Los artículos de Albert Esplugas Boter y Carlos Rodríguez Braun lograron que tomara la decisión de unirme a los seguidores de Tucker en su posición contraria al derecho de la propiedad sobre las ideas. Más aún cuando esos derechos son disfrutados por terceras partes, ajenas a quien las creó. Su adquisición suele convertirse, en ocasiones, en una forma muy placentera de vivir del trabajo de los demás, como en algún momento sugiere el propio Esplugas. La legislación que regula la propiedad intelectual ofrece una sobreprotección extraordinaria tanto a los autores como a los titulares de derechos de creadores extranjeros; de tal forma que suelen partir con una ventaja más que suficiente cuando tiene lugar un conflicto de intereses y este es planteado ante un juez. Y es aquí donde surge otro inconveniente a los derechos sobre la propiedad intelectual, de carácter más práctico que los descritos por el liberal barcelonés.
El texto refundido de la Ley de Propiedad Intelectual no sólo protege los derechos morales y materiales de los autores o de quienes los han adquirido; sino que, de alguna forma, da amparo a prácticas que, en el mejor de los casos, pueden ser calificadas de abusivas, cuando no se convierten sencillamente en estafas. Según cuenta un abogado especialista en la materia, hay casos en que los titulares de derechos de autor proponen un precio para la fijación de una canción, supongamos, en un soporte audiovisual para un anuncio televisivo o para la producción de un documental. Si la tramitación de la autorización se prolonga más allá de la fecha de su entrada en vigor, el derechohabiente puede añadir los ceros que le plazca al precio acordado. A la otra parte no le quedará entonces otro remedio que buscar un acuerdo lo menos perjudicial posible para sus intereses, si no quiere encenagarse en un proceso judicial que perderá en el noventa y nueve por ciento de los casos.
No sé hasta qué punto soy capaz de explicar con este ejemplo que el excesivo celo en la protección de los intereses de los autores significa la desprotección de otros, claramente perjudicados por las buenas intenciones del legislador; y ello sin que nadie se preocupe de amparar sus derechos morales, y mucho menos los materiales. La Ley de Propiedad Intelectual provoca que las relaciones de personas o empresas con los titulares de los derechos de autor no sean las que tienen lugar durante la negociación de cualquier contrato en la economía de mercado, gracias a las prebendas concedidas por el legislador a una de las partes. Y aquí, como tantas veces, nos acordamos de todos los teóricos liberales que, desde las parábolas de Frederic Bastiat, han insistido en la necesidad de considerar los efectos menos visibles pero posiblemente más perjudiciales de las medidas adoptadas por los gobernantes.
Si convenimos en el carácter ilegítimo de la protección de los derechos de autor, deberíamos pedir al legislador que buscara una forma menos injusta de garantizar una pensión de jubilación para los artistas.
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