Hay temas que los políticos, escasos de valentía y sobrados de electoralismo, eluden con diferentes métodos, más o menos sofisticados. El del botellón, el ocio nocturno escandaloso y sucio es uno de ellos.
Como en tantos otros temas se trata de un caso particular del uso de los bienes comunales. Los espacios de las ciudades son espacios llamados públicos, eufemismo que sólo encubre que, en las sociedades modernas, son organizados por gestores públicos que lo manejan como propio sin serlo según unas reglas que provienen del pasado y que pueden modificar en línea de sus intereses particulares como gestores. Es posible esbozar un análisis praxeológico y evolutivo del problema.
Por evolución histórica el espacio no privado va siendo regulado por leyes que son fruto de un proceso de una competencia de fines más o menos excluyentes y, por tanto, de combinaciones variadas de ellos. Las calles, las plazas, los viales en general, han sido orientados al tránsito en un proceso donde el servicio a la vida productiva se comparte con el servicio al ocio en una división temporal más o menos clara: día productivo, tarde de ocio tranquilo.
La noche es también momento de ocio aunque lo esperable es que se realice en espacios regulados como las terrazas o recintos privados. Con la irrupción de la izquierda política, aquel uso más burgués del espacio público fue alterado en función de un mayor o menor radicalismo. En muchos casos el espacio público fue (y en ocasiones aún lo es) apropiado por ella, aunque existe un cierto y difuso consenso en facilitar prioritariamente el uso de los viales como tránsito, y de las plazas y parques como descanso pre o post productivo.
Los muchachos del botellón, en concreto, hacen uso de los recursos que tienen para lograr lo que quieren con los menores costes posibles. Su respeto por el uso más o menos consensuado de los espacios públicos es menor, bastante menor que el de otros grupos de ciudadanos. Sus fines son juntarse y ocupar masivamente y excluyentemente el espacio privado para un ocio que perjudica a los propietarios colindantes, a los transeúntes que utilizan el vial con otros fines y generan sucesos violentos o disruptivos con frecuencia. Obtienen las bebidas al menor coste posible en los supermercados y ocupan, como free riders, el espacio público para reorientarlo hacia sus fines. Finalmente, producen grandes externalidades negativas.
Pero los políticos se niegan a adoptar medidas para limitar o suprimir esto. Por dos razones fundamentales: primero porque son gestores de lo ajeno que dependen del voto de los "botelloneros" adultos y del de los padres de los menores tanto como de quien sufre la externalidad negativa por su comportamiento. ¿Por qué un político iría a beneficiar a un votante más que a otro? Si no hay un grupo electoralmente más unido y poderoso no tiene por qué afrontar el problema y, simplemente, se esconde. Además, décadas de culto a la irresponsabilidad personal como marco ideológico global debilitan el uso burgués de los espacios públicos que se asentó tras las revoluciones industriales.
Las concentraciones de botellón generan externalidades negativas claras tanto si hay destrozos de propiedades privadas como si lo son de bienes públicos, o como si se trata de perturbación del sueño y de competencia a los hosteleros que sufren gravámenes por licencias, impuestos y precios públicos para sus terrazas. Por el contrario, los "botelloneros" eluden, cuando menos, esto último. Esto equivale económicamente a una exención fiscal o a una subvención y, para colmo, con el efecto de perturbar a los demás.
El problema es irresoluble en términos lógicos y, por ende, en términos reales. ¿Por qué? Porque mientras existan espacios públicos toda política respecto de ellos es arbitraria, incluso cuando se oriente al servicio o protección de las propiedades privadas y las actividades productivas. Pero está claro que algo es necesario hacer y que eso pasa por retomar la subsidiariedad de lo público ante lo privado y la penalización de las externalidades negativas también en el botellón.
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!