En los últimos tiempos, fruto de las medidas de externalización promovidas por varios gobiernos autonómicos emulando soluciones que ya funcionaban en España y en el resto de Europa, ha surgido un debate en torno a los servicios sanitarios que, lejos de ser lo serio que debiera, ha terminado convirtiéndose en un instrumento de agitación política. Falseando la cuestión, sectores de la izquierda han conseguido definir las reformas como "liberalizadoras" en tanto privatizan lo público a favor de la empresa privada. Este argumento, lejos de ser cierto, adolece de un defecto fundamental, ya que privatizar recursos o entregar su gestión a empresas privadas vía concesión no equivale a liberalizar el sector. Esto último supondría, en cualquier caso, eliminar regulación, reducir la carga fiscal y liberar al ciudadano del deber de sostener y pertenecer el sistema público sanitario.
La categoría del servicio no deriva de la naturaleza de quien lo preste, sino de la fuente de financiación de la que se alimenta, las reglas de lo restringen, y quién toma las decisiones relativas a su presupuesto y objetivos. Por mucho que una función pública no la desempeñen personas sometidas a disciplina marcial, sino meros contratados o funcionarios de carrera, dicha función no perderá su condición estrictamente pública. Aunque la sanidad que se paga con cargo al erario público se regula por autoridades públicas, y es objeto de dirección y planeamiento por parte de dirigentes políticos, sea prestada por entidades privadas, no perderá en lo fundamental su naturaleza. Se trata de modelos de gestión de una misma cosa: la sanidad pública. Por tanto, el debate no es entre público y privado, sino en cuanto a formas de gestión de lo público.
El segundo aspecto más relevante de la discusión es si efectivamente una externalización de servicios sanitarios públicos reduce el gasto destinado en los presupuestos de la administración, y al mismo tiempo, mejora la calidad de la prestación. En este punto existe cierta controversia, opacidad y tendencia a la manipulación por todas las partes interesadas. Lo cierto es que a corto plazo sí se produce una reducción del gasto por paciente. También es cierto que en general los pacientes no notan diferencia e incluso agradecen recibir atención en centros "que parecen privados". Lo parecen porque lo son. Y he ahí uno de los elementos que hacen más "atractiva" la externalización de la sanidad. Porque el único dato cierto es que todo aquel individuo que puede permitírselo tiende a contratar un seguro privado sanitario. La huida de lo público es una tendencia constatada. Por eso quien no puede escapar del yugo de lo público suele ver con buenos ojos que se le trate como si la cosa fuera privada. Mejores instalaciones, menor espera, habitaciones individuales… Es lo que la gente busca en los servicios privados porque es exactamente lo contrario de lo que suele recibir en el sector público.
Volvamos a la cuestión de fondo. ¿Por qué determinados sectores de la izquierda se empeñan en asociar externalización con una sanidad estrictamente privada, o un pretendido libre mercado sanitario? La respuesta es muy sencilla: porque saben que a medio/largo plazo las ventajas iniciales de la externalización posiblemente queden diluidas entre los vicios inherentes a lo público, que contagia a todo lo que toca. Los detractores de la externalización saben que si al final vuelven a aparecer los vicios de lo público podrán falsear la realidad relacionándolos con carácter supuestamente liberalizador del cambio experimentado, defendiendo así el regreso a la gestión estrictamente pública de los recursos públicos, argumentando que ésta es la opción más eficiente y deseable.
Si la externalización se limita a transferir la gestión de los recursos públicos desde la administración hasta empresas privadas vía concesión, el destino del experimento será que acaben resurgiendo tanto el gasto desbocado, como el racionamiento de recursos y la degradación de la prestación. Sólo si la externalización va acompañada de un rápido avance de la sanidad privada, esta sí, como sector del mercado encargado de ofertar servicios sanitarios a aquellos usuarios que libremente decidan suscribir pólizas de seguro con empresas estrictamente privadas, existirá una posibilidad de éxito para este modelo mixto. La razón de que esto sea así es tan sencilla como la que explica por qué es imposible el socialismo. Sin precios de mercado es imposible efectuar cálculo económico, y sin cálculo económico cualquier actividad productiva queda condenada al más estrepitoso fracaso.
¿Por qué no sabemos cuánto cuesta una sanidad de calidad? Fundamentalmente porque no existen precios de mercado. Lo que ahora existe, pese a la multitud de empresas que ofertan seguros privados o prestan servicios sanitarios al cobijo del sector público, no cumple los requisitos que permitirían hablar de la existencia de un mercado sanitario. Los beneficios que obtienen muchas de estas empresas dependen de una asignación presupuestaria que a su vez deriva de un cálculo de costes cuyo origen tampoco procede de mercados sectoriales. Ni las farmacéuticas operan en mercados libres, ni los proveedores de material e instrumental médico lo hacen, como tampoco los funcionarios que trabajan en la pública reciben salarios de mercado. De igual modo, las empresas privadas que prestan servicios para la pública estiman su beneficio en base a unos costes que tampoco se corresponden con los precios que sí surgirían en un mercado libre, y siempre quedan al albur de la decisión política que establece la asignación por paciente en cada ejercicio presupuestario, o de restringir la actividad sanitaria mediante reglas cada vez más concretas.
Los menos interesados en mejorar y salvar la sanidad pública son aquellos que se acantonan en un sistema que no funciona, que no puede pagarse y que no aguanta en comparación con la privada en muchos elementos que contribuyen a la calidad del servicio sanitario. Los políticos han optado por una salida cortoplacista que les sirva para reducir el presupuesto del año siguiente. Lo que deberíamos exigir los ciudadanos es que este proceso, que a priori es una alternativa al desastre actual, no acabe reproduciendo trágicamente los defectos del modelo público sanitario. Para conseguirlo la única opción es que el Estado retroceda, liberalice, permita la deducción de los seguros privados en la declaración del IRPF, para que el sector estrictamente privado crezca y cubra al mayor número posible de individuos. De esa fuente surgirán las señales, los precios, las expectativas de beneficio, que podrán orientar a todas empresas del sector, incluidas aquellas que presten sus servicios para la pública a través de la externalización. Lo deseable es que, poco a poco, nadie que pueda permitirse un seguro privado quede atrapado por la pública por culpa de impuestos y cotizaciones injustas. Que sólo aquellos que realmente lo necesiten acudan a un servicio, el público, que ha de ser excepcional, complementario o de urgencia, pero nunca la base del sector sanitario. De seguir siéndolo, no habrá precios que nos guíen, y, por esa razón, no habrá forma de calcular cuánto cuesta una sanidad de calidad sostenible y accesible para la mayoría de los individuos, lo que nos conducirá irremediablemente al colapso de este servicio fundamental para la calidad de vida de los individuos.
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