En el interesante libro, en dos volúmenes, de Peter H. Wilson, “La Guerra de los Treinta Años. Una tragedia europea 1618-1630”, el autor hace un análisis previo sobre las circunstancias, tanto históricas como sociales, en las que nace el conflicto. Una de las tesis del autor es que, si bien el peso de la religión y de las diversas iglesias que lucharon es importante, ya que daba contexto a los conflictos en ese periodo de la historia, no se debe reducir el peso de los intereses políticos del Imperio, reinos y principados que, directa o indirectamente, intervinieron y, sobre todo, no puede dejarse de lado la postura radical, incluso fundamentalista, de muchos de los que participaron y lideraron los bandos en la guerra que asoló Europa (junto a otras) durante tres décadas y que produjo cambios determinantes en el devenir de Occidente.
Wilson divide entre creyentes moderados y creyentes radicales, sin caer en el error de considerar que los moderados fueran más laicistas, razonables o racionales, sino más pragmáticos a la hora de actuar, al ver su objetivo, su utopía, más distante. Los radicales, sin embargo, contemplaban sus metas más cercanas y estaban dispuestos a una estrategia más frentista y violenta que los moderados, por lo general más partidarios de la mesura. Era Dios quien guiaba las acciones de los radicales, así que no les temblaba el pulso a la hora de ser contundentes, pues era una cuestión de lo que estaba bien y mal, sin gamas de grises en medio.
Sostiene Wilson que las normas y comportamientos de los radicales en esta guerra eran presentadas como “absolutos” con origen divino, dogmas, mandamientos que ayudaban a conseguir las únicas sociedades y gobiernos posibles y la victoria les pertenecía por derecho. El enemigo era, no pocas veces, demonizado y, en algunos casos, incluso se le arrebataba su condición de ser humano, lo que justificaba el uso de la fuerza extrema, eliminando cualquier posibilidad de diálogo y compromiso. Además, consideraban que los males de los actos de unos y otros (muertes, destrucción, robos, etc.) eran sólo achacables al enemigo, sin importar quién los perpetrara.
Sin embargo, ser radical tenía una serie de desventajas a la hora de conseguir éxito. Los más fundamentalistas eran capaces de asumir riesgos cada vez más extremos, al considerarse guiados por Dios, lo que también podía producir desastres muy sonados. Sentirse guiado por Dios, la Verdad, la Razón, la Lógica o el Universo puede ayudar a tener una actitud más optimista ante un conflicto o un reto, pero no asegura la victoria, sobre todo, en la guerra. Un dogma absoluto en un momento inadecuado puede poner en jaque toda una campaña o una carrera política o militar. Su tendencia a despreciar al enemigo suponía perder mucha información sobre él, que luego podía ser determinante. También nos dice Wilson que los radicales nunca fueron una mayoría, pero es verdad que su actitud les dio cierta preminencia y visibilidad a ojos ajenos, pero que sería un error ver la guerra a través de sus acciones e interpretaciones en exclusiva.
La lectura de esta parte del libro me ha llevado a reflexionar sobre la situación política y social actual, de cómo estamos asistiendo también a un auge del radicalismo. Es cierto que los radicales no son los más, pero sí que son muy visibles, como ocurrió en la Guerra de los Treinta Años, y, dada la capacidad actual de contactar mejor con la población a través de las nuevas tecnologías, los medios de comunicación y las redes sociales, tienen más posibilidad de atraer masas (la mayoría online) en todo el globo. Hay radicales de todo tipo: políticos, culturales, deportivos, sociales y no están ligados, necesariamente, a una ideología política concreta o a un partido. Todos tienen sus radicales, ya que el radicalismo es una actitud que surge del temperamento de cada uno, aunque algunas ideas políticas o ciertas actividades lo alimenten mejor.
