Muchos pensadores optan por el camino fácil y, de razones inicialmente científicas, acaban edificando auténticos entramados metafísicos e incontrolables. La Libertad individual, entendida como el reconocimiento de cierta esfera de autocontrol y autonomía de la voluntad, nace de una realidad inatacable: la individualidad y el surgimiento de la personalidad humana. Pero no por ello deja de ser una idea estrictamente social, es decir, que se define en virtud del presupuesto de la alteridad. La libertad, como razón amplia y genérica, nace del proceso institucional que consigue reforzar y desarrollar tanto la individualidad como la consideración personal en grupos humanos donde el conocimiento conductual tiende a expandirse y hacerse más complejo a medida que surgen nuevos conflictos y necesidades, fruto espontáneo de la interacción y el intercambio interesado.
La Sociedad no existe. Es el constructo teórico mediante el cual damos nombre a un proceso intersubjetivo donde las acciones (siempre individuales), persiguiendo fines (siempre personales, particularistas o no), generan consecuencias imprevistas para el actor (en gran medida, íntegramente inadvertidas). A partir de dichas consecuencias, surgen los conocimientos jurídico, moral o político, que, siendo en gran medida de tipo tácito, terminan conformando un orden común de acciones parcialmente inteligibles. Este orden social se define en virtud de sentimientos morales, sistemas jurídicos y valoraciones intersubjetivas que en gran medida resultan de manera inconsciente o semiinconsciente cuando son ejercitadas por el individuo. El automatismo parcial no debe entenderse como comprobación del determinismo de la conducta o de los juicios valorativos humanos. La consciencia existe y lucha en todo momento por abrirse paso entre lo automático. Este fenómeno promueve activamente el cambio institucional, la novación moral y la expansión valorativa y de ideas sobre las propias necesidades. No puede definirse a priori un sistema completo de razones que conviertan al individuo en un autómata completo e irreversible. Fundamentalmente, porque no existe semejante capacidad aun cuando se entendiera que los datos estuviesen dados (y no es así).
El Estado no existe. Es el constructo teórico mediante el cual damos nombre a la estructura impersonal de la que se sirve un orden político contingente en su tendencia a domeñar a un grupo de individuos dentro de cierto espacio físico. La idea de Estado difiere de la idea misma de poder, que sencillamente viene a destacar un determinante humano inevitable, como es la capacidad genérica individual, que, socialmente considerada, deriva en relaciones de mando y obediencia. El poder puede ser reglado o arbitrario, sin que exista estructura alguna de dominación. Ésta se hace ineludible cuando el poder es absoluto y amplísimo, o requiere de la imposición de cierto tipo de ideología para garantizar su preeminencia sobre otro tipo de convicciones políticas. El gobierno de lo común nace de la mera existencia de lo común, que es una consecuencia inevitable de lo público. Lo público surge de la transmisión de conocimiento subjetivo y de la espontánea generación de instituciones que sirven a tal efecto. Lo institucional es público, de acuerdo con la definición dada. El carácter privado define, en todo caso, tanto la competitividad como la progresión y espontaneidad en la generación del conocimiento que conforma cada institución. Pero el estricto esfuerzo por comunicar, hacer inteligible y ganar certidumbre sobre las consecuencias, tanto de la propia conducta como de la ajena, forma parte de lo que queremos denominar como “público”. El Poder, el gobierno civil, la espontaneidad institucional, los órdenes jurídico, moral y político, como subcomponentes del orden general o social, son ideas que explican fenómenos distintos a los que se busca definir con el término Estado. Todos ellos, sin distinción, carecen de otra sustancia que no sea las acciones y deliberaciones individuales.
Debe establecerse una importante diferencia entre comportamiento y acción, y, dentro del primero, entre conducta inteligible y consciente, y automatismo moral en cuanto a los rasgos tácitos que ordenan nuestra estructura cognitiva no sólo en la perceptibilidad y ejecutabilidad comunes, sino también en la parte que afecta a la interacción intersubjetiva dentro de un orden social efectivo. Podemos percatarnos de ciertas regularidades (y explicitarlas como normales o habituales) cuando conocemos la intensidad de una expectativa o la probabilidad de una respuesta, o la consecuencia que nuestras acciones tendrán en el resto de actores. Pero el sencillo paso de explicitar y autoexplicar superficialmente en dichas regularidades, tanto la propia conducta como la del resto de agentes, no representa que se haya producido un acceso de nuestra mente a los confines de reglas, pautas, valores y presupuestos que conforman a su vez aquello que superficialmente creemos tan accesible a nuestra razón. Es decir, las morales articuladas, aquellas que pueden infringirse de manera consciente cuando se plantea la oportunidad de lograr intereses que son más valorados que la estricta apariencia o conciencia íntima de bondad y/o rectitud, son la parte superficial de un todo regular que, aun sin saberlo, disciplina nuestro comportamiento haciendo posible la mera interacción social.
No dominamos nuestros actos motores con plenitud (aunque estos comiencen porque queramos y así lo decidamos): quien aprende a montar en bicicleta no es consciente del conocimiento que le habilita para semejante destreza, y sin embargo es capaz pensar y componer ideas que durante el ejercicio práctico del pedaleo pueden incluso permitirle percatarse de algunos de los presupuestos psicomotores que le facilitan el equilibrio y el control de sus actos más superficiales y evidentes. Esto no implica que sea este el tipo que conocimiento que hace posible la práctica de la destreza que representa montar en bicicleta, porque siempre será mucho más extenso, complejo y profundo el conocimiento tácito que interviene de manera inconsciente en nuestros actos y reflejos, que aquel que reluce en nuestra consciencia o nos resulte relativamente sencillo rescatar de la semiinconsciencia. La explicación se nos hace mucho más amplia y evidente si pensamos en el conocimiento lingüístico, la comprensión oral y escrita o el propio habla.
Todas estas ideas tienen importantes implicaciones en varios aspectos del estudio superficial de la formación de los órdenes sociales, las reglas de mera conducta y la acción racional del individuo. Afecta a la teoría de juegos y su capacidad explicativa de la obediencia de las normas y la eficiencia de los sistemas morales y jurídicos (de reglas), como también a las pretensiones constructivistas (socialista-estatista) o deconstructivistas (anarquista), comprensibles igualmente bajo el análisis de lo que en su momento quise denominar bajo el término de “contractualismo individualista”, siempre en contraposición con el contractualismo típico, social o colectivista.
José Carlos Herrán Alonso es autor del reciente libro El Orden Jurídico de la Libertad (Unión Editorial, 2010).
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