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El código que no es un código

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El hecho de que ahora creamos que las normas se crean por los Parlamentos es una conveniente imposición de los políticos para cercenar la libertad individual.

En septiembre del año pasado la Comisión Europea lanzó una nueva revisión del marco regulador de telecomunicaciones, la cuarta desde que en 1998 se liberalizaran los mercados en la mayor parte de los países de la Unión Europea. Cuando termine el proceso, los agentes involucrados en este mercado se verán inmersos en el quinto marco regulador en 20 años. No está mal.

Sin embargo, no es de esto de lo que va a tratar este comentario. Aquí se va a hablar de la denominación que la CE ha propuesto para la nueva normativa, a la que pretende llamar Código de Comunicaciones Electrónicas, como si de un código civil o mercantil se tratara.

A todo aquel que haya leído la magnífica obra de Bruno Leoni La libertad y la ley, nunca suficientemente recomendada, se le deberían revolver las tripas al ver el nefando uso que la Comisión pretende hacer del término, por las razones que ahora trataré de explicar.

Leoni nos cuenta en su ensayo el origen de las leyes y las normas, y cómo éstas no tienen su origen ni pueden originarse mediante votaciones por los representantes electos del pueblo. De hecho, las normas son una creación espontánea y artificial de las sociedades, como también explica Hayek en otra lectura fundamental (La fatal arrogancia). Como tal, las normas no pueden ser creadas desde fuera de la sociedad a la que regulan, sino que proceden de las continuas interacciones entre los individuos que la conforman. Y la prueba más evidente de esto es que existían normas en las sociedades humanas, y siempre han existido, con anterioridad a la aparición de Estados y Parlamentos.

El hecho de que ahora creamos que las normas se crean por los Parlamentos es una conveniente imposición, quizá tácita, de los políticos para cercenar otra área más de la libertad individual. Y ello sin olvidar que las normativas impuestas desde fuera de la sociedad tienen siempre consecuencias inesperadas, en muchos casos desastrosas para los afectados.

Pero volviendo sobre el tema que nos ocupa, si se reconoce que las normas son una creación espontánea producto de la interacción de los individuos en la sociedad, ¿cómo hacían los jueces para resolver los posibles conflictos? Lo cuenta Leoni en el ensayo citado: ante un caso, los jueces investigaban con la ayuda de los jurisconsultos de qué forma se estaba resolviendo por los individuos casos similares al presentado. Y con esta información, el juez trataba de dar una solución al nuevo conflicto, compatible con los usos observados, aunque teniendo en cuenta las nuevas circunstancias que lo hacían distinto de aquellos. Por supuesto, este proceso exigía una confianza extraordinaria en el juez, quien normalmente adquiría tal posición gracias a su prestigio en la comunidad. Por ello, tradicionalmente los jueces eran los viejos o los sabios del lugar.

En todo caso, es evidente que la investigación de las normas debía de ser (y sigue siendo) un proceso muy costoso. Por ello, nada tiene de extraño que a alguien se le ocurriera llevar a cabo codificaciones de dichos conflictos y sus soluciones, para evitar la repetición de investigaciones en casos similares. Es fácil de imaginar el gran trabajo que la disponibilidad y utilización de estos códigos ahorraría a los jueces en su tarea. Y de ahí que surgieran los distintos códigos, nos cuenta Leoni.

La codificación y elaboración de códigos debía de ser también un proceso costosísimo en recursos, por lo que las codificaciones más conocidas se hicieron bajos los auspicios de personajes con recursos, como podían ser reyes y emperadores (Alfonso X el Sabio, en Castilla; Napoleón, en Francia). Pero no se ha de olvidar lo importante: estos códigos se limitaban a recopilar lo que se observaba en la interacción libre de los individuos, y no lo contrario. Dicho de otra forma, si el código cambiaba era porque los individuos cambiaban sus usos, no al contrario.

Todo ha dejado de ser así ahora, claro, cuando los distintos parlamentos creen que para cambiar los usos y costumbres basta modificar el código que corresponda, sin consideración por las distorsiones que ello ocasiona. Pero el origen del término sigue siendo el mismo.

¿Qué nos encontramos ahora con las comunicaciones electrónicas en la UE? Pues que la Comisión Europea pretende llamar código a una serie de normas que no vienen ni nunca han venido de la interacción de los agentes, sino que siempre han sido establecidas desde fuera del mercado, precisamente por esa Comisión o por los gobiernos de los Estados miembros, ocasionando considerables distorsiones que en este caso sí conozco bien y a las que me he referido en numerosos artículos.

Al llamarle código, parece como que devolviera la pelota al mercado, como si se estuviera limitando a recopilar los usos que los participantes en el mercado de telecomunicaciones se han dado, y como si la CE no hubiera participado activa y decisivamente en su definición. De esta forma también, se lava implícitamente las manos al respecto del posible estado en que esas normas dejan al mercado, pues, aparentemente, ella no ha tenido nada que ver con ello.

No digo que ello sea lo que la CE pretende, ni siquiera creo que el funcionario que propuso el nombre para la normativa fuera consciente de las implicaciones tratadas en las líneas anteriores. No obstante, dejadme que denuncie el uso torticero que los políticos han comenzado a dar a otro de los términos y conceptos sobre los que se había construido la libertad. 

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