Cualquiera que sea la evolución de la quiebra de facto producida en las cuentas del Estado español (entendido como el conjunto de las administraciones públicas de España) en las próximas semanas, deben distinguirse distintos grados de urgencia para acometer reformas de calado que atajen el enorme desfase entre los impuestos que recauda a una sociedad exangüe, debido a la recesión y los impuestos confiscatorios promovidos por el gobierno, y los compromisos de gasto que ha venido asumiendo durante los últimos años.
Como ha apuntado recientemente el director de este Instituto, las burbujas financiera e inmobiliaria crearon a su vez otra en el sector público, por lo que, una vez reventadas las dos primeras, resulta obligado pinchar la última para no arruinar la recuperación bajo montañas de déficit y deuda pública después de los necesarios ajustes que se están produciendo en el economía española. Está en juego la prosperidad general de los españoles durante mucho tiempo. Las medidas del gobierno de Rajoy pueden acelerar, arrostrando en primera instancia el descontento de muchos beneficiarios del actual estado de cosas, o retrasar ese proceso indefinidamente, derrochando ingresos en el pago de los intereses de la deuda pública.
Frente al tremendismo y a las increíbles mentiras que la casta política española, secundada por sus turiferarios en los medios de comunicación dominantes, está vertiendo para mendigar al Banco Central Europeo una financiación que no prestan los inversores particulares, conviene insistir en que debe reducirse el gasto estructural para cuadrar las cuentas públicas y evitar la materialización del desastre. Si el banco central comprara aún más deuda pública española e italiana, el euro concebido como un sustitutivo de un patrón monetario óptimo quedaría condenado al fracaso. No obstante, la tentación de ampliar su poder para los políticos europeos sin unos problemas financieros tan acuciantes es fuerte, aunque violen los tratados y actúen contra los intereses de sus contribuyentes. Después de todo, cuentan con la colaboración de los dirigentes de los países supuestamente beneficiarios por esa socialización de las deudas, quienes están dispuestos a renunciar a la soberanía en aras de conseguir sus objetivos a corto plazo.
Antes que simular como pícaros irresponsables que no pueden reformar la estructura de un Estado insostenible y maldecir a los inversores que exigen una prima adicional para asumir el riesgo de financiar un tinglado de tan incierto futuro, los dirigentes políticos podrían confeccionar en cuestión de días sendas listas de competencias y funciones, clasificándolas en función de su necesidad. Incluso con la muy mejorable constitución de 1978 en la mano, cabría aclarar la distribución de competencias entre las administraciones y establecer el orden de importancia de sus funciones, centrándose los debates más prolongados en la colocación de algunas en los márgenes inferiores. Obviamente, el objetivo de dicho inventario no puede ser otro que eliminar gradualmente las funciones no esenciales y a los sectores públicos enteros encargados de prestarlas, de manera que desaparezcan de los presupuestos y dejen de aumentar los déficits públicos.
A este respecto, debe observarse que el penúltimo ajuste, aprobado por decreto-ley del gobierno, consolida un régimen fiscal confiscatorio en España –vedado por el artículo 32 de la constitución- ya que la subida de los tipos de IVA y las retenciones a cuenta se suman a otras de impuestos directos. En la vertiente del gasto, el gobierno se ha limitado a suprimir la paga extraordinaria de Navidad de los empleados públicos (haciendo responsables a justos por pecadores) suspender la eficacia de la ley de dependencia durante dos años sin cuestionar su propia existencia, y reducir la prestación de desempleo.
El mantenimiento de la Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia revela elocuentemente la resistencia del gobierno a replantearse ni una sola de las funciones del Estado. A pesar de la pomposa propaganda consensuada en el momento de su aprobación, ese llamado "cuarto pilar del estado del bienestar" no es más que una promesa insensata a una población que envejece a pasos agigantados (y no necesariamente con buena salud) de que el Estado sufragará su asistencia domiciliaria por enfermeros o ayudantes, con independencia de su nivel de renta. Hasta ese momento la legislación española de seguridad y asistencia social, se "limitaba" -con esquemas alejados al contrato de seguro que la hacían inviable- a ofrecer prestaciones por incapacidad laboral sobre la base de una cotización anterior o, en el caso de las prestaciones no contributivas, a proporcionar subsidios a personas impedidas que no hubieran cotizado a la seguridad social ( o a sus familias en el caso de los incapaces) siempre que sus rentas fueran inferiores a determinados baremos.
Contradiciendo abiertamente el texto constitucional, el cual contempla estas instituciones del estado del bienestar dentro de los "principios rectores de la política social y económica", que solo pueden invocarse ante los tribunales en la medida que se desarrollen mediante leyes (Art. 53.3 CE), se denominó "derechos" a esas nuevas prestaciones, con un nuevo reparto absurdo de competencias entre administraciones. En un momento en que la casta política creyó que los impuestos anticipados derivados de la burbuja inmobiliaria llenarían las arcas públicas indefinidamente, se dio un paso temerario en el ilusionismo fiscal característico del estado de bienestar. La evidente necesidad de atender a personas con dificultades de movilidad, que los españoles comenzaban a paliar contratando a esforzadas y pacientes inmigrantes latinoamericanas y europeas del Este, sería pagada por el Estado y sus terminales autonómicos. La genial idea solo reportaría beneficios, dado que, además se "crearían puestos de trabajo", es decir, se eximiría a ciertas empresas previamente homologadas de competir por prestar esos servicios a las familias en ese incipiente mercado. El señuelo quedaba claro: un enfermero cualificado sustituiría a esas aficionadas que no contaban con formación especializada. ¡Y gratis porque la factura la pagaría el Estado!
Como cabía esperar, el aluvión de peticiones desbordó a los gestores públicos y durante cierto tiempo escuchamos la clásica disputa por dilucidar qué administración pagaría el sistema. Para ganar tiempo los gobiernos autonómicos ralentizaron la tramitación de esos expedientes. Sin embargo, una vez que su insostenibilidad ha quedado patente, el gobierno se resiste a reconocerlo y actuar en consecuencia. Definitivamente, los políticos españoles dependen del delirio.
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