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Derecho a la vida

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Cuando se observan los movimientos de un bebé en una ecografía se asiste al acontecimiento grandioso de la vida. A las 7 semanas después de la fecundación, el bebé mide ya de 17 a 22 mm, mueve sus brazos y piernas y su corazón late incansable a un ritmo de 80 latidos por minuto. Más grandioso aún es asistir al parto, o mecer al bebé en brazos y observar como duerme, mira o sonríe. Quién no haya experimentado sentimientos de ternura y de felicidad en esos momentos únicos, nunca podrá llegar a entender con propiedad la importancia de un ser humano.

Cada vida es única e insustituible. Para poder hablar con responsabilidad del derecho a la vida, sin el aislamiento propio de un mero planteamiento teórico, se necesita un mínimo de inteligencia emocional y de empatía y, desde luego, su completo desarrollo requiere haber sentido de cerca las fases de gestación, nacimiento y crecimiento de un niño.

Sin embargo, no pretendo juzgar con estas reflexiones la decisión privada de una mujer sobre su embarazo, aunque sí resaltar cómo, para el sostenimiento de la sociedad civilizada, es preciso que las instituciones ayuden a esa mujer a proteger la vida.

Defender la vida de un ser humano no debería tener que ver con la política. Debería quedar en un plano legal superior, protegido constitucionalmente y tutelado por jueces independientes, ya que está íntimamente relacionado con la viabilidad del orden extenso, complejo, abierto y evolucionado socio culturalmente, que caracteriza a las democracias occidentales más antiguas y arraigadas.

Si existe el derecho de una mujer a decidir interrumpir su embarazo, antes existe el derecho a la vida del bebé que se está engendrando en su interior, con el que colisiona directamente.

En el Estado de Texas, por ejemplo, la mujer que pretende abortar debe ser previamente asesorada por un equipo médico que le muestra imágenes reales tanto de las etapas iniciales de gestación del bebé como de los dramáticos resultados de un aborto provocado y, al mismo tiempo, le ofrece diversas soluciones de ayuda y adopción.

De un modo similar, para apelar a la responsabilidad individual sobre los propios actos, la mujer debería ser asesorada en cada hospital de Europa, con el soporte de una red asistencial adecuada que evitaría miles de muertes innecesarias, como los más de 100.000 abortos realizados durante el año 2008 en España.

Es decir, sería muy útil que existiese una red de entidades, públicas o privadas, que ante un embarazo no deseado ofreciesen a la mujer que quiere abortar la posibilidad de recibir ayuda social o de firmar la adopción de su bebé recién nacido para su cuidado por una familia con deseos de quererlo. Por ejemplo, si cada madre recibiese una asignación mensual durante su embarazo, en forma de cheque provida, se premiaría su responsabilidad al proteger la vida del bebé.

Ante la idea de que el Estado permita el desarrollo de redes asistenciales provida, hay que analizar su viabilidad en una sociedad abierta como la occidental, donde un orden extenso y complejo se genera (y es generado) por millones de ciudadanos actuando en libertad.

En primer lugar, el coste de una política provida es fácilmente asumible. Por ejemplo, si se lograsen evitar la mitad de los abortos provocados y si cada mujer que cediese su hijo en adopción percibiese 9.000 euros durante su embarazo, tan sólo se necesitarían soporte legal y financiación por importe anual de 450 millones de Euros.

La adopción provida debería promoverse desde entes privados, aunque si un Gobierno se involucrase representaría tan sólo un 0,13 % de las principales partidas de créditos por programas consignadosen el anexo I de los Presupuestos Generales del Estado español para el año 2009.

Dicha ayuda social sería mayor, si además existiese la posibilidad de prohijamiento de un bebé por parte de una familia que le asistiría durante los primeros años de vida, pudiendo mantener o ampliar las prestaciones de su tutela familiar en etapas posteriores. Como contraprestación, el bebé podría pasar vacaciones y fines de semana con la familia que le tenga prohijado y que tendría preferencia en caso de ulterior adopción.

Muchas familias estarían dispuestas a aportar dinero privado para proteger la vida de inocentes. Por ello, una nueva ley de adopción debería agilizar trámites y velar por la prestación de un servicio de calidad con entidades asistenciales, siempre bajo tutela previa por un juez independiente, que posibiliten diferentes modalidades de ayudas que incluyesen como opción la posibilidad de un acuerdo de prohijamiento o de un acuerdo de adopción entre la mujer que deseaba abortar y la familia que quisiese prohijar o adoptar su bebé.

En cualquier caso, se debe minimizar la picaresca, pero aunque existiesen algunos casos de simple lucro personal, el derecho a la vida es tan esencial para el futuro de Occidente que merece la pena su protección.

Finalmente, si los desembolsos fuesen fiscalmente desgravables, muchas familias de adopción (o prohijamiento) estarían encantadas de financiar los cheques provida y los gastos sanitarios, de manutención o educativos de los niños.

Desde luego, en vez de un Gobierno que instaure la eugenesia libre y no responsable, son siempre preferibles una Constitución que garantice un sistema judicial independiente y un Parlamento que sostenga una legislación que promueva la acción de entidades provida, públicas o privadas.

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