El 31 de diciembre de 1991, después de 70 años de existencia, la URSS dejaba de existir y su puesto en el mundo era ocupado por una combinación de repúblicas que habían formado parte de esa unión y que no tenían ninguna experiencia previa de gobierno bajo criterios de respeto a la libertad y los derechos, incluido el de propiedad, de sus ciudadanos, ni a una elección pública abierta y libre para sus cargos. Al menos, ninguna tan larga como para que estos principios hubieran arraigado con fuerza en la tradición política y social de cada una de ellas.
De entre todas, la Federación Rusa, la más grande y poderosa, es la que terminó heredando todos los compromisos internacionales de la URSS, así como el control de casi todo el ejército, incluyendo en algunos casos el de otras Repúblicas que si bien tenían asignado su porcentaje de potencia militar, las necesidades logísticas y estratégicas de Rusia hacían imposible que ésta no controlara o intentara controlar de alguna manera este poder.
La caída de la URSS fue tan espectacular, por inesperada para muchos, que algunos vaticinaron el fin del enfrentamiento entre bloques y una nueva era de colaboración, más o menos sana, entre antiguos enemigos, además de una senda hacia la democracia, entendiendo como tal la que impera en Occidente, sentando las bases de un nuevo panorama global.
En los años 90, el entendimiento entre Boris Yeltsin y Bill Clinton pareció trabajar en ese sentido, pero en el ámbito interno el presidente ruso no supo dar estabilidad a su país[1] y un sinfín de personas del antiguo régimen soviético buscaron, desde el poder, acomodo bien en el sector público, en distintos partidos y facciones, o en el privado, o mejor dicho, en el semiprivado, el que surgió de los monopolios ligados a los grandes recursos y servicios de la antigua URSS.
La Federación Rusa en ningún momento supo ni quiso adoptar una estructura económica ligada a la libertad. La liberalización de la economía, que lógicamente y en términos relativos ha existido, nunca se acercó demasiado al mercado libre, ni siquiera con los criterios de los países más intervencionistas de Occidente. No es sólo que los monopolios públicos se convirtieran en oligopolios semiprivados, sino que estos se enfrentaron entre sí usando técnicas más propias de mafias que de empresas. Este enfrentamiento también existió con facciones del gobierno, lo que provocó el proceso y encarcelamiento de alguno de estos nuevos ricos, y la huida al extranjero de otros.
En la libertad política tampoco se puede decir que los avances hayan sido aceptables. La crisis financiera de 1998 terminó por aupar al poder presidencial a Vladimir Putin, un oscuro funcionario soviético del KGB que había terminado siendo primer ministro de Yeltsin, y al que dejó su cargo en el año 2000, tras su dimisión. Putin fue elegido presidente ese mismo año, de nuevo en 2004 y, tras un mandato en el que por imperativo legal no podía ser reelegido para un tercero consecutivo y lo fue su «marioneta» Dmitri Medvédev (mientras Putin ocupaba el cargo de primer ministro), en el 2012.
Durante este periodo, Putin ha ido orquestando un régimen autoritario, donde la oposición y, sobre todo, la prensa libre han sido perseguidas y acosadas cuando se han opuesto a las grandes líneas de su gobierno o se han acercado demasiado a delicados asuntos. Se ha asesinado a periodistas sin rubor, se ha hecho desaparecer opositores y, todo hay que decirlo, estos asuntos no han parecido desagradar demasiado a los rusos ya que, pese a todo, sigue ganando las elecciones sin que, como en Venezuela, el fraude electoral sea tan evidente y descarado, ni que las intromisiones en la moralidad pública hayan escandalizado demasiado. De todos es sabido, por ejemplo, que los homosexuales no son bien vistos por el régimen y que han sufrido más de una persecución y agresión.
Desde mi punto de vista, Vladimir Putin es más heredero del zarismo que del régimen soviético[2], de hecho las plataformas electorales desde las que ha conseguido el poder no están ligadas a los partidos de izquierda o extrema izquierda, como el chavismo, sino a fuerzas más conservadoras, teniendo una especial conexión con el Frente Nacional francés de Marine Le Pen, pero manteniendo a la vez una relación aceptable con China, su vecino y aliado frente a Occidente, haciendo bueno esos dos refranes que dicen que el enemigo de tu enemigo (Occidente) es tu amigo (China), pero también, mantén cerca a tus amigos y más cerca aún a tus enemigos (China). Y es que los intereses de uno y otro no siempre son compatibles. Además, ha sabido mantener muy buenas relaciones con instituciones directamente heredadas del régimen soviético como el ejército o los servicios de seguridad, de los que procede, que poco o nada han cambiado desde la desaparición de la URSS.
Tras la crisis de finales del siglo XX, la economía que ha propiciado el régimen se ha centrado en negocios ligados al petróleo y la venta de armas «baratas» o de los restos del antiguo Ejército Rojo. Mientras que uno se ha mantenido en precios relativamente altos y la segunda no ha tenido rivales, la situación se ha mantenido estable, pero en cuanto que los precios del petróleo se han desplomado y los chinos han empezado a vender sus armas baratas[3], los defectos de una economía muy intervenida y poco diversificada se han hecho evidentes y han obligado a Putin a desempolvar viejos fantasmas de enfrentamiento propios de la Guerra Fría. Resulta llamativo que la industria del fracking y la decisión de la OPEP de mantener la producción de petróleo, que ayuda a mantener los precios bajos, haya sido vista por algunos sectores rusos, y no pocos analistas occidentales, como una «conspiración» contra Rusia.
