Transcurridos apenas tres años y medio de la promulgación de la Ley de prevención del blanqueo de capitales y la financiación del terrorismo, durante la última legislatura del inefable Jose Luis Rodríguez Zapatero, una reforma incluida en la disposición final sexta de la pomposamente llamada Ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno merece un estudio con lupa, como ejemplo de las cuitas y las mañas del estamento político español cuando se ve sorprendido por la actuación de organizaciones internacionales que escrutan su desempeño sobre el terreno y ante las cuales redobla esfuerzos por salvar la cara. Pero a su manera.
En aquel momento quien les escribe se percató de una manipulación que parecía más el producto de la picaresca que de un gobierno y un parlamento mínimamente serios. Precisamente el proceso acelerado de aprobación de la Ley se debió a la declaración de la sentencia de 1 de octubre de 2009 del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (sección séptima) de que el Reino de España había incumplido la obligación de trasponer a su derecho interno, antes del 12 de diciembre de 2007, las Directivas en materia de prevención de utilizar el sistema financiero para el blanqueo de capitales y para la financiación del terrorismo.
A pesar de esa resolución, de forma arbitraria el gobierno socialista remitió a las Cortes un proyecto de ley que prescribía a distintos profesionales e intermediarios financieros la adopción de medidas reforzadas de identificación y vigilancia de operaciones de clientes con responsabilidades públicas, pero solo en el caso de que fueran extranjeros (incluyendo a los nacionales de países de la UE) alterando en este apartado el anteproyecto elaborado por los funcionarios del Ministerio de Hacienda y burlándose de forma burda del reproche jurisdiccional europeo. Durante la tramitación parlamentaria, a pesar de que un grupo presentó enmiendas para subsanar ese escándaloso doble rasero, apenas se mencionó un asunto tan escabroso para la corrupta oligarquía española, de suerte que sus representantes aprobaron casi por unanimidad eximirse del sometimiento a un escrutinio preventivo acerca del origen de su patrimonio cuando concurre un ánimo tendencial al blanqueo de capitales.
No debe entenderse, empero, que esas directivas europeas y la regulación internacional del Grupo de Acción Financiera Internacional -GAFI/FATF, dependiente de la OCDE- conduzcan de manera unívoca a un mundo ideal. Antes al contrario, merecen muchas críticas. No es la menor la de que pueden equipararse, a los efectos de la prevención del blanqueo de capitales, los casos de infracciones administrativas (como es el impago de impuestos hasta el límite cuantitativo en que se consideran "delitos contra la hacienda pública") con aquellos otros donde subyacen delitos de extrema gravedad, como el robo, sobornos, o la extorsión mediante la amenaza, el asesinato, el secuestro y otros delitos instrumentales. Aunque se trata por parte de la doctrina y los legisladores de convertirlo en un delito autónomo, separado de los hechos previos, el blanqueo de capitales deriva de conductas tipificadas como delitos por una legislación harto discutible. Dada la tendencia universal a penalizar acciones sin víctima, pues se considera suficiente el interés de un estado en dotar de protección jurídico penal a un bien jurídico determinado desde su caprichosa perspectiva para darle validez, se llega al absurdo de obstaculizar la libertad de circulación de capitales por no distinguir el grano de la paja.
Observemos, por ejemplo, las enormes dificultades prácticas que plantea la penalización en casi todos los países del mundo de las actividades que "promuevan, favorezcan o faciliten" el consumo de drogas incluidas en un convenio internacional actualizable, un delito abierto sin víctimas. En general, tantas actividades subyacentes ilícitas multiplican las operaciones sospechosas desde la perspectiva de la prevención del blanqueo de capitales y la dilución y el solapamiento de casos graves en un marasmo de otros que lo son menos.
En cualquier caso, salvando el olvido de hace tres años, el texto del nuevo artículo 14 de la Ley de prevención del blanqueo de capitales prescribe a los obligados (entidades financieras, aseguradoras, servicios de envio y cambio de dinero, casinos, loterías, notarios, registradores, abogados, marchantes de arte, etc) adoptar "medidas normales de diligencia debida" también respecto a los españoles con responsabilidades en los poderes públicos y sus allegados, teniéndoles como tales hasta dos años después del cese en sus cargos, aunque de forma clamorosa se excluye a los cargos equivalentes de ayuntamientos de municipios de menos de 50.000 habitantes. Estas medidas, consistentes en un deber de identificación formal y real del titular de un determinado negocio, la recabación de información sobre el propósito del mismo y su seguimiento continuo, se refuerzan en el caso de la banca, los servicios de envío de dinero y las operaciones de cambio de moneda extranjera por considerarse que presentan un riesgo más elevado de blanqueo de capitales o de financiación del terrorismo. Sin embargo, como en el texto que se reforma, se deja para un reglamento la definición de cuáles deban ser esas medidas reforzadas. Dado que en ningún momento se ha aprobado, trece días antes de la entrada en vigor de la reforma la inseguridad jurídica a este respecto resulta absoluta.
No parece arriesgado afirmar que el súbito cambio legislativo español está relacionado con el lanzamiento por el Grupo de Acción Financiera (GAFI) de una nueva metodología que centra su atención en la efectividad de las medidas de control en un Estado determinado. Por otro lado, el anuncio de que el Reino de España será sometido el año próximo a una evaluación por parte de los inspectores de este organismo internacional parece haber apremiado a un cumplimiento más serio de sus directrices debido al descrédito que arrojaría una calificación negativa.
En definitiva, a la vista de la interminable lista de casos de corrupción que ha acompañado al actual régimen partitocrático desde su consolidación en los años ochenta, no resultan casuales el uso artero del poder legislativo y las prácticas habituales hasta ahora. Es en este punto donde la presión internacional puede contribuir a una regeneración que apenas se divisa en lontananza del panorama político español con los mecanismos internos. A ver si el aireamiento de los casos de sobornos, malversaciones de caudales públicos y otras trapacerías que apadrina la oligarquía española, en conjunción con las evaluaciones internacionales, contribuyen a una mayor transparencia de la gestión de los asuntos públicos y, en consecuencia, a depurar un sistema tan profundamente corrupto.
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