La teoría de la tripartición del poder en ejecutivo, legislativo y judicial parte de Montesquieu, y se desarrolla con los Padres Fundadores americanos, Benjamín Constant (1767-1830), Guizot (1787-1874) y demás pensadores que habían estudiado la posibilidad de controlar el poder a través de la constitución, hasta llegar a Hayek.
Su fin, salvaguardar los derechos naturales (vida, libertad y propiedad) evitando que el poder político y el legislativo residan en las mismas manos. El objetivo es crear eficaces limitaciones a su ejercicio, pero también marcar con claridad la separación entre quien produce el Derecho y quien ejerce la función política.
La lucha para sustraer a quienes tienen el poder político la potestad de establecer qué es Derecho se configura así como uno de los temas clásicos y constantes de la tradición liberal, distinguiéndola de las demás tradiciones políticas, pues un liberal es extremadamente reacio a atribuir al mismo conjunto de personas el poder legislativo y el poder ejecutivo, y considera que la separación entre estas dos funciones es condición indispensable para garantizar la libertad individual.
No obstante, tanto en el campo político como en el económico, la constante preocupación de los liberales ha consistido en evitar la creación de monopolios, es decir, que una posición de predominio pueda transformarse en una posición permanente de dominación mediante la creación de normas favorables a sus intereses.
Por ello, la función del Estado tan sólo consistiría en garantizar que el intercambio libre de informaciones, bienes y servicios entre individuos. Este modelo tiene como presupuesto y fin que la intervención del Estado en la esfera económico-social sea extremadamente reducida, puesto que un Estado intervencionista implica el riesgo de que quien gane las elecciones se adueñe de la totalidad del poder, sirviéndose así del presupuesto estatal como de un instrumento para acrecentar su propia clientela electoral y hacerla duradera.
Es evidente que tal precepto nada tiene que ver con la realidad política de nuestro tiempo, en donde el jefe del Ejecutivo detenta una gran capacidad de maniobra para modificar y ampliar nuevas leyes con el fin, en la mayoría de los casos, de extender la intervención del Estado en el ámbito socioeconómico.
Una constitución liberal no puede ser, en ningún caso, una constitución programática (como la nuestra) ya que, siendo ésta inmutable, constituye de hecho un despotismo jurídico, pues el tratar de concebir la inmutabilidad de la Constitución como una especie de derecho natural presupone la identidad entre derecho natural y Estado.
Una Constitución de este tipo, de carácter programático, contiene objetivos éticos, políticos y económicos, de forma que ello acaba por legitimar la intervención del Estado en ámbitos que no le incumben. La crítica liberal aquí se centra en la particular concepción del bien común en cuanto a una irrealizable "comunidad de fines", y no sin embargo en cuanto a una "comunidad de normas" que se limiten a especificar los comportamientos.
El principal problema reside así en lograr fijar unos límites eficaces a la voluntad de la mayoría mediante la formación de una Constitución liberal que tenga por objetivo garantizar los derechos y libertades individuales, las normas relativas al funcionamiento de los poderes y sus relaciones y que, finalmente, se base en la distinción entre ejecutivo y legislativo.
Se entiende ahora, por qué el liberalismo se opone a una intervención del Estado en el mercado con el fin de especificar sus propios objetivos, tratando así de separar la función legislativa de la dirección política, y ambas de la esfera de gestión de la esfera económica. En esto consiste, precisamente, la esencia de la tradición liberal en oposición a la tradición democrática, que concibe el Derecho como expresión de la voluntad del pueblo soberano. Para esta última lo importante no es, pues, la defensa de los derechos individuales sino que se logren los ideales de justicia social e igualdad.
Y es que debemos tener en cuenta que la teoría de la división del poder surge en un período histórico en el que el titular de la soberanía (el rey) trataba de aumentar su poder y luchar contra una limitación que le venía impuesta, consistente en la existencia de un Derecho que no había creado ni podía modificar.
En tal contexto, configurado por actores políticos tales como la nobleza, el clero, y la naciente burguesía, se sitúa la génesis de la teoría de la división del poder elaborada por Locke y Montesquieu, así como los constitucionalistas americanos, que la emplean como mecanismo para garantizar las libertades individuales frente a las aspiraciones absolutistas del Antiguo Régimen.
Se trataba del derecho natural y la tradición jurídica, expresada en los "parlamentos", los cuales empezaron a asumir funciones análogas a las de hoy en día, como la posibilidad de establecer y controlar el presupuesto del Estado (no taxation without representation), aumentando así su poder. Sin embargo, y esto es lo importante, tal aumento de poder parlamentario acrecentó la tensión existente entre reyes y parlamentos, los cuales, no debemos olvidar, se constituían como poderes con fuentes de legitimidad distintas e intereses contrapuestos.
Sin embrago, tal situación no tardó mucho en cambiar, ya que el creciente desarrollo económico supuso el surgimiento de una nueva clase política que, al tiempo que reclamaba la participación en la vida política, se autodeclaraba como portadora de la soberanía, lo cual choca y se contrapone con la idea de soberanía tanto absolutista como liberal (soberanía de la ley).
Se trataba de la soberanía popular (soberanía perteneciente únicamente al pueblo) y del inicio de la teoría democrática moderna, donde el ejercicio del poder es reclamado, íntegramente y sin mediaciones ni restricciones, por la mayoría y delegado a sus representantes.
La principal consecuencia de ello es que acaba sucumbiendo la compleja y delicada relación de equilibrio y compensación de poderes propia del constitucionalismo liberal. En su lugar, surge la convicción de que tanto el Gobierno como el Parlamento elegidos por el pueblo, y por lo tanto representantes legítimos del único titular de la soberanía, son también los titulares del monopolio de la producción del Derecho.
Por ello, la tripartición liberal del poder acaba siendo un mero simulacro carente de vacío y de contenido, pues el Estado pasa de ser concebido como un instrumento de garantía a un instrumento para la realización de la igualdad. La principal consecuencia que deriva de ello es que para perseguir el objetivo de la igualdad, entendida ésta como justicia social, se exige una legitimación ética del Estado y, por lo tanto, de la extensión de sus funciones y competencias.
Así pues, la división de poder del constitucionalismo liberal, inspirado en la enseñanza de Montesquieu entra en crisis, confirmándose así sus temores, ya que desaparece la distinción entre legislativo y ejecutivo, así como el fundamental hecho de que la mayoría ganadora de las elecciones se encarga además de gestionar una organización de tipo finalista:
Cuando en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistratura el poder legislativo está unido al poder ejecutivo, no hay libertad; porque se puede temer que el mismo monarca o el mismo senado hagan las leyes tiránicas para imponerlas tiránicamente. No hay libertad si el poder judicial no está separado del poder legislativo y del ejecutivo. Si estuviera unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, ya que el juez sería al mismo tiempo legislador. Si estuviera unido al poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor. Todo estaría perdido si una única persona, o el mismo cuerpo de grandes, de nobles, o de pueblo, ejerciera estos tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas, y el de juzgar los delitos y litigios de los privados.
Del espíritu de las leyes.
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