La situación que gobierna Vladimir Putin es complicada y para entenderla habría que analizarla desde tres puntos de vista. El primero de ellos bebe de la tradición rusa de cierto victimismo ligado al honor. Rusia, en su versión zarista, soviética o la más actual republicana, ha alentado el victimismo para justificarse. Siempre ha estado buscando un lugar bajo el sol que aparentemente otros le han negado, el comunismo como ideología le sirvió, en el contexto de la Guerra Fría, para implicarse en muchos lugares del mundo, pero su época de potencia global ha terminado y vuelve a usar ese victimismo para denunciar y anunciar que se le debe «respeto», a la vez que recuerda un pasado glorioso, real o ficticio. El honor es uno de las razones más importantes que esgrime un estado para justificarse, incluso para ir a la guerra.
El segundo punto sería el imperialismo que Rusia tiene en su ADN histórico. Desde la época de Pedro el Grande, los rusos han buscado expandirse para proteger su centro histórico-administrativo y lo han hecho extendiendo sus fronteras hasta conseguir el país más grande del mundo y cuando no han conseguido administrar un territorio, han buscado crear un estado vasallo, un régimen títere de Moscú que baile según le dicte el Kremlin. Algunas veces lo ha conseguido y otras veces no y en esos intentos han entrado en conflicto con otras potencias o con algunas sociedades que viven dentro de sus imperiales fronteras.
Las guerras en Chechenia, territorio administrativamente ruso, la intervención casi por sorpresa en las guerras yugoslavas en los años 90, cuando se desmembró el país, la más recientes intervenciones en Georgia y Ucrania, incluso su influencia en Moldavia, y su presencia, menos conocida pero de gran magnitud, en repúblicas de Asia Central como Tayikistán donde mantiene una amplia presencia militar con la excusa de controlar las fronteras con Afganistán, vienen a confirmar que Vladimir Putin y los dirigentes rusos aún piensan en términos imperiales, de esfera de influencia, de espacio vital, de recuperación de lo que alguna vez fue controlado desde Moscú. Todo ello choca con grandes potencias como Estados Unidos o China, pero también con la Unión Europea y la OTAN, que no dejan de quitar influencia a Rusia en lugares como las Repúblicas Bálticas, Moldavia, que aspiraría a reunificarse con Rumanía, o Ucrania, donde la mitad del país en guerra mira hacia Europa, en concreto hacia Alemania.
El tercer punto es el del miedo. Que Estados Unidos y Rusia son las dos únicas superpotencias nucleares es un hecho sabido. China tiene también bastantes misiles de este tipo, pero su número es mucho más limitado, es una potencia nuclear, como lo son Francia o Gran Bretaña, pero las capacidades de estos países, por sí solos es mucho más limitada. Rusia y EEUU aún pueden resucitar la amenaza de la destrucción mutua asegurada[4].
A mediados de julio de 2014, en pleno conflicto en Ucrania, una encuesta de la Fundación para la Opinión Pública recogía que la mayoría de los encuestados, un 64%, temía una guerra nuclear, siendo Estados Unidos la mayor amenaza para el 52% de los encuestados, seguido de Corea del Norte, con el 12% y Pakistán con el 9%. Grigori Dobromelov, director del Instituto de Estudios Políticos, explicaba que este miedo a la guerra nuclear se debía a las interpretaciones que los medios de comunicación hacían de la situación política del momento. Por otra parte, Piotr Topichkanov, experto en temas de no proliferación nuclear en el Centro Carnegie de Moscú, consideraba «típicos» estos miedos ciudadanos: «Las relaciones entre Rusia y EE UU son conflictivas y ahora los ciudadanos se dan cuenta de que el mundo, tal y como se lo pintaban a principios de los 90, nunca ha existido; ahora, las armas nucleares ya no son algo que no se vaya a usar nunca».
En definitiva, el miedo a la guerra es algo que existe en la sociedad rusa y, en parte, explica que se vote y se consienta un dirigente autoritario, casi paternal, como Vladimir Putin, alguien que aparentemente sepa hacer frente a la situación, con fuerza, incluso con violencia si la situación lo requiere. El problema que se ha añadido actualmente es que hasta la caída del precio del petróleo había para pagar sus intervenciones y excesos, aunque la población no estuviera especialmente contenta con su situación, pero como en el caso de Venezuela, se acabó lo que se daba. La Rusia actual es otro ejemplo de lo dañino que puede ser un Estado inflado, lleno de poder, donde los miedos de los dirigentes se convierten en los miedos del país. Desde Rusia, pero sin amor.
[1] En octubre de 1993, Boris Yeltsin ordenó una acción bélica contra el Parlamento ruso para poner fin al conflicto que tenía con el poder legislativo. Después, hizo que se votara en referéndum una constitución donde los poderes presidenciales-ejecutivos estaban sobredimensionados, y que por otra parte, es la legitimación del actual poder de Vladimir Putin.
[2] El régimen ruso recuerda mucho a la Alemania de Guillermo II donde el parlamento era una institución con muy poco poder comparado con el que ejercía el Emperador y su Canciller. En este caso, el emperador sería el Presidente, el Canciller, su primer ministro y el Reichstag, la Duma.
[3] China está incrementando su peso en la venta de armas pero aún está lejos de las cifras de Rusia que suele utilizar esta venta para justificar los gastos en defensa y cubrir su exagerado porcentaje en este apartado. Sigue siendo una de sus principales exportaciones y últimamente Latinoamérica es uno de sus mercados favoritos porque demandan más cantidad que calidad, por ejemplo, les permite dotarse de aviones modernos a bajo precio aunque la calidad sea cuestionable.
[4] China, Francia y Gran Bretaña, junto a Israel, tienen una política de disuasión nuclear basada en que una parte de su arsenal siempre esté oculta, generalmente en submarinos, y que en caso de ataque la respuesta podría ser tan grave que provocaría daños no asumibles por la potencia atacante.
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