No hay revuelta que no roce el surrealismo, en palabras del propio Buñuel sobre el Mayo francés, ni que no consiga propósitos contrapuestos a los que perseguía con su nacimiento. Los soixante-huitards querían acabar con el capitalismo pero lo modernizaron y fortalecieron, dándole su aspecto actual. De la misma forma, la crisis de 2008 y la recesión económica en la que desembocó, posiblemente, liquidaron esa herencia, engendrando indignados y nuevos revolucionarios quizás más peligrosos, con menos valores y con motivos aún más difusos que los de sus predecesores, ya muy heterogéneos. Llegando, poco más de una década después, a quemar furgones policiales con agentes dentro y saquear tiendas como acción subversiva para luchar por la supuesta libertad de expresión de un delincuente reincidente, siendo la performance perfecta que excita a estos jóvenes violentos de hoy. Son hijos de los que ayer tiraban adoquines desde sus barricadas en el Barrio Latino y gritaban eslóganes cursis de Breton: “¡La belleza será convulsiva o no será!”. Misma violencia y mismo absurdo, pero estos de ahora, a diferencia de aquéllos del 68, no aspiran a ir contra la autoridad o el poder, sino que están ya felizmente en él, corroyendo las Instituciones desde dentro.
Vaya por delante que Mayo del 68 nace como un movimiento comunista maoísta contra las jerarquías, de repulsa a la guerra de Vietnam, pero también de especulación y cuestionamiento de lo que sucedía al otro lado del idealizado Telón de Acero, sobre todo, tras el duro aplastamiento de la Primavera de Praga por parte de la URSS. Ahí muchos empezaron a ver que habían estado ciegos, y a darse cuenta de que estaban gobernados por totalitarios, que no fueron liberados sino conquistados.
El Mayo francés tuvo un mensaje hedonista y subversivo, de mojigatería de la sociedad contemporánea y de ingenuidad post-marxista, y provocó un movimiento en contra de repulsa a la ruptura que jaleaban los soixante-huitards. Ese movimiento no se quedó en la mera represión de la revuelta, como nos han hecho creer, sino que abogaba por la asunción de avanzar cambio a cambio y sobre la base en la máxima de protección de las Instituciones; pues lleva mucho construir lo que se destruye en unos minutos. A él se sumaron artistas, políticos e intelectuales liberales y conservadores como un joven Sir Roger Scruton, a quien el Mayo francés le pilló en París en pleno Barrio Latino, lo vivió de cerca y hablaba de ellos como “una multitud ingobernable de hooligans de clase media” y “un centón de perezosos tópicos marxistas”. Y ahí sintió indignación política por lo que estaban destruyendo. Este sentimiento está muy vigente hoy en muchos de nosotros que vemos cada noche arder Barcelona. La indignación de Scruton derivó en un ideal que persiguió durante toda su vida, la búsqueda del camino de regreso a la defensa de la sociedad occidental.
Lo mismo sucedió con el cineasta y poeta Pasolini, reconocido comunista, que en pleno movimiento estudiantil en Italia, escribió un poema donde declaraba que, en las violentas revueltas, él apoyaba a los policías, por ser estos precisamente parte de la clase obrera, y tener que soportar la locura de los violentos de causa difusa. Los estudiantes no eran justamente los más desfavorecidos, tal como sucede hoy en nuestras altercadas calles españolas.
“La violencia nunca es el camino”, invocan ya muchos de los trabajadores, empresarios saqueados, intelectuales, políticos de diferente signo, periodistas que se manifiestan contra estos actos vandálicos y contra la sección del Gobierno que los alienta. El sentimiento de rechazo social es amplio. Y sus consecuencias sólo hacen que acrecentar la nefasta crisis producida por la pandemia y su gestión. Antes inspirados en Foucault, ahora tenemos a Echenique alentando desde su poltrona de Unidas Podemos, bien asentados en el Gobierno. Pero cuidado, también hay tentación de nostalgia de autoridad alrededor del mundo con las líneas de Erdoğan, Putin, Orbán, Le Pen y, en España, sus aliados ideológicos voxistas. Figuras absolutas que tratan al ciudadano desde la perspectiva jerárquica y lo despojan de la mayoría de edad.
Vivimos hoy, por tanto, en una tentación autoritaria, la tentación de una sociedad cada vez más dogmatizada, sectaria y radicalizada. Una cosa es cuestionar la autoridad y apelar a la libertad de expresión, y otra, actuar contra el orden y los acuerdos democráticos y libertades comunes que nos hemos dado para la normal convivencia en un Estado de Derecho.
Creo que debiéramos meditar, como colofón de este paralelismo con las revueltas del 68, en que al origen del liberalismo moderno se alzó como respuesta razonada y constructiva a la demanda de mayores libertades, principalmente individuales, que reclamaba la sociedad frente al conservadurismo, encarnado en Francia por de De Gaulle, pero sin atender a la vía rupturista de los subversivos. Hoy, en pleno año 2021, los disturbios incesantes de Cataluña y diferentes puntos de España, sumados a los hechos que se están sucediendo en el resto del mundo como los movimientos antifascistas nacidos en EEUU, el Black Lives Matter, el auge de los colectivismos y los crecientes nacionalismos identitarios periféricos y patrióticos, son justo esos dos extremos, los totalitarios violentos de confusas luchas aborrecidas y condenadas ya por la propia sociedad, y la ideología más conservadora creciente a lo largo del globo.
Y así como el Mayo del 68 se amortizó, entre otros, con el origen del liberalismo moderno, debemos mantenernos firmes y esperanzados en que toda esta grave coyuntura podrá desembocar en el resurgimiento de la razón y el fortalecimiento de las democracias liberales, como única vía de salvación.
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