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Del patrón oro al patrón euro

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La Gran Depresión de los años 30 y la actual crisis financiera internacional guarda numerosas similitudes. Una de ellas, aunque con evidentes matices, es, sin duda, la existencia de un patrón monetario fijo en la zona euro, por el cual los estados miembros carecen de autonomía para poder devaluar sus divisas, eludiendo así el inevitable proceso deflacionario que conlleva el brutal proceso de desapalancamiento crediticio al que la economía está abocada.

Tras el crack del 29, la mayoría de países occidentales estaban anclados a la disciplina que imponía el entonces vigente patrón oro. Sin embargo, como de costumbre, los gobiernos se resistieron entonces a poner en marcha los duros ajustes estructurales y fiscales precisos para permitir el rápido, aunque doloroso, saneamiento de las malas inversiones acometidas durante la etapa previa de expansión crediticia. Así pues, en lugar de reducir de forma drástica el gasto público, bajar impuestos y liberalizar al máximo la economía abogaron por todo lo contrario: grandes planes de estímulo público, sustancial aumento de impuestos, mayor regulación en todos los ámbitos de la economía, control de precios y de capitales, proteccionismo comercial, rescates públicos de bancos y empresas…

Una política del todo errónea que, finalmente, obtuvo como colofón el abandono definitivo del patrón oro. Así, por poner tan sólo algunos ejemplos, Reino Unido repudió dicho anclaje monetario en septiembre de 1931, al mismo tiempo que Suecia, EEUU adoptó la decisión en abril de 1933, Bélgica en marzo de 1935, Francia en septiembre del 36 e Italia en octubre de ese mismo año. A mediados de 1937, todos estos países ya habían experimentado una devaluación de al menos el 40% respecto al metal amarillo, destacando el caso de Francia que, al producirse más tarde, sufrió de golpe un desplome del 70% en su divisa poco antes de la II Guerra Mundial.

La combinación de políticas económicas erróneas y el abandono de la ortodoxia monetaria se tradujo en una histórica depresión de la economía mundial, cuya recuperación tan sólo empezó a producirse varios años después de acabar la guerra. Hoy el patrón euro es a Europa lo que el oro a Occidente en el primer tercio del siglo XX. Y, al igual que entonces, la duda radica en saber si, finalmente, el actual patrón seguirá o no vigente al término de la crisis. Por el momento, lo cierto es que la inmensa mayoría de gobiernos están cometiendo, en mayor o menor grado, los errores propios de la Gran Depresión. La austeridad pública brilla por su ausencia en la zona euro -de reducción de impuestos mejor ni hablar-, los rescates de bancos y empresas siguen su curso y la implantación de reformas estructurales se está quedando, al menos por el momento, en una mera declaración de intenciones.

No es de extrañar que en los últimos meses el gran debate gire en torno a la ruptura o no de la moneda única. Son muchos los que abogan por abandonar el anclaje a fin de retomar por completo las riendas de la política inflacionaria vía devaluación. Sin embargo, existen dos diferencias clave respecto a los años 30: el euro es una decisión política y, como tal, su supervivencia dependerá de la voluntad de los gobiernos involucrados; además, pese a que en la práctica actúa a modo de patrón oro sobre los estados asociados, sigue siendo una moneda fiduciaria, lo cual significa que su envilecimiento dependerá de lo que decida el Banco Central Europeo (y, por tanto, Alemania).

Es decir, el futuro del euro está en manos de políticos y banqueros centrales, por lo que si quieren que sobreviva -evitando la salida de alguno de los actuales socios-, muy posiblemente, abogarán por las recetas tradicionales a los que tan habituados nos tienen los gobiernos. Esto es, monetización pura y dura, tal y como está aconteciendo desde el inicio de la crisis en Estados Unidos, Reino Unido o Japón.

Lo contrario, sería una sorpresa, agradable, pero improbable. Por todo ello, mucho me temo que en esta ocasión la excepción a esta barbarie económica instigada por los estados, como pudiera ser el caso de Reino Unido a principios del siglo XIX o los países bálticos hoy, confirmará, una vez más, la regla.

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