Tras participar el pasado 10 de julio en el programa ‘Agenda’ de Deutsche Welle para analizar la petición de asilo político en Ecuador por parte de Julian Assange, recibí un curioso y significativo mensaje de correo electrónico enviado por alguien que daba un supuesto nombre, Martina Solis, pero no identificaba desde qué país escribía ni dónde trabajaba. Tras reprocharme mi supuesto desconocimiento de «las realidades» de América Latina, finalizaba con una frase esclarecedora:
«Con sus palabras creo menos en la libertad de expresión que usted pregona y creo más en la libertad que trabajamos desde nuestra región, claro está, nosotros no trabajamos en los medios privados».
Esa era la clave de su molestia. Yo había defendido el valor de hacer públicas las informaciones que los gobiernos quieren ocultar a los ciudadanos, por insulsas o insignificantes que puedan ser, y había denunciado los reiterados ataques de Rafael Correa a la libertad de expresión en su país. Había recordado que, con un discurso de «democratización» de la información, el Ejecutivo ecuatoriano ha clausurado desde inicios de este año veinte medios de comunicación. La excusa es el impago de licencias, pero hay más. De otro modo no se entendería que para cerrar las emisiones la policía haya irrumpido en algunos casos en las instalaciones de una emisora lanzando gases lacrimógenos y se hayan requisado los equipos técnicos.
Esta es sólo una de las técnicas utilizadas por Correa, Chávez y otros presidentes aliados suyos para cercenar la libertad de expresión. Por no salir de Ecuador, aunque en otros países vemos casos parecidos, podemos citar algunas de dichas técnicas: fuertes condenas impuestas por un poder judicial cada vez menos independiente a medios y periodistas críticos, como la sentencia contra El Universo y varios de sus responsables; imposición de límites legales a los temas que se pueden tratar en los medios durante la campaña electoral (censura que ha obtenido el visto bueno de la Corte Constitucional) o la proscripción de entrevistas a medios privados ofrecidas por miembros del Gobierno. Por supuesto, todo eso combinado, al más puro estilo chavista, con largas conexiones televisivas en las que el presidente insulta y amenaza a todos aquellos que le critican, incluyendo los medios de comunicación. En una de sus intervenciones por televisión, Correa llegó a romper en directo un ejemplar del diario La Hora con el argumento de que «ahora sí tendrán motivo para quejarse».
Todo eso se disfraza, se aliña, con el discurso de la democratización de los medios, muy repetido desde hace años por personajes como Correa, Chávez, Evo Morales y otros. Por supuesto, aquí se tergiversa el sentido originario de la palabra «democratización» para hacerle significar algo diferente de lo que quiere decir.
Para los gobernantes bolivarianos, esta supuesta «democratización» implica un ataque desde el poder político contra los medios privados y toda iniciativa surgida de ciudadanos que no esté controlada por el poder privado. Se quiere hacer creer (y en esa idea se fundamenta parte de los artículos de la nueva ley de medios que se debate en Ecuador) que las radios, televisiones y periódicos en poder del Estado o de organizaciones supuestamente ciudadanas controladas por el partido gobernante son democráticas, mientras que aquellos que son propiedad de empresas o inversores privados están al servicio de espurios intereses oligárquicos (como si no hubiera una oligarquía más tiránica que la del PSUV de Chávez, el MAS de Morales o la Alianza PAIS de Correa y su control del Estado). Pero la realidad es muy diferente. Pretende atacarse uno de los fundamentos de la democracia, que no es otra que la libertad de expresión, y a aquellos que están dispuestos a replicar un discurso oficialista destinado a afianzar a unos gobiernos cada vez más autoritarios e, incluso, totalitarios. La supuesta ‘Martina Solis’ cuyo correo electrónico citaba al principio de este artículo expresaba de forma muy clara el pensamiento de los Gobernantes bolivarianos. Frente a la auténtica libertad de expresión ellos creen en una supuesta «libertad» en la que trabajan. El problema es que esta última no es tal, sino tiránico liberticidio.
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