En ausencia de Estado del Bienestar nadie velaría por los más pobres. Las capas menos favorecidas no pueden acceder a la sanidad o a la educación privada, sólo el Estado del Bienestar es capaz de garantizar a los pobres los servicios básicos. Ésta es quizás la principal objeción al liberalismo planteada tanto por sus detractores como por aquellos que, aun simpatizando con sus tesis en general, no ven claro que el destino de los más necesitados esté a merced, por ejemplo, de la caridad privada y no al amparo del sector público.
En primer lugar, concediendo a efectos dialécticos que esta objeción sea válida, es preciso aclarar que el cuidado de los pobres en una sociedad desarrollada no exige un Estado del Bienestar, sino a lo sumo una red de asistencia pública mínima que procure atención a esta minoría desfavorecida. En otras palabras, la objeción de los pobres no es un argumento en contra de un Estado poco intervencionista como pretenden algunos, en contra de la privatización de la sanidad, la educación o las pensiones, en todo caso es solo un argumento a favor de un sistema de cheques o subsidios selectivos a los más pobres.
Ahora relajemos esa concesión y preguntémonos si es cierto que en ausencia de intervención estatal los pobres se hallarían desamparados y padecerían más de lo que padecen en la actualidad.
La gente asume que el Estado cuida de los pobres y raramente se plantea la posibilidad inversa, que sea su mayor lastre. ¿Por qué tendrían los gobernantes que preocuparse de los más pobres, que carecen de peso político, en lugar de fingir hacerlo y servir en realidad a otros intereses? Las leyes de salario mínimo y las regulaciones laborales elevan los costes laborales, reduciendo los salarios de la gente y condenando al paro a los menos productivos. Las licencias y los permisos para entrar en un sector restringen la competencia y encarecen servicios como la sanidad o los transportes metropolitanos. La regulación del suelo encarece la vivienda y el proteccionismo encarece la comida. Los impuestos indirectos, que cada vez tienen un peso mayor en el organigrama fiscal, son regresivos y se ceban en los más pobres. La subida de los precios provocada por la expansión crediticia es siempre asimétrica y afecta especialmente a las personas de rentas más bajas, que ven subir los precios de los bienes que compran antes de que hayan subido sus salarios. Las regulaciones y los impuestos en general socavan la acumulación de capital y el florecimiento de nuevas oportunidades de negocio. ¿Es así como el Estado ayuda a los más pobres?
Algunos se fijan en las rentas netas de los individuos y en los precios de la sanidad o la educación privadas hoy y concluyen que los pobres (y los no tan pobres) no pueden tener acceso a estos servicios a menos que el Estado se lo proporcione. Pero no se trata de valorar si en el contexto actual los pobres (y los no tan pobres) pueden pagarse una sanidad o una educación privada, sino si podrían en otro contexto, en un contexto no-intervenido. ¿La renta neta de las capas menos favorecidas sería la misma si no hubiera impuestos y los trabajos estuvieran mejor remunerados? ¿La oferta y los precios serían los mismos en un marco enteramente competitivo, en el que no satisfacer a los consumidores comporta la quiebra en lugar de más fondos públicos?
Aunque en un libre mercado sin restricciones se generara más prosperidad para todos y hubiera menos pobres, es posible que continuara habiendo una bolsa de gente que por sí misma no fuera capaz de pagarse determinados servicios básicos. Defender la asistencia pública alegando que en la actualidad la caridad privada se revela insuficiente para afrontar estos problemas supone, de nuevo, caer en el error de pensar que en un contexto no intervenido el volumen de donaciones (y la forma de canalizarlas) sería equiparable al que resulta en presencia del Estado del Bienestar. ¿Acaso los ciudadanos no podría destinar más dinero a beneficencia si su renta fuera más elevada y apenas pagaran impuestos? Tampoco debemos olvidar el efecto "crowding out" del Estado: el Estado no complementa la iniciativa privada, la desplaza. La única razón por la que mucha gente se muestra pasiva ante los pobres es que da por sentado que el Estado ya cuida de ellos (sic) y cree que en cualquier caso ya hace bastante pagando sus impuestos. Por otro lado, las organizaciones sin ánimo de lucro que dependen de donaciones voluntarias tienen más incentivos para proceder honesta y eficientemente que el Estado, que no depende de las donaciones de nadie. A la ONG corrupta puedes retirarle tu favor, al Estado no puedes dejar de pagarle impuestos.
El argumento de los pobres adolece de una curiosa paradoja. Quienes lo plantean suelen decir: "yo ayudaría a los pobres, porque a mí me preocupan, pero no confío en que los demás hagan lo mismo, así que el Estado debe intervenir para garantizar esa ayuda a los pobres". Pero la inmensa mayoría de gente opone la misma objeción al liberalismo, por lo que tenemos al 99% de la gente diciendo que ellos ayudarían a los pobres, pero los demás no. ¿Es razonable pensar que en un contexto en el que el 99% dice personalmente estar dispuesto a ayudar a los pobres nadie lo haría? ¿Todos se comportarían exactamente como temen que se comporten los otros? Si la gente es en efecto sensible a la pobreza lo iluso no es tanto creer que habrá personas dispuesta a ayudar a los necesitados como asumir que los gobernantes tienen inclinaciones más altruistas y que la letanía de políticas del Estado del Bienestar favorece a los pobres.
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