Fijémonos en España en las últimas décadas. La idea básica de la política a finales de los setenta y en los ochenta del siglo XX era llegar a acuerdos, olvidar el pasado, superar las diferencias que existían, conseguir un orden social y político nuevo que dejara el pasado en el pasado y permitiera afrontar el futuro juntos, se buscaba el consenso y había una tendencia a abrazar lo que unía, incluso dejando aparte ideas que, a nivel individual, podían ser importantes. En los primeros años del siglo XXI, esta tendencia se fue atemperando y volvieron las diferencias, que nunca se habían ido, pero que habían perdido importancia. La izquierda desenterró los monstruos del pasado, ya fueran reales o ficticios, y los puso en el candelero. La derecha, siempre reactiva, terminó tomando el testigo y optó por ahondar en la diferencia como su adversario. No es casualidad que una y otra estén separadas en varios partidos que entran en conflicto con frecuencia.
Piénsese en el nacionalismo y el independentismo, en los años 70 y 80 del siglo XX; los radicales eran los terroristas, como la ETA, el FRAC, el GRAPO, Terra Lliure o partidos políticos de escaso recorrido parlamentario. En la actualidad, los partidos más radicales se han hecho grandes y los que no lo eran han tenido que cambiar sus discursos e incluso su ideología para poder seguir en política y no desaparecer. Los radicales de izquierda, que en el siglo pasado eran minúsculos (aunque muy dañinos) grupos antisistema, están ahora agrupados en Unidas Podemos y, con la parte más extremista del PSOE, gobiernan España con la aquiescencia de millones de personas. VOX o el PP ahondan en las diferencias, cuando realmente hasta hace unos años eran uno; mientras que Ciudadanos se niega a negociar con el primero al asumir el discurso de la izquierda de que son fascistas y con estos no se puede ni hablar. Se les niega su condición de individuos políticos, igual que el independentismo niega la condición de individuos políticos a los que no son de su cuerda.
Las mismas redes sociales, que hace unos años nacieron con la intención de unir gente de todo el mundo, superando barreras, fronteras, etnias, géneros y hasta color del pelo, a través de la creación de una especie de sociedad virtual, donde todos podríamos compartir ideas, gustos y tendencias, se han convertido en un campo de batalla donde se incide en la diferencia y la exclusión. Los principales empresarios que dirigen estas redes han elegido bando y se dedican a dificultar o censurar a aquellos de sus clientes (personas con cuentas) que dicen o expresan cosas que no les parecen adecuadas. Unas veces se excusan en que son propietarios de su empresa y hacen lo que quieren y otras, en que quieren un entorno seguro en el que nadie (menos a los que censuran) se sienta agredido. Da la sensación de que Twitter y, en menor medida, Facebook, se han convertido en las redes sociales del odio, donde se expresan de forma anónima o semi anónima ideas y opiniones que antes, por simple educación o por incapacidad de encontrar al odiado, no se proferían. Millones de personas abandonan unas y buscan otras porque no pueden vivir virtualmente al lado de alguien que tiene ideas contrarias a las suyas.
La propia legislación, que desde los años 60 del siglo pasado nacía con un espíritu integrador y universal, ha ido derivando hacia posiciones cada vez más radicales en las que las normas se hacen en contra de alguien, con la excusa de corregir errores pasados y de que grupos favorecidos pierdan este favoritismo y se asigne a los que hasta el momento eran o se sentían agraviados o apartados. Estas normas se presentan como “absolutos”, soluciones definitivas para cualquier situación, algunas de las cuales ya están más o menos solucionadas. Estas normas o leyes (dogmas, al fin y al cabo) nacen, no pocas veces, de la ideología y parecen negar, no solo las tradiciones o lo alcanzado por otros medios, sino también las leyes naturales. La polémica surgida entre la ley que propone Unidas Podemos para el colectivo transexual y las leyes que existen ya, muchas trabajadas por los colectivos feministas, han entrado en colisión y enfrentan a los más radicales de los colectivos, ante la sorpresa de los moderados.
