Skip to content

De Georgia a Ucrania, pasando por el centro de la Tierra

Compartir

Compartir en facebook
Compartir en linkedin
Compartir en twitter
Compartir en pinterest
Compartir en email

En Noviembre de 2003, unos años después de la desintegración de la Unión Soviética, Georgia vivió “la Revolución de las Rosas”, gracias a la cual llegó al poder -tras la renuncia de Shevardnadze- Mijeil Saakashvili, un político pro-occidental que decidió salirse de la esfera rusa, con un planteamiento atlantista y proamericano.

Lo mismo ocurrió en Ucrania un año después: tras una nueva y “espontánea” revolución “de colores”, esta vez “naranja”, llegó al poder Yushchenko, también atlantista y anti-ruso. Curiosamente, en 2005, Yuschenko -el presidente ucraniano- apoyó al presidente georgiano en la firma de la Declaración de Borjomi, que abogaba por la creación de una institución de cooperación internacional en las regiones de los mares Bálticos, Negro y Caspio. La intención de salir del área de influencia rusa no podía ser más clara.

Pero las coincidencias no se quedan ahí:

En Georgia hubo, desde la desintegración de la URSS, dos zonas administrativas, Osetia del Sur y Abjasia, que siempre se mantuvieron prorrusas y anti-georgianas, y en las que el ejército georgiano había empezado operaciones militares en 1991 y 1992 para evitar su independencia y mantenerlas como parte integral de su territorio (ni que decir tiene, en dichas zonas, los ánimos se recrudecieron desde 2003 con la llegada de Saakashvili). Como sabemos, algo similar ocurría en Ucrania, concretamente en las zonas administrativas de la cuenca del Donets (o Donbás), las óblast de Donetsk y Luhansk, también prorrusas, y en las que, en 2014, se inició un “conflicto armado” entre las fuerzas ucranianas y las fuerzas “separatistas rusas”.

En 2008, Moscú dirigió un contingente militar a Osetia del sur como reacción a nuevas acciones militares georgianas que habían atacado, a principios de agosto, Tsjinvali, causando varios muertos en una posición de la guardia de paz rusa. Simultáneamente, los rusos invadieron también el valle del Kodori (Abjasia), destruyendo bases militares georgianas. En ese proceso, Rusia avanzó hacia la capital georgiana, Tiflis, para, sin embargo, retirarse y volver después -sin motivos bélicos aparentes- a las fronteras de Osetia del sur y Abjasia, reconociendo la independencia de dichas regiones el 26 de agosto de 2008. Es interesante destacar que Georgia, durante la incursión rusa, contaba con material moderno de la OTAN y disponía de instructores americanos.

Los paralelismos con la actual situación ucraniana son muy llamativos. Pero en Georgia, sin embargo, el grupo atlantista -capitaneado por USA- no logró crear una coalición directa contra Rusia y durante la guerra de Georgia, Rusia estaba presidida por Medvédev, quien había dado muchas más muestras de cierto -al menos aparente- atlantismo que Putin, aunque tras la vuelta a la Presidencia de este último, incluso los analistas más optimistas respecto de las intenciones pro-americanas de Medvédez empezaron a considerarlo una simple maniobra de distracción de Putin para ganar tiempo ante una futura confrontación de Rusia con Occidente; además, mientras en la guerra georgiana Rusia venía de haber respaldado la invasión americana en Afganistán -a pesar del riesgo geopolítico que ello suponía para Rusia, tratándose de su patio trasero del sur-, la enemistad entre Biden y Putin viene de lejos: recordemos que en la primavera de 2011, en un viaje a Moscú de aquél como Vicepresidente, afirmó sobre Putin “le estoy mirando a los ojos, no creo que tenga alma”, llegando a amenazar a Rusia con una nueva “revolución de colores”, similar a las “espontáneas” revoluciones árabes de 2011, o a las georgianas y ucranianas de 2003 y 2004, si Putin volvía a presentarse como candidato.

Y es que no se trata de la mera independencia de una u otra zona puntual del antiguo territorio soviético. Los pensadores americanos del siglo XX, desde Mahan o Mackinder hasta Brzezinski o Kissinger, lo han tenido siempre muy claro: “quien controla Eurasia controla el mundo”. Pero Eurasia, el “corazón de la Tierra”, con su núcleo en el pueblo ruso –un pueblo perfectamente consciente de dicha realidad geoestratégica-, es mucho más amplia que la Rusia contemporánea. Así, lo queramos o no, el pueblo ruso, sus gobernantes y sus pensadores, han tenido siempre una concepción mesiánica del papel de su país en el mundo, como corazón de Eurasia, tanto en un sentido religioso cristiano (los escritos de los filósofos rusos del XIX y principios del XX como Soloviev o Bardeyev son más que elocuentes), como estrictamente social o político (la Rusia postrevolucionaria no puede ser mejor ejemplo). Es por ello por lo que, como dice Alexander Duguin, un profesor que ha sido consejero del parlamento ruso en temas estratégicos: “Rusia está condenada al conflicto con la Civilización del Mar, la talasocracia, que está personificada en los EE.UU. y el orden mundial unipolar con centro en América”, y para ello no pueden ceder en su área de influencia, sino que deben ampliarla.

Aunque con Gorbachov y Yeltsin parecía que el Mar iba a vencer sin pelear, Putin -puesto ahí, curiosamente, por Yeltsin- vino, por lo que parece, para revertir la situación (recordemos que nada más tomar el poder reinició la guerra de Chechenia, en un claro intento por evitar la sangría que se estaba produciendo en los territorios antiguamente integrados en la URSS) y lo está haciendo lentamente, sin prisas; hasta ahora sólo se había ido preparando, ganando tiempo para fortalecerse… parece que las cosas están pasando a una nueva fase.

Y todo sin olvidarnos del Imperio del Medio o de la India, que también tendrán, en algún momento, algo que decir.

Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!


Añadir un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Más artículos

Populismo fiscal

Cómo la política impositiva del gobierno de Pedro Sánchez divide y empobrece a la sociedad española El nuevo informe del Instituto Juan de Mariana evalúa la deriva de la política

El tropiezo del dictador

El aislamiento no es un problema para los dictadores cuando se produce. Puede operarse a través de sanciones internacionales impuestas para frenar su comercio e intercambio, o por medio de su marginación de los grandes eventos de la política internacional y su influencia en ellos. El motivo es que Maduro emana hostilidad allí donde va.