La sequía que padecemos y que parece coincidir con el comienzo de un ciclo seco en la Península Ibérica, un demagogo Ministerio de Medio Ambiente, un inoperante Ministerio de Agricultura, la casi inevitable pérdida de fondos europeos para la agricultura española en especial y europea en general y el no menos desdeñable alarmismo de los grupos ecologistas, han potenciado el victimismo en nuestros agricultores, un victimismo no ajeno a razones pero tan habitual como tedioso. Sin embargo, era inevitable que esta situación se planteara dada la deriva de las políticas europea y española.
La Política Agraria Común, la PAC, es una herramienta maravillosa. Aparentemente, hace razonablemente competitivo el cultivo del olivo en Finlandia o la cría de la vaca lechera en Andalucía. La razón de tan maravilloso truco de magia radica en las ayudas y fondos que reciben nuestros agricultores y que, con criterio político, reducen sus costes o aumentan sus ingresos de forma que el cliente final o los intermediarios tienen la falsa sensación de que están pagando un precio aparentemente adecuado por productos de la tierra.
La realidad es otra bien diferente. La PAC nace en 1962 por la necesidad estratégica de disponer de un suministro interno y seguro de alimentos en Europa. Semejante política, que se opone claramente al libre comercio, ha tenido serias consecuencias, no sólo para los europeos sino para el resto del mundo y en especial para los países del Tercer Mundo. Primero, contenta a un sector, el primario, y a sus simpatizantes. La segunda consecuencia, es que al establecer una política de cuotas, se incrementan las producciones de productos poco eficientes para las condiciones climatológicas o regionales, productos que los agricultores tienen que cultivar cuando la cuota de los más rentables se agota o entrar en el fraude, que no es cosa rara. La tercera, se crean unos excedentes que en el peor de los casos terminan destruyéndose o que irrumpen en el mercado mundial politizando precios y perjudicando a los productores de países cuyos precios, por diferentes razones, son más asequibles para el consumidor final y que proporcionaría a ese productor unos ingresos que el poder político le arrebata.
La razón de esta política tan inadecuada como destructiva es difícil de entender si lo hacemos con criterios razonables pero es fácil si se piensa en términos políticos o de carácter emocional. El colectivo agrícola es fuente de votos, no sólo de los propios agricultores, que en Europa son cada vez menos, sino de ciertos colectivos que ven emocionalmente cercanos al campo y sus problemas, sean o no reales. Por otra parte, países como Francia tienen en los agricultores lobbies muy poderosos que no dudan en organizar huelgas y manifestaciones en cuanto que se sienten amenazados. No es extraño que nuestros grupos políticos, sobre todo los más demagogos o los que no tienen el suficiente valor para hacerles frente, se preocupen de conceder en la medida de sus posibilidades aquellas demandas.
Uno de los mayores logros a los que se puede aspirar en una Europa moderna sería a la desaparición de estas ayudas. Ello generaría seguramente un campo más eficiente, centrado en aquellos productos que puede cultivar y en aquellos que son demandados. Un campo que no tiene que tomar el dinero de los contribuyentes para ser rentable sino que puede depender de sí mismo. Un campo que se basaría en la calidad y no en la cantidad. Ese es el campo al que tenemos que aspirar y no a mantener a unos colectivos con poder que casi nunca representan a los intereses de la mayoría.
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