Como bien señala Gabriel Calzada, nos encontramos ante una crisis de ideas entre políticos y economistas. Pero donde él se refiere a los actuales problemas financieros, yo voy a centrarme en el campo de la política, aprovechando la celebración de diversos congresos del PP. Asistimos a un momento interesante de revisión de objetivos, estrategias y posicionamientos; lo que sirve de excusa para cuestionar el Estado omnipresente que nos invade (en municipios, comunidades, naciones o uniones económicas) a cambio de una mayor autonomía de la persona y su capacidad de decisión.
El objetivo debería ser una progresiva descarga de la gestión pública de sus actuales responsabilidades en montones de actividades culturales, deportivas o incluso la enseñanza. Con una doble ventaja: nos resultará más barato, y además ganaríamos en calidad de elección. Pero comprendo que hay muy pocos políticos dispuestos a emprender una campaña que diga: "no vamos a construir polideportivos ni piscinas municipales", "queremos reducir los gastos de verbenas y fiestas populares" o "apenas financiaremos la movida cultural", por ejemplo. A cambio, eso sí, tendrían la osadía de prometer que "reduciremos sus impuestos y usted podrá hacer con su dinero lo que le venga en gana".
Entonces, si les parece un objetivo suicida, no queda más remedio que emprender una larga y esforzada empresa de convencimiento. El problema es que los ciudadanos estamos muy mal acostumbrados a que los poderes públicos nos resuelvan las cosas, sin darnos cuenta de que eso tiene un coste mucho mayor que si lo hiciéramos cada uno de nosotros solos (o espontáneamente organizados), y damos por supuesto que el resultado será efectivo, lo que sabemos bien que no siempre ocurre.
Pongamos el ejemplo de esos colosales auditorios que han proliferado hasta en el rincón más recóndito de nuestro país. Cualquier razonamiento lógico, unido a un estudio económico que no es cosa de ofrecer aquí, nos puede demostrar fácilmente que al final cada ciudadano individual apenas hace uso de estas instalaciones. Que existe un gasto descontrolado en subvenciones culturales que apenas aprovechan a nadie más que a los afortunados artistas elegidos a dedo. Y que sería mucho más eficiente que el ayuntamiento en cuestión le diera a cada ciudadano un dinero para que lo gastase en los conciertos y teatros que le venga en gana.
Pero claro, esto no vende mucho en términos de votos. Una razón es que no nos damos cuenta cabal de los impuestos que pagamos. Es curioso cómo ajustamos hasta el último céntimo nuestra declaración de la Renta, mientras domiciliamos sin más la contribución urbana, el impuesto de circulación de vehículos, tasas de basura y de vado, etc. O nos apresuramos a pagar unos desmesurados impuestos de plusvalía de un piso heredado. Sin hablar del IVA o el ya descontrolado precio de los carburantes que cada día reportan millones de euros a los gobiernos.
Todavía percibimos peor la sangría opacamente impositiva que ha supuesto en España, por ejemplo, una desastrosa política de urbanismo, gestión del suelo, o recalificaciones altamente cuestionables. Quiero decir, que hay millones de españoles pagando una sobretasa en la hipoteca de nuestra vivienda, que en realidad no es otra cosa que un impuesto oculto, procedente de los ingresos espurios de ayuntamientos y/o comunidades por la cosa urbanística, que ellos justifican para seguir construyendo polideportivos y auditorios, y que nosotros pagamos borreguilmente.
Sin embargo, como dejó escrito el personaje que da nombre a este instituto, los impuestos ilegítimos no merecerían otra cosa que la rebelión cívica. Juan de Mariana fue un insigne profesor universitario de una escuela tardo-escolástica que floreció en Salamanca, París, Roma, Coimbra o Alcalá de Henares durante nuestro Siglo de Oro. El próximo año se celebra el cuarto centenario de su pequeño Tratadosobrelamonedadevellón donde, entre otras cosas, critica los monopolios, la adulteración monetaria o los impuestos injustos (es decir, los que se cargan sin el conocimiento o el consentimiento del pueblo). Y su argumento descansa en una vieja y sólida tradición liberal: que el ejercicio de la autoridad es algo vicario, temporal y limitado a unas reglas. Los gobiernos reciben su poder del consentimiento del pueblo, por una parte; y deben estar siempre sujetos a las leyes que naturalmente rigen el comportamiento humano, así como al derecho internacional y otros ordenamientos civiles (ellos hablaban de derecho de gentes y derechos positivos).
Este discurso resultó ser altamente subversivo en una Europa que en su falsa modernidad discurría sin darse cuenta hacia absolutismos más o menos camuflados. No deja de resultar una paradoja que sigamos tachando de oscurantismo escolástico a un pensamiento que defendía la libertad individual por encima de cualquier poder civil y que, por tanto, justificaba la rebelión contra una autoridad que no respetase aquellas reglas del consentimiento popular y respeto a la legalidad vigente. Lo que, sin ir más lejos, sería el caso de una imposición injusta. Así lo explicaba Juan de Mariana en su Tratado, al señalar que una alteración monetaria no es otra cosa que un impuesto ilegítimo, por lo que carecería de poder coactivo.
Entiendo que esta "lógica de la libertad" sea difícil de aplicar hoy en día. No es posible operativamente que un ciudadano deje de pagar, por ejemplo, un impuesto de plusvalía disparatado sin que se le eche encima todo el aparato represivo del municipio, autonomía o estado nacional. Es muy delicado llamar a una rebelión fiscal… por ahora. Pero al menos siempre nos queda la posibilidad de argumentar racionalmente contra estos abusos del poder.
Otro lamentable yugo al que nos hemos acostumbrado es a que los gobiernos controlen la educación. Esa falacia de enseñanza pública versus enseñanza privada, o el lamentable sistema de conciertos no es otra cosa que Estado y más Estado, regulación y, en definitiva, falta de libertad. Aquí hemos vuelto a perder la batalla de las ideas: los votantes siguen creyendo borreguilmente que la enseñanza estatal, gratuita y altamente planificada es lo más progresista, moderno y socialmente equitativo. Un disparate. En cambio, defender el cheque escolar, la competencia entre colegios o la libre elección del centro más acorde con nuestras creencias personales resulta conservador y retrógrado. El resultado está en la calle: deterioro en la calidad de los colegios públicos, trampas sin contar en el sistema de los conciertos y un nivel de calidad de enseñanza a la cola de Europa.
Hace falta un partido y unos políticos que defiendan con algún entusiasmo mayor la libertad individual. Que sean capaces de convencer a los ciudadanos de que conviene ir desmontando el Estado, en vez de aumentarlo. Y que además, si ocupan el poder, se pongan manos a la obra. Tampoco es imposible. Tenemos ejemplos recientes de crecimiento económico con rebajas fiscales y desregulación. Pero reconozco que no son estos los signos de los tiempos, aunque algún consuelo sí tenemos: Juan de Mariana pasó una temporada en la cárcel por criticar las manipulaciones monetarias del gobierno de Felipe III, un castigo que hoy nadie afronta por defender ideas similares. El problema de los liberales, como le gusta señalar a Carlos Rodríguez Braun, es que no aspiramos a tomar el poder, como los demás, porque "el poder es el enemigo; no hay que tomarlo, hay que limitarlo".
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