Si debemos destacar un sector mimado por nuestras intervencionistas autoridades europeas es el agropecuario. Este comportamiento responde a una mezcla de tradición, peso de ciertas políticas regionales e inercia burocrática, anclada en el concepto de sector estratégico. Hoy por hoy, ni la agricultura representa un porcentaje importante en el PIB europeo, alrededor del 4%; ni los agricultores son un colectivo que represente un importante reservorio de votos para ninguna opción política, el 8%, salvo en ámbitos locales; ni el comercio dejaría de abastecer las necesidades de los europeos a precios más baratos. Sólo una visión autárquica y la simpatía que ciertos sectores sociales tienen por este colectivo agrario explica que año tras año las promesas de reducir las subvenciones al campo se estrellen en el muro regulatorio.
El sector agrícola es un entramado de políticas, ayudas, regulaciones, amiguismos y subvenciones que favorece la ineficacia, donde la rentabilidad de una explotación es probable que radique en la existencia de subvenciones y precios intervenidos y no en saber cuáles son las necesidades de los ciudadanos y cómo satisfacerlas; donde los pillos intentan sacar ganancia a costa de un consumidor que paga precios excesivos y de un contribuyente al que le sangran todos los años para que unos pocos sobrevivan. Un buen ejemplo de ello es el incremento del precio de los cereales, que surge, entre otras causas, a raíz de las políticas medioambientalistas que pretenden buscar un sustituto al petróleo, el naciente sector de los biocombustibles, que por otra parte, está alentado por la política energética de Estados Unidos. Las presiones ecologistas han hecho emerger algo que hace unos años era residual y que, sin ayudas, lo seguiría siendo. La falta relativa de grano, y la imposibilidad de traerlo de terceros países sin pagar aranceles, ha originado un encarecimiento de los precios de los alimentos que empieza a preocupar a los ciudadanos. Paradójicamente, ahora son los propios ecologistas los que ponen en duda la viabilidad de los biocombustibles y su inocuidad para el medio ambiente.
Pese a todo ello, el campo es una fuente de recursos y riqueza aún por explotar en un sistema de mercado. Que cultivos y ganados sean rentables por las ayudas recibidas no quiere decir que sin ellas no haya actividades que no lo puedan ser per se. Aunque es imposible afirmar la rentabilidad de nada si no es en un mercado libre, no estaríamos muy lejos de la realidad si aseguramos que, por poner dos ejemplos muy cercanos, el olivar y el viñedo son cultivos que no necesitan ayudas para poder generar riqueza. La actividad empresarial de viticultores y olivareros ha favorecido un mercado en expansión internacional, controlando incluso buena parte de la cadena comercial y sacando dinero de nichos que otros agricultores ni sueñan. Existen otras actividades que rentabilizan el campo como el turismo rural, que es quizá la que más está creciendo en los últimos años, en algunos casos unido a la actividad cinegética.
Tradicionalmente la caza ha sido una de las fuentes de riqueza principales de los campos españoles. La rica variedad de ecosistemas que tiene España favorece la biodiversidad y la existencia de muchas especies con aprovechamiento cinegético. La buena conservación del coto de caza es esencial para que esta actividad tenga futuro y ello pasa precisamente por algo que los grupos ecologistas piden a gritos, el buen estado del sistema ecológico. Sin embargo, amparándose en ciertos derechos animales y una visión un tanto extraviada del valor de las especies, los grupos ecologistas se han opuesto tajantemente a la caza, pese a que muchos de los terrenos hoy protegidos por las administraciones públicas se hayan originado en cotos públicos y privados y estos se hayan conservado precisamente por la existencia de esta actividad.
La ministra Narbona, uno de los más enconados enemigos del medio ambiente en España, ha anunciado que en un mes se aprobará la Ley del Patrimonio Natural que, en su apartado dedicado a la cinegética, prohíbe de una manera un tanto confusa la munición de plomo en aquellos lugares que formen parte de la Lista del Convenio de Humedales de Importancia Internacional (Red Natura 2000). Los cazadores han puesto el grito en el cielo y anuncian el fin de la caza como sector ya que afectaría a más del 30% del territorio en el que hoy se puede ejercer esta actividad. De hecho, es la caza mayor, la más rentable económicamente, la que corre más peligro ya que todas sus municiones contienen plomo. Algunos cazadores dudan de que las alternativas sean viables y en algunos casos, las consideran peligrosas. Una de las propuestas, los perdigones de acero, a diferencia de los de plomo, rebotan con el riesgo que ello conlleva para cazadores y acompañantes, además de disminuir la vida útil de las armas, encareciendo la actividad.
De nuevo la presión ecologista ha favorecido una política que limita o imposibilita la creación de riqueza, riqueza que en este caso es necesaria para mantener y rentabilizar un terreno que albergue un ecosistema sano. No voy a ser yo quien niegue el envenenamiento por metales pesados, es un hecho más que demostrado y documentado, pero semejante problema puede ser solucionado a través de otros mecanismos que no sean los de limitar la libertad de los ciudadanos. La información machacona, pero no la coacción, pueden facilitar la transición deseada. Lo cierto es que las estrategias ecologistas han demostrado ser especialmente dañinas para el campo, para su conservación y para que se convierta en un recurso generador riqueza.
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