La solución pasa por la responsabilidad individual a la hora de que busquemos nuestro propio equilibrio entre beneficios y riesgos asumibles.
Los periódicos y la televisión llevan dos días abriendo con la imagen de Zuckerberg y las explicaciones que ha dado al Congreso de los Estados Unidos. Se dice que la información, los datos, son el petróleo de nuestro nuevo siglo (de hecho, a estos cambios tecnológicos y sociales se le han denominado “la revolución de los datos masivos”). Redes sociales como Facebook, o grandes empresas como Google o Amazon, a cuyos servidores subimos ingente cantidad de información, son una verdadera mina, no sólo por lo que nosotros mismos aportamos, sino también por lo que dicen de sí mismos nuestros contactos y/o amigos.
Hay estudios que, partiendo sólo de los «me gusta», han sido capaces de precisar, con gran acierto, detalles íntimos y rasgos de la personalidad de las personas que nos dejarían fríos; o empresas que, a pesar del silencio de una persona sobre su orientación sexual o sus ideas políticas incluso a padres y amigos, han sido capaces de “adivinarlas” atendiendo a los datos públicos sobre sus amigos y/o contactos en las redes. De hecho, uno de los problemas que plantean los expertos no es sólo los problemas que la información suministrada puede ocasionar en el aquí y ahora, sino la falta de previsión sobre las consecuencias que, a largo plazo, pueden tener nuestras acciones digitales de hoy, sobre todo para los jóvenes.
Los datos que filtramos (y los patrones que de ellos pueden proyectarse hoy en día) no sólo sirven para conocer nuestras tendencias de compra; también pueden afectarnos en nuestras relaciones personales (no son extraños los procesos de divorcio en el que uno de los cónyuges se vale de información publicada por el otro en las redes), pueden tener repercusiones laborales (a la hora de ser contratado, por ejemplo) o financieras (a la hora de obtener un préstamo o hacernos un seguro), circunstancias, todas éstas, en cuya cuenta no siempre caemos. Y es que es tanta la información que suministramos a unos y a otros a través de la red que no siempre es fácil ser consciente de su eventual trascendencia, por sí sola, o en combinación con otros datos.
El problema, sin embargo, no son sólo esos. Como se ha visto con el caso de Facebook, los datos que cedemos gratuitamente están, o pueden estar, al alcance de muchos, estando expuestos a que los roben grupos de personas que no siempre tienen las mejores intenciones; de hecho, no sólo grupos de delincuencia organizada internacional, sino también Gobiernos extranjeros (en muchos casos corruptos) o grupos terroristas están reforzando sus capacidades analíticas para optimizar los beneficios que el nuevo mundo de internet les ofrece. En el mundo actual, un motor de búsqueda puede determinar, literalmente, quién debe vivir y quién morir. De hecho, como se ha visto recientemente, hasta los Gobiernos están demostrando una vulnerabilidad que pocos imaginaban, sustrayéndose información hasta de planes de guerra.
Y es que las empresas a las que facilitamos nuestros datos, y las intermediarias que comercian con ellos, son víctimas constantes de ataques informáticos rutinarios -de los que la mayor parte de las veces ni se habla-, casi nunca con buenas intenciones.
Así, la información sobre nosotros que circula en la red, ya sea pública, ya esté -teóricamente- a disposición sólo de empresas privadas con nuestro consentimiento, es susceptible de ser utilizada para:
- Suplantar identidades con fines delictivos.
- El robo de cuentas bancarias.
- Obtener información sobre cuándo no estamos en casa y qué objetos de valor hay en ella, haciéndole la vida más fácil a los ladrones.
- Acosar a niños y adultos.
- Chantajear, con la amenaza de hacer pública determinada información o determinadas fotografías.
- Seleccionar posibles objetivos: los comentarios hechos en Internet que los cárteles perciben como desfavorables han acabado, en muchos casos, con la muerte.
Y un largo etcétera.
Aunque a primera vista pudiese parecer que lo único seguro es no estar en la red, tampoco esa postura ha demostrado ser la solución. La falta de información sobre uno también puede ser utilizada para suplantar la personalidad, creando perfiles con datos no necesariamente reales, pero difíciles de comprobar. En muchos casos, además, renunciar a la red supone decirle “no” a muchas de las ventajas, facilidades, productos o servicios que tenemos a nuestra disposición y de los que no podían disfrutar nuestros padres y abuelos.
El riesgo, en mi opinión, es inevitable. Y las policías tradicionales no parecen ser la solución, dadas las dificultades de controlar y proteger a millones de personas y empresas en un entorno tan opaco. La responsabilidad personal y la asunción del propio riesgo es el único mecanismo. Responsabilidad a la hora de determinar qué información se facilita, a quién, qué compromisos y qué garantías ofrecen las empresas y/o personas a las que se la facilitamos, cuánto estamos dispuestos a gastarnos en nuestra propia seguridad (antivirus, aparatos tecnológicos más desarrollados y menos vulnerables…), etc. En definitiva, responsabilidad individual a la hora de buscar, cada uno, su propio equilibrio entre beneficios y riesgos asumibles, atendiendo a la situación personal, a los propios gustos y a nuestras necesidades.
El riesgo, sin embargo, como decía más arriba, es inevitable. A algunos les consolará suponer que, por un simple cálculo de coste-beneficio, los criminales tenderán a ir a por los más vulnerables, a por los menos protegidos, a por los más confiados o más irresponsables. Para otros ni siquiera eso supondrá un consuelo. Pero la naturaleza humana es como es. Y noticias como las de ayer de Facebook abriendo los telediarios vienen bien para que seamos conscientes de dónde estamos.
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