Las revueltas que se producen en Libia constituyen el penúltimo episodio de inestabilización del mundo musulmán, que está cambiando los gobiernos o, al menos, algunos de los rostros que gobiernan los regímenes autoritarios que lo conforman. Sin embargo, el caso libio se diferencia de los anteriores tanto en la magnitud de su represión, con miles de muertos a manos de las tropas del tirano, como por su impacto en las economías de los países europeos de su entorno. El caso libio invita a algunas reflexiones que deberían hacerse los que tan pocos escrúpulos tienen en gastarse el dinero de los contribuyentes en aventuras exteriores.
Existe cierta esquizofrenia en la opinión pública y publicada occidental. Los "portavoces" de los muertos libios claman ahora por una intervención, básicamente americana, que pare la sangría; y, entre ellos, algunas organizaciones e individuos que han hecho del "antioccidentalismo" uno de sus dogmas. Semanas antes, ninguno de los peticionarios se atrevía siquiera a sugerir tan cara medida, pese a que la sangre corría en menor cuantía por las oscuras cloacas del régimen e incluso reivindicaban a Gadafi por su exacerbado antiamericanismo.
Cualquier intervención es una medida costosa, sobre todo, en un mundo en crisis, y debería tener unos objetivos muy concretos y claros. Pero como las variables son muchas y algunas ni las conocemos, todo puede venirse al traste en cualquier momento. Estamos acostumbrados a que estos conflictos los "solucione" Estados Unidos, pero en este caso los principales afectados son los europeos, por lo que no sería descabellada una mayor implicación francesa, italiana y española. ¿Están estos países dispuestos a arriesgarse social y económicamente? ¡A que es fácil especular con el dinero y la voluntad de los demás! Algunos deberían hacérselo mirar y a otros, deberíamos mirarlos con más atención.
Ciertos analistas describen estas revueltas como intentos, en algunos casos desesperados, de conseguir libertad y democracia. Quizá las expectativas son demasiado altas, incluso desviadas, pues se desechan otras posibilidades menos atractivas. Ahora vivimos en un mundo mucho más interconectado y la información llega, vía Internet, a lugares donde antes ni siquiera se soñaba, pero lo cierto es que buena parte de estos países permanece en un estado similar al de hace unas décadas. Las revueltas han afectado a las principales ciudades y se han extendido poco a poco a otras regiones, pero es aventurado decir que la libertad haya sido la motivación.
Los países árabes tienen como tradición política la autocracia, el liderazgo de un caudillo y el traspaso violento del poder. La regeneración moral es otro de los motivos que agita a las masas o, si no a las masas, a grupos que tienen poder en la sombra del régimen y que esperan a que éste se tambalee. La principal regeneración moral del mundo musulmán suele venir de la religión que lo sustenta. El integrismo, y no la democratización, es, hoy por hoy, su principal corriente filosófica y política. Así pues, todo invita, en el mejor caso, a cambios en los autócratas y, en el peor, a un incremento del poder integrista. El mundo islámico atraviesa la crisis económica con un empobrecimiento general y un incremento demográfico que ha propiciado esta inestabilidad regional de impredecibles consecuencias, como teme Israel.
Libia no es uno de los principales países productores de hidrocarburos, pero sí tiene un peso apreciable en algunos de los países del arco mediterráneo, entre ellos, España, y lo que ocurre en sus fronteras tiene un reflejo casi inmediato en sus bolsas y mercados energéticos. El sector energético siempre ha sido un sector estratégico para los Estados modernos y ello se ha traducido en un intervencionismo descarado, pero justificado en el bien común. La política se confunde con los intereses económicos y las empresas se ven obligadas en algunos casos a comerciar en zonas en las que no querrían hacerlo y, en otros, a simplemente hacer política (y en no pocas ocasiones con un entusiasmo increíble). El avispero libio podría ser un buen ejemplo de por qué los intereses políticos no son necesariamente los intereses del bien común, sino en este caso, del "mal" común que nos alcanza en forma de subida de los precios de los combustibles. Repsol y otras empresas podrían haberse planteado otras inversiones en otros países antes que en Libia –quizá más lejanos o con menos historia común– si el mercado mundial y nacional estuviera menos intervenido. En todo caso, asumiendo voluntariamente el riesgo de toda actividad empresarial.
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