Internacionalmente, asistimos a un proceso en el que el radicalismo político ha encontrado siempre un buen nicho. Estados Unidos sigue siendo la potencia hegemónica en el mundo, pero ya no lo es como hace 20 años. El atentado del 11 de septiembre de 2001 y las guerras en las que se implicó después han propiciado que, poco a poco, abandone su papel de policía global. No es que no pueda volver a serlo, sino que creo que está demasiado roto por dentro como para que pueda seguir ejerciéndolo como antes de la era Obama. El resultado es que potencias regionales como China o la Rusia surgida de la debacle de la URSS piden un lugar bajo el sol, lo mismo que pedía el imperio alemán al británico unos años antes del estallido de la Gran Guerra. Estos periodos suelen ser aprovechados por líderes políticos que muestran voluntad a la hora de ocupar estos espacios que quedan libres, líderes que asumen riesgos y se muestran intolerantes con los adversarios, porque saben que cualquier duda puede ser aprovechada por el enemigo, ya sea externo o interno. Las épocas de radicalismo global suelen estar acompañadas de grandes conflictos entre países, conflictos que pueden derivar en enfrentamientos bélicos difíciles de impedir.
La pregunta que me surge es qué cabida tienen las ideas de la libertad en un panorama tan poco halagüeño. Voy a tirar de tópico y decir que es complicado. Como he dicho antes, los radicales, los fundamentalistas no son exclusivos de ninguna ideología y existen dentro del mundo liberal. En el fondo, basta con adoptar una forma de vida o asumir como dogma una serie de ideas y vivir con ellas, en todos los aspectos vitales hasta las últimas consecuencias. Me atrevo a decir que esta gente será muy solitaria, pero lo mismo me equivoco, pues existen las redes sociales y ahora es más fácil encontrar similares. Tampoco es necesario llegar a este punto y, de vez en cuando, se puede hacer una reflexión de cuán feliz es cada uno y cómo conseguir serlo más.
No es este tipo de radicalismo el que me preocupa. Un liberal radical no es un peligro para nadie. Me preocupa cómo encajan las ideas liberales en un mundo cada vez más radicalizado y polarizado, con ideas nada cercanas a las que defiende. El liberalismo, como ideario político, siempre me ha parecido muy difícil de vender, porque supone aceptar el esfuerzo, la incertidumbre y el riesgo, y esas son tres facetas a las que el ser humano es arisco, casi alérgico, por más que sea su aceptación un pilar básico para tener más posibilidad de éxito en la vida. Sea lo que sea eso del éxito.
Un radical que no suscriba las ideas liberales no se acercará a ellas, por lo general, salvo si ve alguna ventaja estratégica en su adopción de cara a conseguir sus objetivos, pero no a sustituirlos. Una democracia liberal puede ser un buen sistema para acceder al poder para un partido totalitario y, durante un tiempo, la defenderá, porque le puede servir. Una vez haya llegado, intentará eliminarla o manipularla, dándole forma hasta que sea una caricatura útil a sus intereses. Otro ejemplo es que ese mismo partido defenderá la libertad de expresión mientras le interese y luego creará leyes que la limiten. Ideales básicos liberales como el respeto a la libertad o la propiedad, cumplir los acuerdos firmados, serán manipulados por estas personas (aunque a eso ya estamos acostumbrados). Un radical tiende a tener razón, está en su naturaleza. Un radical aupado al poder, en el mejor de los casos, rechazará ciertas ideas y las acciones que propician si le parecen molestas, o en el peor, intentará erradicarlas. Las ideas de la libertad suelen ser molestas porque tocan la fibra del poderoso y dan más libertad al individuo, lo que socava el estatus del primero.
Las ideas de la libertad habitualmente han estado presentes en universidades, foros intelectuales, colegios, pero también en negociaciones políticas, comerciales y sociales a lo largo de siglos y se han expuesto y han buscado lugar donde han podido o donde les han dejado. Sin embargo, en un mundo dominado por los radicales, su existencia no es fácil. No puedo ser muy optimista esta vez.
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