentado demasiadas cosas de un proceso que es realmente sorprendente.
En ese mercado todo el mundo (productores, intermediarios y consumidores), a la hora de hacer sus intercambios voluntarios, se mueve por su exclusivo interés y, quitando a sus allegados o a sus competidores más directos, le importa más bien poco lo que hagan o dejen de hacer los demás. No obstante, ese mecanismo egocéntrico, sin que ningún Gobierno intrusivo o concurrente haya metido apenas las narices en él, es muy capaz de alimentar satisfactoriamente y sin interrupción a la gran mayoría de sus intervinientes; además, sin apenas conflictos sociales. No se sabe muy bien cómo, pero funciona.
Pocos procesos humanos cumplen para mí un servicio público tan evidente como éste. Pensemos, por el contrario, en las grandes colas de las pésimas y escasamente surtidas tiendas de la economía planificada de la extinta URSS.
Es urgente que el poder decisor de ciertos servicios secuestrados o monopolizados por el moderno Estado asistencial pasen a manos privadas. No obstante, siempre quedará en las sociedades libres una minoría que no tenga fácil acceso a los alimentos, a la asistencia sanitaria, a la educación, a la vivienda o al ahorro. Los que desconfían de la efectividad de la solidaridad humana verdadera (la voluntaria), se les podría persuadir de las ventajas de un verdadero mercado libre junto con la distribución de cupones o cheques estatales (tipo las EBT electrónicas) que respeten la imprescindible función empresarial en todas esas áreas.
¿Por qué no favorecer un completo mercado libre de prestación educativa, sanitaria, farmacéutica, aseguradora o de suelo y limitarse el Estado a gestionar unos cupones sólo y exclusivamente para una minoría, los impedidos por una u otra razón, con el fin de que puedan ser atendidos o cubiertos por un libre mercado desplegándose continuamente? Si los poderes públicos pasan a ser así meros compradores de servicios (y encima no mayoritarios) y dejan de ser productores o planificadores de sectores enteros de la economía, los escenarios futuros podrían de verdad sorprendernos.
Si el Estado se empeña en perseguir quiméricas ilusiones tipo justicia social o igualdad de oportunidades seguirán produciéndose despilfarro de recursos y empobrecimiento general. ¿Qué tal si los poderes públicos se limitaran a producir justicia a secas y permitir la libertad de oportunidades? Es más, las sociedades abiertas, tal y como proponía Hayek, pueden perfectamente darse el lujo de mantener un sistema de asistencia pública de mínimos (a costa del mercado) en beneficio de los incapacitados, sin afectarlo gravemente como sucede ahora con las masivas medidas del Estado social del malestar.
Por supuesto que con estos mecanismos no desaparecerían los impuestos, pero de seguro que la presión fiscal y la descapitalización de las empresas serían menores y, por tanto, mejoraría la productividad general. ¿Por qué no pensar en un tipo único verdaderamente reducido?
A pesar de las condiciones que traen consigo toda ayuda estatal, creo que si son pasivas podrían ser un medio válido para revertir la actual tendencia expansiva del poder público. Ante la insostenibilidad del actual Estado providencia, es necesario pensar en alternativas atractivas para una mayoría frente a la calamidad de gestión socialista/intervencionista que padecemos en la actualidad con la producción estatal de educación, salud, pensiones o viviendas. Aunque sólo sea para desviarnos del certero y atroz camino de servidumbre que se nos avecina.
Brindemos esta Navidad por la próspera sociedad civil y por la libertad y no por los menguados restos ofrecidos "graciosamente" por la obsequiosa y trilera casta política.
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